Cuatro cuentos de Sławomir Mrożek
La palabra y la acción
Apuntes de un capitalista
Nowosadecki, Majer y yo estábamos reunidos en torno a una botella abierta. A pesar de que nos habíamos tomado ya la mitad, la cosa seguía bastante aburrida.
—Es porque bebemos irreflexivamente —dijo Nowosadecki—. Discutamos algún problema intelectual y ya veréis cómo nos animamos.
—Se puede probar —accedió Majer bostezando—. ¿Qué, por ejemplo?
—Pues, por proponer algo, el problema mismo de esta botella. ¿Está medio llena o medio vacía?
—Las dos cosas. ¿Acaso no hay dos mitades? Una mitad está llena y la otra, vacía; problema solucionado.
—Esto es huir en un relativismo trivial, evitar el compromiso. El hombre debe elegir, como enseñaba Sartre, debe, a pesar de la libertad de elección. La obligación de elegir, he aquí la paradoja existencialista.
—¿Y qué tengo que elegir? —preguntó Majer.
—El punto de vista, o sea: la ideología. O miramos la botella desde arriba, o la miramos desde abajo. Si la miramos desde arriba, somos nihilistas, porque esa es la mitad vacía. En cambio, si la miramos desde abajo, mostramos una actitud positiva frente a la vida.
—Un momento —me entrometí—, y, ¿qué pasa con el cuello?
—¿Con qué cuello?
—Con el cuello de la botella. Se vierte por el cuello, y el cuello pertenece a la mitad vacía. Entonces qué, ¿el cuello también es nihilista?
—Cierto, es un nuevo problema.
—Propongo que echemos un trago. Así no habrá más problemas con lo de las mitades porque ya no estará igual y, al menos, nos habremos quitado de encima este asunto.
Mi propuesta fue aprobada por unanimidad. Y, en efecto, el nivel del líquido en la botella descendió muy por debajo de la mitad.
—Tú sí que piensas —me alabó Majer—. Empezaba a creer que no saldríamos de ésta.
—Ahora, en cambio, tenemos otra cosa —comentó Nowosadecki contemplando la botella—. A saber, el problema de la verticalidad y la horizontalidad. Parece que no pertenecen a la misma categoría conceptual.
—¿El problema de qué? —preguntó Majer.
—Hablando más claro, el problema del nivel y de la plomada.
—Tienes razón —admitió Majer. Queda ya poco.
—Exacto. Y es que el nivel puede estar más alto o más bajo, pero la plomada siempre cae igual. Observad, amigos, que la verticalidad ni se ha movido. De ahí se concluye que la horizontalidad entra dentro de la física, pues se puede influir en ella físicamente a través de la regulación del nivel (con respecto a la verticalidad, por supuesto). En cambio, la verticalidad es metafísica.
—¿Y si la inclino? —propuse.
—¿La verticalidad? Imposible. Eso ya va con la definición misma.
—No sé si la verticalidad, pero sí puedo inclinar la botella.
—Que la incline —apoyó Majer—. A ver qué pasa.
La incliné y resultó que aquel problema estaba ya también resuelto. La horizontalidad había desaparecido por completo, puesto que se vislumbró el fondo.
—¿Lo ves, Nowosadecki? —dije—. Sólo la acción cuenta. Tú ideas, debates, y yo actúo. Si no fuera por mí, estaríamos discutiendo todavía y no habríamos solucionado nada. Dejemos, pues, de discutir y entreguémonos a la acción.
—¡Sí, actuemos! —exclamó Majer con entusiasmo—. ¡Llena! ¡A la acción!
—A qué acción, so tontos —dijo Nowosadecki—. Ésta era la última botella.
El cigarrillo
Me encontraba como corresponsal de prensa en uno de esos países que interesan a la opinión mundial. Es decir, se me había ofrecido la oportunidad de asistir a una ejecución.
Fue una como tantas y no puedo afirmar que la más interesante. Un vulgar trozo de paredón en una vulgar localidad, desconocida tanto para le condenado como para los soldados del pelotón de ejecución, a una hora cualquiera de un día cualquiera, bajo vagas condiciones meteorológicas. El condenado era un hombre joven y todos los presentes, es decir, el condenado, los soldados y yo, nos veíamos por primera vez en la vida, siendo mínima la posibilidad de que volviéramos a encontrarnos.
El condenado, ya en el paredón, exigió un cigarrillo. Los soldados accedieron y nos sentamos todos juntos en un montón de escombros que había cerca.
