Niños pequeños, de Camilla Grudova

Camilla Grudova

Cuando se sentaron a desayunar y vieron que sólo había té y pepinillos blandurrios como babosas, el Abuelo dijo "Toda la comida está desapareciendo. Ya no hay pan, ni huevo, ni manzanas". 

Los niños no entendieron bien si es que no había más comida de verdad, o si lo que pasaba era que el Abuelo no podía pagarla. 

Vivían en un segundo piso, encima de una tienda que se llamaba Linóleos Miller. El Abuelo, que tenía un ojo enorme y otro minúsculo, y los cinco niños. Entre las dos ventanitas de la cocina, del lado que daba a la calle, había una tubería negra que emitía un ruido atronador cada vez que algún vecino tiraba de la cadena, se daba una ducha o abría el grifo del fregadero. El Abuelo odiaba esa tubería y la maldecía cada vez que hacía ruido, un ruido que no era culpa de la pobre tubería. La nieta mayor, Maureen, estaba enamorada de la tubería y se refería a ella como "George".

El Abuelo echaba todas las tardes recogiendo trozos arrancados de linóleo de los cubos de basura de la calle de atrás de la tienda. "Primeras calidades" decía siempre. Tenía el proyecto de recubrir el piso entero de linóleo, del suelo al techo, para que fuera más fácil de limpiar. 

"Sois una panda de guarros, hijos de mis hijos", decía. 


"Alguien tenía tanta hambre que entró anoche en el Museo de Ciencias y se comió todos los cerebros y los fetos y los pulmones de hace cien años y los pies cortados que había metidos en jarras. Al parecer dejó el suelo lleno de cristales al romper las jarras. Se bebió hasta el vinagre que había dentro para conservar los restos".

En la calle había muchas puertas tapiadas, incluidas las de la tienda de chucherías de enfrente, que se podía ver desde la ventana del salón. El Abuelo odiaba esa tienda porque la dueña, por la misma cantidad de chuches, cobraba más que en el supermercado. La tienda tenía un letrero morado y en el escaparate había una escultura rarísima, hecha de nubes de azúcar y gominolas, que llevaba tanto tiempo ahí que estaba llena de grietas y descolorida, aunque los niños seguían contemplándola con ganas de devorarla. Al menos cuando aún podían verla, antes de que tapiaran esa parte. 


Una noche, el Abuelo forzó la puerta de la tienda de chucherías y se coló dentro.

La dueña estaba muerta, tirada en el suelo. Eso les dijo el Abuelo a los niños más tarde. Hizo acopio de todas las chuches con las que podía cargar. Los niños tardaron menos de uan semana en ponerse malos de comer tanta azúcar. 

El Abuelo volvió a colarse en la tienda de chucherías, pero esa segunda vez sólo trajo  de esas que tienen forma de comida de verdad: huevos fritos, hamburguesas pequeñitas, pizzas, setas y cacahuetes que no saben nada parecido a un cacahuete. 

"Estamos hartos de chuches", decían todos.

"Echad salsas por encima, algo que sepa salado", respondía el Abuelo sentado a la mesa, mientras les acercaba un tarro de salsa de pepinillos. 

Tenía una colección de salsas inmensa, había pasado años trabajando en ella. Estaban todas perfectamente alineadas en los estantes de la cocina y en la parte de atrás de la nevera. Salsas de pescado, de especias, de cebolla, de tomates raros. 

"Todos estos caramelos están hechos de huesos fundidos, gelatina, así que nutritivos son un rato", insistía el Abuelo. Los niños mojaban los huevos fritos falsos en ketchup y hundían los gusanos de gominola en la salsa de pepinillos, antes de echarles sal y llevárselos a la boca. 

Trataron de esconder las chucherías en cualquier rincón de la casa, pero el Abuelo siempre las encontraba, cubiertas de polvo, y volvía a llevarlas a la cocina. 

Echaron las chucherías por el sumidero del lavabo, arrojaron otras tantas al váter, dando de comer a la tubería. Nada más tirar de la cadena, Maureen fue corriendo hasta la cocina para escuchar la digestión de George, asegurándose de que las pruebas del crimen habían desaparecido para siempre. 

Cuando el Abuelo se percató de sus planes, selló la taza del váter con pegamento y obligó a los niños a hacer sus necesidades en unas macetas. 


Los niños se acordaban a menudo de cuando el Abuelo los llevó a un restaurante de bufet libre en el que había un cartel que decía que era un bufet internacional con platos de todo el mundo, 5,99 por adulto y 1,99 por niño, Prohibido Llevarse Las Sobras A Casa.

"Comed más", les decía una y otra vez. Y, si alguno de los niños llegaba con un lato hasta arriba de patatas fritas. El Abuelo quería todas las cartas, aunque siempre decía que los jugadores de béisbol eran unas ratas de alcantarilla y estaba dispuesto a decírselo a la cara. Los niños vomitaron varias veces por comer demasiadas patatas fritas, el suelo estaba lleno de plastas de vómito que parecían puré de plátano. El Abuelo fregaba el suelo mientras negaba con la cabeza. 


