Vacaciones pagadas, de Enrique Serna
Ignoro en qué momento caí de su gracia. Algún rasgo de carácter -la manía de morder el cigarro, o tal vez mi risa nerviosa- debió predisponerlo en mi contra cuando le presenté mi nuevo proyecto de programa cómico, donde pensaba mantener el formato del anterior con nuevos personajes y un ritmo más ágil. Mientras luchaba por vencer mis tartamudeos, trataba de leer en su rostro el efecto de mis palabras, pero sólo alcanzaba a percibir una mirada neutra y una expresión aburrida. De vez en cuando se rascaba la tupida cabellera plateada, en un gesto que reflejaba impaciencia o hartazgo. El humo de su habano parecía interesarle más que mi charla.
-Tu programa no está mal -me interrumpió a media exposición, sin molestarse siquiera en abrir la carpeta que puse sobre su escritorio-, pero has estado cinco años al aire y la gente se puede cansar de ti. Quiero que te tomes unas vacaciones: vete a Europa o a donde quieras y en seis meses volvemos a platicar.
En la empresa nadie se atreve a discutir con don Gabriel, y yo no fui la excepción. Sólo atiné a pedir la renovación de mi contrato y un aumento de sueldo.
-Por eso no te preocupes -me acompañó a la puerta de su despacho-. Ya sabes que en asuntos de lana nunca le quedo mal a mi gente.
No me convenía salir del aire cuando estaba el candelero, pero el aumento de sueldo superó con creces las exigencias de mi ego. Llevé a Raquel a un largo crucero por el Caribe, pasamos unos días en Orlando con los niños y luego estuvimos dos semanas en Nueva York, en un departamento fabuloso de Madison Avenue que nos prestaron unos amigos. Allá compré los derechos de una comedia musical que me apresuré a montar en el Teatro Insurgentes, porque estaba acostumbrado al trabajo intenso y no soportaba los periodos de larga inactividad. La obra gustó mucho y me dejó buenas ganancias, pero hubiese ganado el doble si la gira por el interior no se hubiera interrumpido cuando me mandaron llamar de la empresa porque les urgía lanzar al aire mi nuevo programa.
Bendito sea Dios, pensé, al fin se dieron cuenta de lo que valgo. Ya habíamos grabado el piloto, tenía los libretos de las primeras ocho semanas y hasta di algunas entrevistas anunciando mi regreso a la televisión, cuando de buenas a primeras el departamento de producción canceló el programa sin razón alguna. En vano traté de hablar con don Gabriel: primero me dijeron que estaba en un safari en Kenia, después reposando en su yate. Cuando por fin regresó le pedí una cita a su secretaria y me la fue postergando semanas y meses, hasta agotar mi paciencia. Era increíble y absurdo: ¡el patrón me estaba castigando por haberle dado éxitos a la empresa!Indignado, le mandé una carta donde me quejaba amargamente por la actitud hostil de sus subalternos y le pedía explicaciones por la suspensión del programa. Al día siguiente recibí un telefonazo de Gerardo Alcántara, el vicepresidente administrativo, que me invitaba a comer al Suntory. Según Alcántara, el retiro de mi programa había sido un estupidez de Mijangos, el vicepresidente de producción, que en ausencia del jefe hacía y deshacía como si fuera el dueño de la empresa. Don Gabriel no me tenía en su lista negra, es más, apreciaba tanto mi trabajo que le había ordenado ofrecerme un contrato de exclusividad por tres años, con 100 mil dólares de sueldo mensual.
-Pues si me quiere tanto, ¿por qué me sacó del aire? -pregunté con recelo.
-Eso es cosa de él, ya sabes que don Gabriel es excéntrico -sonrió Alcántara-. ¿Pero a ti qué te importa? Brincos dieran muchos por cobrar ese dineral sin hacer nada.