—¿Usted es corresponsal de guerra? —preguntó.
—Cosas de la vida —contesté.
—Entonces le diré algo.
Las manos le temblaban y su rostro tenía un color verdoso.
—Ellos piensan que éste es mi último cigarrillo, pero es el primero.
A pesar de que su cara estaba cada vez más verde, su voz sonaba triunfal.
—¿Quiere decir que usted no fue... no es fumador?
—En la vida. Acabo de empezar.
Y vomitó.
Más tarde caminábamos por la senda que llevaba a la carretera.
—Qué desperdició de cigarrillo —dijo el sargento.
—¿Por qué? Todo el mundo se marea con el primer cigarrillo —protesté.
—¡Qué primero! ¿Ha visto usted sus dedos? Amarillos de nicotina. Sentía que echaría la pota le miedo y le soltó ese cuento.
—Pero ¿para qué?
—Para que usted no pensara mal de él.
Y al rato añadió:
—Uno no debería morir cuando tiene tanto miedo.
El condenado, ya en el paredón, exigió un cigarrillo. Los soldados accedieron y nos sentamos todos juntos en un montón de escombros que había cerca.
—¿Usted es corresponsal de guerra? —preguntó.
—Cosas de la vida —contesté.
—Entonces le diré algo.
Las manos le temblaban y su rostro tenía un color verdoso.
—Ellos piensan que éste es mi último cigarrillo, pero es el primero.
A pesar de que su cara estaba cada vez más verde, su voz sonaba triunfal.
—¿Quiere decir que usted no fue... no es fumador?
—En la vida. Acabo de empezar.
Y vomitó.
Más tarde caminábamos por la senda que llevaba a la carretera.
—Qué desperdició de cigarrillo —dijo el sargento.
—¿Por qué? Todo el mundo se marea con el primer cigarrillo —protesté.
—¡Qué primero! ¿Ha visto usted sus dedos? Amarillos de nicotina. Sentía que echaría la pota le miedo y le soltó ese cuento.
—Pero ¿para qué?
—Para que usted no pensara mal de él.
Y al rato añadió:
—Uno no debería morir cuando tiene tanto miedo.
Apuntes de un capitalista
¡Por fin! Ha llegado el momento de volver a chupar la sangre del pueblo impunemente. Me refiero al pueblo de los países orientales de Europa, porque en los occidentales siempre he chupado a placer. Y ahora, ya sin obstáculos, incluso ellos mismos invitan a chupar. Me pongo el sombrero de copa y voy para allá.
* * * * *
He llegado al lugar. Toda la tarde he estado limpiando en el hotel mi trompa succionadora. La he probado con el personal del hotel, funciona como nueva. Así que, a partir de mañana, ¡manos a la obra!
* * * * *
Querían que les comprase una central atómica, que no ha funcionado hasta ahora a causa de la falta de átomos. Me negué por lo mismo.
* * * * *
Recibí la propuesta de invertir en cooperativas agrícolas. Pedí más detalles. Me mostraron un hoyo y propusieron que depositara en él mi capital y ellos lo enterrarían.
* * * * *
La propuesta de invertir en telecomunicaciones: pregunté qué iba a sacar yo de eso y prometieron responderme por teléfono en cuanto yo se lo haya instalado.
* * * * *
No me encuentro demasiado bien. Fui al médico. Me diagnosticó catarro de trompa. Me aconseja cambiar de aires.
* * * * *
Iba a visitar una granja avícola donde se crían truchas, pero con la trompa la cosa va cada vez peor, acorto la estancia y vuelvo a casa.
* * * * *
Estoy en casa, pero sin mejora. Otra vez al médico. Inflamación aguda de la trompa a causa de una infección. Ordenó análisis.
* * * * *
El análisis resulta insuficiente, se trata de una misteriosa enfermedad, desconocida en Occidente. Me desaconsejan nuevos viajes al Este.
* * * * *
Me atengo a las recomendaciones del médico.
La metamorfosis
Este Kafka se habrá creído que sólo a él le ha ocurrido una cosa así. Hablo de Franz Kafka, el literato, ése que se convirtió en bicho y lo describió en una de sus obras. Vaya logro, convertirse en algo asqueroso puede hacerlo cualquiera, pero eso no es motivo suficiente para presumir de ello. Yo, por ejemplo, me convertí una vez en un lagarto y ni se me pasó por la cabeza contarlo. Ahora me arrepiento, porque este Kafka se hizo famoso y yo, en cambio, no mucho...