Una noche los llevó a cenar a un restaurante y juró no volver a hacerlo jamás. 

Nada más sentarse vieron que encima de la mesa había un plato con un sándwich de pescado que alguien había dejado sin ni siquiera probarlo. 

"No se os ocurra tocar ese cochino sándwich", dijo el Abuelo.

Cuando vino, la camarera les preguntó: "¿Le pasa algo al sándwich? ¿No os lo coméis?"

"Ese sándwich no es nuestro, ya estaba en la mesa cuando llegamos", respondió el Abuelo. Todos los niños se daban cuenta de que, a pesar de su tono firme, estaba muerto de miedo ante la perspectiva de que la camarera le obligase a pagar por el sándwich. Le temblaban los labios al hablar. 

"Por favor, lléveselo, mi nieto el pequeño es alérgico al pescado", añadió, aunque era mentira. "Y traiga la carat, que todavía no la hemos visto".


Ahora, ese mismo restaurante está tapiado, y los niños se colaron dentro para ver si  el sándwich de pescado seguía en la mesa, pero no estaba, no había ni rastro de comida en todo el local, no quedaban ni los saleros.


Todos los colegios estaban cerrados. El Abuelo robó una calavera de plástico de una juguetería abandonada y decidió utilizarla para ayudares con su educación.

"Esto es lo que hay debajo de la piel y de los ojos", comentaba mientras les pasaba la calavera.

Maureen agarró la calavera cuando el resto dejaron de prestarle atención y se dedicó a besarla, para practicar. Le pintó los dientes de rosa con un pintalabios viejo porque no entendía que las calaveras de plástico no tienen labios. Cuando se cansó de besar a la calavera, su hermano el pequeño se llevó el juguete, lo atravesó con un boli de arriba abajo y la chupó hasta borrar el pintalabios por completo. 


El Abuelo, en su cruzada por educarlos, también los llevó a visitar tumbas. "En estas lápidas se respira historia", dijo.

Les contó que alguien había tenido la idea de abrir los ataúdes y reemplazar las tapas de madera con cristal para que la gente pudiera mirar dentro y ver cómo iba vestida la gente de antaño, pero el cristal se había ido convirtiendo en hierba y tierra con el paso del tiempo.

El Abuelo cavó un poco sobre una de las tumbas, pero el cristal seguía estando demasiado sucio para que los niños vieran lo que había dentro. "Al menos podéis leer las lápidas, que siempre llevan el nombre, las fechas y la causa de muerte", dijo.

Había lápidas con forma de ositos de peluche, una que era un Mickey Mouse y algunas con forma de cabezas de caballo. "Esas", dijo el Abuelo, "son en las que hay niños enterrados. Pero que no se os ocurra ningún plan, que no tengo dinero para pagar las lápidas de ese nivel". 

Pasaron por delante de una tumba que tenía tirados por encima cartoncillos vacíos de comida para llevar de un restaurante chino. Los cartones estaban empapados por la lluvia, en estado de descomposición, con insectos entrando y saliendo. "No toquéis eso, es para dar de comer a los muertos, hay gente a la que le parece buena idea", dijo el Abuelo. 

Uno de los niños agarró una bolsita de salsa de soja de dentro de uno de los cartones, la abrió y se la tomó cuando el Abuelo no estaba mirando. 

"Si veis una cabra comiéndose las flores de las tumbas, que sepáis que es el diablo", dijo el Abuelo. "No caga ni mea, sólo sangra por debajo de las piernas".

Uno de los niños se hizo para desayunar unos sándwiches con las piezas sueltas de linóleo que acumulaba el Abuelo porque le atraían mucho esos colores: marrón, blanco, rojo, amarillo... y se puso malo después de comérselos. Otro de los niños se acurrucó detrás de un sofá y se murió. Cuando los otros encontraron su cadáver, vieron que tenía todos los dientes en la palma de su mano izquierda, eran como piedras preciosas. 

Maureen y el segundo niño más mayor volvieron al cementerio con un montón de chupachups para tratar de encontrar al diablo, porque pensaron que le gustarían los caramelos, que eran dulces como las flores, pero no dieron con él. Los cartoncillos del restaurante chino ya no estaban. Pudieron comer algunas pipas de girasol y flores de las que crecían sobre las tumbas. Esparcieron los chupachups entre las lápidas y se marcharon a casa. A la pobre Maureen le dio mucha pena no haber visto la sangre correr por las piernas del diablo. 

Cuando llegaron a casa, sacaron las ceras y se pusieron a dibujar cabras sobres los suelos de linóleo y las paredes. El Abuelo les quitó las ceras y les pegó en el culo porque no consiguió borrar los dibujos. Durante la cena, los niños siguieron dibujando cabras sobres los platos utilizando ketchups y chupándolo antes de que el Abuelo se diera cuenta.

Esa misma noche, mientras estaban acostados en sus camas, del techo empezó a gotear sangre sobre sus colchas y sus frentes. 


Traducción de Jorge de Cascante.


[Tomado de El gran libro de Satán, Blackie Books, España, 2024.]

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