El júbilo de Raquel cuando le enseñé mi nuevo contrato me convenció de que Alcántara tenía razón: allá don Gabriel si quería tirar su dinero. ¿De qué me quejaba si en ninguna parte ganaría tanto por estar rascándome la barriga? Hice girar el globo terráqueo y pedí a Raquel que señalara un país con los ojos cerrados. Por culpa de su índice recorrimos la India en un tour de tres semanas, con escalas en Bombay, Calcuta y Delhi. Me deprimió el contraste entre los fastuosos hoteles para extranjeros, decorados como el Taj Mahal, y el hedor de las calles atestadas de vendedores, donde los niños dormían a la intemperie en medio de las ratas. De vuelta en México, fatigados por el viaje, nos fuimos a descansar a nuestra casa de Cocoyoc. Llevaba dos días echado en la tumbona, leyendo los diarios entre cerveza y cerveza, cuando empecé a sentir la sangre lechosa, como si me estuviera pudriendo en vida. Vámonos a México, ya no aguanto el calor, le dije a Raquel. Ella prefirió quedarse toda la semana con los niños y tuve que volver solo en busca de distracciones. Tras una larga parranda con mi compadre Nazario -que siempre ha sido un actor segundón, pero tiene un harem de modelos que ya quisiéramos muchos famosos-, desperté con una cruda abismal y comprendí que debía trabajar en algo.
En cuanto mi representante comenzó a moverse, recibí ofertas para hacer cine, teatro y una temporada en centro nocturno. Elegí trabajar en el vodevil donde me ofrecían un buen porcentaje por las entradas. Pero mi abogado me advirtió que si trabajaba en el vodevil podía meterme en problemas legales, porque mi nuevo contrato de exclusividad me obligaba a pedir permiso para trabajar fuera de la empresa. Pedí una cita con Alcántara y le expuse mi situación. Contagiado por la soberbia de don Gabriel, como le sucede tarde o temprano a todos sus achichincles, Alcántara me negó la autorización para trabajar en el vodevil, con el argumento de que yo era un cómico para familias. Herido por su tono prepotente. di un puñetazo en el escritorio y lo amenacé con rescindir mi contrato.
-Atrévete -me retó- y te aviento a los abogados de la empresa.
Después de correrme otra juerga con mi compadre Nazario, en la que saqué del pecho toda mi rabia, pensé las cosas en frío y decidí aguantar vara, para no perjudicar a mi familia por una rabieta. Nada me costaba esperar dos años y medio a que terminara el contrato, y entonces sí mandarlos al carajo. Raquel estuvo de acuerdo conmigo y me ofreció su apoyo moral, pero al correr de los días empecé a notarla esquiva, gruñona, cansada de tenerme en casa. También a mí empezó a irritarme la vida hogareña. Antes de ser congelado, cuando grababa mi programa de lunes a viernes, tenía que salir al trabajo al rayar el alba, para llegar temprano a las pruebas de maquillaje, y no regresaba hasta la hora de comer, cuando Raquel ya estaba arreglada y vestida. Pero al compartir con ella la rutina diaria descubrí algunos defectos que me había ocultado, entre ellos su deplorable falta de higiene. Por descuido o pereza, Raquel esperaba hasta las tres de la tarde para darse un duchazo y en la mañana salía a dejar a los niños en bata y pantuflas, con el pelo grasiento recogido en una pañoleta. Harto de su desaliño, le pedí con buenos modos que se bañara más temprano, para no tenerla que ver chamagosa. Mi reclamo le hizo mella y durante una temporada venció su alergia al jabón, pero si alguna noche me iba de juerga, al otro día la encontraba con los pelos tiesos y el maquillaje corrido, en represalia por mi mala conducta. En un momento de ofuscación declaré a la prensa que la suciedad de Raquel había sido la causa principal de nuestro divorcio. No es verdad: sólo fue la gota que derramó el vaso. Nadie se divorcia por esas pequeñeces, ni yo le habría dado mayor importancia al asunto si mi neurosis no se hubiera sobrecalentado por la torturante carcoma del ocio.