Lo que sí resulta más difícil es volver a convertirse después en persona. Contaré esta dificultad, aunque no espero que me traiga fama. No hay justicia en este mundo.
Resulta, pues, que fui un lagarto, tal vez no uno de esos que figuran en las clasificaciones oficiales, pero, sin duda, algún tipo de lagarto. Sólo el rabo ya era prueba de ello, por no mencionar otros detalles de mi encarnación de entonces. Mediría como dos metros de largo, era dentado y estaba cubierto de escamas. si hablo ante todo del rabo es porque era del rabo de lo que más difícil me resultaba deshacerse. Una vez ya logrado un aspecto logrado un aspecto humano visto de frente, seguía pareciendo un lagarto de perfil y por detrás.
Independientemente de su inoportunidad moral, el hecho de tener un rabo era fuente de constante incomodidad práctica. No podía cerrar la puerta detrás de mí como una persona normal, sin volverme hacia ésta. Al cruzar la calle siempre corría el riesgo de que un coche me lo aplastara. Entre la multitud siempre había alguien que me lo pisaba. Pero, sobre todo, sufría anímicamente, puesto que el rabo no era el último obstáculo en mi camino hacia la humanidad plena. Y no me hacía ninguna gracia cuando, en el zoológico, los cocodrilos me miraban con complicidad.
¿Qué hacer? Entendí que solo no conseguiría deshacerme del rabo y acudí a unos especialistas. Primero, a aquellos que afirman que la humanidad es cosa del alma. Tienes un alma, eres persona. No tienes, eres un lagarto, o, en el mejor de los casos, una vaca. Afirmamos que aunque tenía un alma, ésta no estaba completamente desarrollada. Durante un tiempo intentaron desarrollármela. Al parecer exageraron, ya que empezaron a salirme alas de ángel, mientras que al rabo, ni cosquillas. Aquéllas, unidas al rabo, daban al conjunto un aspecto todavía peor, así que abandoné el tratamiento.
Afortunadamente, no vivimos ya en la Edad Media y existe la alternativa laica. El lagarto, por lo visto, se había convertido en hombre gracias a una cultura mental, sin ninguna metafísica. Me suscribí, pues, a algunas revistas literarias y cada día medí el rabo por si menguaba. Sólo conseguí que comenzara a rizarse en espiral. En vez de un rabo sencillo y honrado, tenía ahora un rabo de lagarto en forma de sacacorchos.
Sería que lo de la cultura tampoco es cierto. Pero ¿para qué tenemos una teoría social? El hombre se convierte en hombre gracias a que vive en grupo, o sea en sociedad, colabora, mantiene una actividad pública. ¿Y qué más público que la política? Así que fundé mi propio partido político y me convertí en su líder. El rabo quedó como estaba, pero, en cambio, empezó a salirme un hocico de cerdo. Me retiré de la política.
Triste, acongojado, fui de nuevo al zoológico para volver a pensar en todo el asunto. Era un día entre semana, había pocos visitantes y podía contar con relativa soledad. Me detuve delante de la jaula de los lagartos, pero no me estaba destinado gozar de tranquilidad. Se me acercó un bedel, dio un par de vueltas, se deslizó la gorra del uniforme a un lado y se rascó la cabeza observándome.
—¿Usted va aquí? —preguntó finalmente, y añadió, señalando la jaula—: ¿O allí?
—¿Yo? Sólo pasaba por aquí un momento. Gracias. Ahora mismo salgo paseando.
Y abandoné el zoo.
Desde entonces pienso que Kafka se guardó algo, que no lo contó todo. Si se convirtió en bicho, es porque algo de eso tendría ya de antes, tal vez cuernos o tentáculos, algo de insecto quiero decir. Y tampoco me creo que se transformara en bicho completamente, es evidente que le quedó una mano humana con la que lo narró todo. No se puede llegar a nada de lo que no se haya empezado siendo, ni en un sentido ni en otro. Siempre, al principio, hay algo de lo que habrá al final, y da igual por qué lado se empiece y por qué lado se acabe.
Y, por cierto, los cocodrilos son más educados que las personas. Sólo miran, no hacen preguntas.
La metamorfosis
Este Kafka se habrá creído que sólo a él le ha ocurrido una cosa así. Hablo de Franz Kafka, el literato, ése que se convirtió en bicho y lo describió en una de sus obras. Vaya logro, convertirse en algo asqueroso puede hacerlo cualquiera, pero eso no es motivo suficiente para presumir de ello. Yo, por ejemplo, me convertí una vez en un lagarto y ni se me pasó por la cabeza contarlo. Ahora me arrepiento, porque este Kafka se hizo famoso y yo, en cambio, no mucho...