En los meses anteriores a nuestro pleito definitivo, mi sensación de vacío alcanzó un nivel patológico. Todas las mañanas me sentaba a escribir el libreto de un espectáculo para cabaret que pensaba montar cuando expirara mi contrato, pero apenas borroneaba la primera frase me invadía la sensación de inutilidad. ¿Para qué me esforzaba en ser ingenioso? Dinero tenía a manos llenas sin necesidad de mover un dedo. El trabajo motiva cuando hay de por medio una recompensa, de lo contrario es una enajenación. Cierto: el libreto podía servirme como terapia, pero eso significaba reconocer que teniendo la felicidad a la mano, mis hábitos de esclavo me impedían disfrutar de mi tiempo libre. Me propuse entonces holgazanear sin conflictos de culpa, pero en mis largas horas de molicie -frente a la televisión o con una revista en las manos- inevitablemente recaía en la introspección, en el morboso hábito de hurgarme las vísceras. ¿Quién soy? ¿Para qué vine al mundo? ¿Por qué no puedo encontrarle gusto a la vida? Los filósofos no son los únicos que se hacen estas preguntas: también los vividores porfesionales. La diferencia es que nosotros no buscamos respuestas: sólo nutrimos con ellas nuestra indolencia, y a veces, bajo el efecto del alcohol o las drogas, llegamos a sentir que la pereza contemplativa es un sello de distinción.
Una tarde de lluvia, molesto porque mi compadre Nazario me había dejado plantado en el Mezzanote, descubrí con horror que desde varias semanas atrás la gente ya no me pedía autógrafos. Era natural; llevaba un buen rato sin aparecer en pantalla, y en esta profesión, el público rápidamente se olvida de ti. Pero en vez de minimizar el asunto, me lo tomé tan a pecho que pedí una botella de Chivas Regal para mí solo. Al décimo trago, contrariado por mis fallidos intentos de ligue, me dio por insultar a los yupis mamones de la mesa vecina, que pidieron auxilio al sacaborrachos.
Por consideración a mi fama, el mastodonte sólo me arrugó un poco el traje. Ignoro cómo pude manejar hasta mi casa en esas condiciones. Al despertar, mareado todavía por el coletazo del alcohol, me enfureció ver a Raquel con el cabello pringoso y las lagañas cuajadas en las pestañas.
-¡Cuántas veces te he dicho que te bañes temprano, con un carajo!
-¡Que se bañe tu abuela, pinche alcohólico putañero!
Me levanté de un salto y le apliqué una llave china y la llevé a rastras a la ducha, soportando sus arteros rasguños, que me dejaron un pentagrama en el antebrazo. El odio es un trance hipnótico del que siempre se despierta demasiado tarde. Le desgarré la bata como un violador, abrí el grifo y la obligué a tomar un baño de agua helada, frotándola sañudamente con el zacate. Además de brutal, mi castigo fue injusto, pues aquella mañana Raquel sí se había bañado, pero de eso no me enteré hasta el juicio de divorcio. Tampoco me di cuenta de que mis hijos presenciaron la escena y el mayor trató de evitarla. Pobrecito: debe pensar que su padre es un monstruo y quizá tenga razón. Por supuesto, Raquel se largó con los niños a casa de sus papás y desde entonces no me deja verlos.
Un hombre sin familia es como un buey desbarrancado. Si antes me frenaban un poco mis deberes conyugales, al quedarme solo no tuve ningún obstáculo para dedicarme de lleno a la golfería. Llevé la vida de don Juan playero que había soñado de joven, cuando era un pobre estudiante de teatro y alquilaba un mugroso cuarto de azotea en la colonia Doctores. Me instalé en Cancún, donde renté un departamento amueblado, y cada semana dormía con una mujer distinta, no tanto por mi fama de actor, cada vez más diluida, sino por el dinero que derrochaba en bares y discotecas. Mis noches eran muy agitadas, pero a cambio de ellas pasaba días angustiosos en los que no podía ni leer por el dolor de cabeza, y me quedaba encerrado en mi cuarto, viendo los videos de mis viejos programas con una nostalgia enfermiza. De la empresa no recibía ni una llamada, como si estuviera muerto. Pero eso sí: todos los meses cobraba puntualmente una cantidad muy superior a mi capacidad de autodestrucción, que me dejaba réditos fabulosos.
Cuando se venció el plazo del contrato había engordado quince kilos y empezaba a hablar solo de tanto cultivar mi neurosis. En un intento por salir del hoyo y recobrar la dignidad, entré en arreglos con el dueño de Tele Anáhuac, don Gregorio Silva, que me propuso conducir un programa de variedades. Las pláticas iban bien, pero cuando pasamos al tema de los dineros, Silva resultó un cuentachiles. Alegando que la gente ya no me recordaba por mi larga ausencia de la pantalla, me ofreció 300 mil dólares al año, un insulto para un actor con mi trayectoria. Llegada la fecha de renovar mi contrato, Alcántara me informó que don Gabriel había ordenado aumentarme la mensualidad a 200 mil dólares. Al parecer se había enterado de que estaba en tratos con la competencia, y quería retenerme a como diera lugar. Entre devaluar mi trabajo y ser un holgazán bien pagado elegí lo segundo, a sabiendas de que don Gabriel me tenía vetado. Mi compadre Nazario dice que los actores tenemos el alma de putas, porque perdemos hasta el amor propio cuando está de por medio el dinero. Es verdad: pero a Nazario también le gusta la lana y apuesto a que en mi lugar habría hecho lo mismo.
Para matar el tiempo me dediqué a jugar póquer. Tal vez deseaba inconscientemente dilapidar mi fortuna, para que la necesidad me obligara a hacer algo de provecho, pero ganaba de todas todas y en el peor de los casos salía a mano, como si tuviera pacto con el diablo. Viajé por los rincones más exóticos del planeta, me hice la liposucción, compré acciones en un club de golf al que nunca iba. Antes era amable y solícito con la gente humilde, ahora la trataba con prepotencia. En el Club Med detestaba por igual a los meseros que no acudían pronto a mi llamado como a los que me atendían con demasiado solicitud. Muy pocos atinaban a servirme con la lejana eficiencia que yo exigía. Me volví hipocondriaco, misógino, alérgico a los mariscos y desarrollé extrañas manías, como la de atesorar mis uñas en una preciosa caja de sándalo que tenía grabadas mis iniciales. Como empezaba a beber desde temprano, a las ocho de la noche me dormía en el estudio con un jaibol en la mano y despertaba sediento a las tres o cuatro de la mañana. Resignado al insomnio, hojeaba mis recortes de prensa o me ponía a recitar frente al espejo el monólogo de Segismundo de La vida es sueño. En vez de actor había pasado a ser espectador de mi propia vida, un testigo que observaba el derrumbe de su doble pero no hacía nada por evitarlo.
De mi fama sólo quedaban cenizas y los columnistas de espectáculos propagaron el rumor de que me había retirado. No los desmentí, porque me daba vergüenza admitir en público que estaba contratado para no trabajar. Algunas veces, pasado de copas, traté de hablar por teléfono con don Gabriel, pero su secretaria siempre me lo negó, prevenida quizá por mis balbuceos de borracho. Ya no era una estrella codiciable para la competencia y sin embargo la empresa volvió a renovarme el contrato por tres años más. Las razones de don Gabriel me intrigaban: ¿quería darme una plaza de aviador a perpetuidad, o la nueva prórroga era un error atribuible a la maquinaria burocrática de la empresa?