Lo que sí resulta más difícil es volver a convertirse después en persona. Contaré esta dificultad, aunque no espero que me traiga fama. No hay justicia en este mundo.
Resulta, pues, que fui un lagarto, tal vez no uno de esos que figuran en las clasificaciones oficiales, pero, sin duda, algún tipo de lagarto. Sólo el rabo ya era prueba de ello, por no mencionar otros detalles de mi encarnación de entonces. Mediría como dos metros de largo, era dentado y estaba cubierto de escamas. si hablo ante todo del rabo es porque era del rabo de lo que más difícil me resultaba deshacerse. Una vez ya logrado un aspecto logrado un aspecto humano visto de frente, seguía pareciendo un lagarto de perfil y por detrás.
Independientemente de su inoportunidad moral, el hecho de tener un rabo era fuente de constante incomodidad práctica. No podía cerrar la puerta detrás de mí como una persona normal, sin volverme hacia ésta. Al cruzar la calle siempre corría el riesgo de que un coche me lo aplastara. Entre la multitud siempre había alguien que me lo pisaba. Pero, sobre todo, sufría anímicamente, puesto que el rabo no era el último obstáculo en mi camino hacia la humanidad plena. Y no me hacía ninguna gracia cuando, en el zoológico, los cocodrilos me miraban con complicidad.
¿Qué hacer? Entendí que solo no conseguiría deshacerme del rabo y acudí a unos especialistas. Primero, a aquellos que afirman que la humanidad es cosa del alma. Tienes un alma, eres persona. No tienes, eres un lagarto, o, en el mejor de los casos, una vaca. Afirmamos que aunque tenía un alma, ésta no estaba completamente desarrollada. Durante un tiempo intentaron desarrollármela. Al parecer exageraron, ya que empezaron a salirme alas de ángel, mientras que al rabo, ni cosquillas. Aquéllas, unidas al rabo, daban al conjunto un aspecto todavía peor, así que abandoné el tratamiento.
Afortunadamente, no vivimos ya en la Edad Media y existe la alternativa laica. El lagarto, por lo visto, se había convertido en hombre gracias a una cultura mental, sin ninguna metafísica. Me suscribí, pues, a algunas revistas literarias y cada día medí el rabo por si menguaba. Sólo conseguí que comenzara a rizarse en espiral. En vez de un rabo sencillo y honrado, tenía ahora un rabo de lagarto en forma de sacacorchos.
Sería que lo de la cultura tampoco es cierto. Pero ¿para qué tenemos una teoría social? El hombre se convierte en hombre gracias a que vive en grupo, o sea en sociedad, colabora, mantiene una actividad pública. ¿Y qué más público que la política? Así que fundé mi propio partido político y me convertí en su líder. El rabo quedó como estaba, pero, en cambio, empezó a salirme un hocico de cerdo. Me retiré de la política.
Triste, acongojado, fui de nuevo al zoológico para volver a pensar en todo el asunto. Era un día entre semana, había pocos visitantes y podía contar con relativa soledad. Me detuve delante de la jaula de los lagartos, pero no me estaba destinado gozar de tranquilidad. Se me acercó un bedel, dio un par de vueltas, se deslizó la gorra del uniforme a un lado y se rascó la cabeza observándome.
—¿Usted va aquí? —preguntó finalmente, y añadió, señalando la jaula—: ¿O allí?
—¿Yo? Sólo pasaba por aquí un momento. Gracias. Ahora mismo salgo paseando.
Y abandoné el zoo.
Desde entonces pienso que Kafka se guardó algo, que no lo contó todo. Si se convirtió en bicho, es porque algo de eso tendría ya de antes, tal vez cuernos o tentáculos, algo de insecto quiero decir. Y tampoco me creo que se transformara en bicho completamente, es evidente que le quedó una mano humana con la que lo narró todo. No se puede llegar a nada de lo que no se haya empezado siendo, ni en un sentido ni en otro. Siempre, al principio, hay algo de lo que habrá al final, y da igual por qué lado se empiece y por qué lado se acabe.
Y, por cierto, los cocodrilos son más educados que las personas. Sólo miran, no hacen preguntas.
[Tomado de La mosca, Barcelona, Acantilado, 2005]
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