Como informaron los diarios amarillistas, a finales del años pasado perdí la patria potestad de mis hijos por haberme liado a puñetazos con el director de su escuela, un cretino que no me permitió recogerlos a la salida de clases, por instrucciones expresas de mi mujer. Caí en una depresión tan honda que ordenaba mi comida por teléfono a los restaurantes de las Lomas y sólo salía a la calle para conectar coca. Por esas fechas comenzó la oleada de secuestros y asaltos en las colonias residenciales. Contagiado por la paranoia de mis vecinos, mandé instalar un equipo de video para observar desde mi recámara el zaguán de la casa. Tenía una sirvienta oaxaqueña, Camerina, que guisaba muy sabroso y trataba a mis putitas como si fueran señoras decentes. Era honrada y trabajadora, pero me daba mala espina que enfrente de mí hablara por teléfono en zapoteco. ¿Estaría poniéndose de acuerdo con los secuestradores? ¿Por qué diablos no hablaba en cristiano? Como medida preventiva la corrí de la casa con una buena indemnización, sin darle mayores explicaciones. Durante varios meses no pude conseguir otra sirvienta: las que acudían a mis anuncios en el periódico se asustaban al verme tirado en la sala, entre botellas y ceniceros repletos de colillas, con la barba crecida, la mirada turbia y el rostro abotagado por el alcohol. Camerina era la encargada de sacar a pasear a Thor, mi pastor alemán. Yo no podía hacerlo por razones de seguridad -según las estadísticas, cuatro de cada diez secuestros se cometen cuando el dueño de una mascota la saca al parque- y como nadie se ocupaba del perro, sus heces fecales se empezaron a amontonar en el patio trasero. Más que el hedor y los moscos, me molestaba oír los lastimeros aullidos de Thor y verlo dar vueltas en círculo, pisoteando su propia mierda.
Preocupado por mi salud mental, Nazario me hablaba dos o tres veces por semana, siempre alegre y bromista. Un día me invitó al estreno de una comedia de Carballido en el teatro Juan Ruiz de Alarcón, donde él interpretaba un papel secundario. Antes de salir me tomé dos lexotanes con whisky, porque me ponía muy tenso ver a la gente de la farándula y soportar sus preguntas de doble filo: ¿De veras te retiraste? ¿Por qué ya no trabajas? ¿Es cierto que eres multimillonario? Cuando se abrió el telón tuve ganas de estar con mi compadre en el escenario haciendo reír a la gente. Repetí en voz baja los diálogos de todos los actores, corrigiendo en la mente sus inflexiones de voz, y a la hora de los aplausos, por acto reflejo, incliné la cabeza en señal de agradecimiento.
No quise quedarme al coctel por temor a mi agresividad etílica. Sin responder saludos salí del teatro y me subí a mi nuevo Mercedes color platino, con vidrios blindados a prueba de bazukazos. En medio de un aguacero tomé la carretera al Ajusco. No iba a ninguna parte, sólo quería retrasar el regreso a casa. Metido en mi piel, Thor me ordenaba correr sin cadenas, saltar la reja del patio trasero para escapar del olor a excremento. En un rápido montaje de evocaciones, recordé las ceremonias en que había sido premiado por críticos y periodistas, mis giras triunfales por Sudamérica, las carcajadas del staff cuando improvisaba un chiste fuera del libreto. Había perdido mi eje de rotación, la energía espiritual para oponerme a la ley de la inercia. No sé si fue un descuido o un fugaz coqueteo con la muerte, pero al ver las luces del tráiler que venía rebasando en curva tardé una fracción de segundo en girar el volante. Cuando recobré las ganas de vivir ya iba dando tumbos hacia un precipicio.
Desde entonces me han hecho cuatro operaciones en la espina dorsal y todavía no puedo mover las piernas. Llevo seis meses internado en una clínica de Houston y no tengo para cuando salir. Los médicos me aseguran que podré caminar con muletas, pero yo estoy resignado a la parálisis, porque no tengo voluntad para hacer ejercicios ni levantar pesas con el empeine. Todos mis gastos corren por cuenta de la empresa, que ahora me dedica compasivos reportajes en sus noticieros. A buena hora se acuerdan de mí. Por lo menos he resuelto el misterio de mis contratos, pues al fin tuve una entrevista con mi ambiguo benefactor. La semana pasado los noticieros anunciaron que don Gabriel padecía un cáncer pulmonar avanzado y estaba internado en este mismo sanatorio. Averigüé su número de cuarto en la recepción y a la hora de mi paseo en silla de ruedas pedí a la enfermera que me llevara al noveno piso, donde están las habitaciones de lujo, ocupadas por magnates petroleros, jeques árabes y presidentes de repúblicas bananeras. Nadie me impidió el paso a su cuarto. Era lógico: a las puertas de la muerte, los guaruras ya no sirven de mucho. Con la tez amarillenta y los brazos reducidos a hilachos, don Gabriel apenas podía respirar con ayuda de un aparato que le sacaba las flemas. Las radiaciones habían arrasado su magnífica melena plateada. Conservaba, sin embargo, la mirada de halcón que siempre me hizo tartamudear ante su presencia. Al reconocerme no mostró sorpresa, como si adivinara el viejo reproche que tenía enquistado en el alma. Inclinándome en la silla le murmuré al oído:
-¿Por qué me dio unas vacaciones tan largas?
-Quería que te sintieras como yo -don Gabriel soltó una risilla amarga-. Siempre le tuve envidia a la clase trabajadora.
En los meses anteriores a nuestro pleito definitivo, mi sensación de vacío alcanzó un nivel patológico. Todas las mañanas me sentaba a escribir el libreto de un espectáculo para cabaret que pensaba montar cuando expirara mi contrato, pero apenas borroneaba la primera frase me invadía la sensación de inutilidad. ¿Para qué me esforzaba en ser ingenioso? Dinero tenía a manos llenas sin necesidad de mover un dedo. El trabajo motiva cuando hay de por medio una recompensa, de lo contrario es una enajenación. Cierto: el libreto podía servirme como terapia, pero eso significaba reconocer que teniendo la felicidad a la mano, mis hábitos de esclavo me impedían disfrutar de mi tiempo libre. Me propuse entonces holgazanear sin conflictos de culpa, pero en mis largas horas de molicie -frente a la televisión o con una revista en las manos- inevitablemente recaía en la introspección, en el morboso hábito de hurgarme las vísceras. ¿Quién soy? ¿Para qué vine al mundo? ¿Por qué no puedo encontrarle gusto a la vida? Los filósofos no son los únicos que se hacen estas preguntas: también los vividores porfesionales. La diferencia es que nosotros no buscamos respuestas: sólo nutrimos con ellas nuestra indolencia, y a veces, bajo el efecto del alcohol o las drogas, llegamos a sentir que la pereza contemplativa es un sello de distinción.
Una tarde de lluvia, molesto porque mi compadre Nazario me había dejado plantado en el Mezzanote, descubrí con horror que desde varias semanas atrás la gente ya no me pedía autógrafos. Era natural; llevaba un buen rato sin aparecer en pantalla, y en esta profesión, el público rápidamente se olvida de ti. Pero en vez de minimizar el asunto, me lo tomé tan a pecho que pedí una botella de Chivas Regal para mí solo. Al décimo trago, contrariado por mis fallidos intentos de ligue, me dio por insultar a los yupis mamones de la mesa vecina, que pidieron auxilio al sacaborrachos.
Por consideración a mi fama, el mastodonte sólo me arrugó un poco el traje. Ignoro cómo pude manejar hasta mi casa en esas condiciones. Al despertar, mareado todavía por el coletazo del alcohol, me enfureció ver a Raquel con el cabello pringoso y las lagañas cuajadas en las pestañas.
-¡Cuántas veces te he dicho que te bañes temprano, con un carajo!
-¡Que se bañe tu abuela, pinche alcohólico putañero!
Me levanté de un salto y le apliqué una llave china y la llevé a rastras a la ducha, soportando sus arteros rasguños, que me dejaron un pentagrama en el antebrazo. El odio es un trance hipnótico del que siempre se despierta demasiado tarde. Le desgarré la bata como un violador, abrí el grifo y la obligué a tomar un baño de agua helada, frotándola sañudamente con el zacate. Además de brutal, mi castigo fue injusto, pues aquella mañana Raquel sí se había bañado, pero de eso no me enteré hasta el juicio de divorcio. Tampoco me di cuenta de que mis hijos presenciaron la escena y el mayor trató de evitarla. Pobrecito: debe pensar que su padre es un monstruo y quizá tenga razón. Por supuesto, Raquel se largó con los niños a casa de sus papás y desde entonces no me deja verlos.
Un hombre sin familia es como un buey desbarrancado. Si antes me frenaban un poco mis deberes conyugales, al quedarme solo no tuve ningún obstáculo para dedicarme de lleno a la golfería. Llevé la vida de don Juan playero que había soñado de joven, cuando era un pobre estudiante de teatro y alquilaba un mugroso cuarto de azotea en la colonia Doctores. Me instalé en Cancún, donde renté un departamento amueblado, y cada semana dormía con una mujer distinta, no tanto por mi fama de actor, cada vez más diluida, sino por el dinero que derrochaba en bares y discotecas. Mis noches eran muy agitadas, pero a cambio de ellas pasaba días angustiosos en los que no podía ni leer por el dolor de cabeza, y me quedaba encerrado en mi cuarto, viendo los videos de mis viejos programas con una nostalgia enfermiza. De la empresa no recibía ni una llamada, como si estuviera muerto. Pero eso sí: todos los meses cobraba puntualmente una cantidad muy superior a mi capacidad de autodestrucción, que me dejaba réditos fabulosos.
Cuando se venció el plazo del contrato había engordado quince kilos y empezaba a hablar solo de tanto cultivar mi neurosis. En un intento por salir del hoyo y recobrar la dignidad, entré en arreglos con el dueño de Tele Anáhuac, don Gregorio Silva, que me propuso conducir un programa de variedades. Las pláticas iban bien, pero cuando pasamos al tema de los dineros, Silva resultó un cuentachiles. Alegando que la gente ya no me recordaba por mi larga ausencia de la pantalla, me ofreció 300 mil dólares al año, un insulto para un actor con mi trayectoria. Llegada la fecha de renovar mi contrato, Alcántara me informó que don Gabriel había ordenado aumentarme la mensualidad a 200 mil dólares. Al parecer se había enterado de que estaba en tratos con la competencia, y quería retenerme a como diera lugar. Entre devaluar mi trabajo y ser un holgazán bien pagado elegí lo segundo, a sabiendas de que don Gabriel me tenía vetado. Mi compadre Nazario dice que los actores tenemos el alma de putas, porque perdemos hasta el amor propio cuando está de por medio el dinero. Es verdad: pero a Nazario también le gusta la lana y apuesto a que en mi lugar habría hecho lo mismo.
Para matar el tiempo me dediqué a jugar póquer. Tal vez deseaba inconscientemente dilapidar mi fortuna, para que la necesidad me obligara a hacer algo de provecho, pero ganaba de todas todas y en el peor de los casos salía a mano, como si tuviera pacto con el diablo. Viajé por los rincones más exóticos del planeta, me hice la liposucción, compré acciones en un club de golf al que nunca iba. Antes era amable y solícito con la gente humilde, ahora la trataba con prepotencia. En el Club Med detestaba por igual a los meseros que no acudían pronto a mi llamado como a los que me atendían con demasiado solicitud. Muy pocos atinaban a servirme con la lejana eficiencia que yo exigía. Me volví hipocondriaco, misógino, alérgico a los mariscos y desarrollé extrañas manías, como la de atesorar mis uñas en una preciosa caja de sándalo que tenía grabadas mis iniciales. Como empezaba a beber desde temprano, a las ocho de la noche me dormía en el estudio con un jaibol en la mano y despertaba sediento a las tres o cuatro de la mañana. Resignado al insomnio, hojeaba mis recortes de prensa o me ponía a recitar frente al espejo el monólogo de Segismundo de La vida es sueño. En vez de actor había pasado a ser espectador de mi propia vida, un testigo que observaba el derrumbe de su doble pero no hacía nada por evitarlo.
De mi fama sólo quedaban cenizas y los columnistas de espectáculos propagaron el rumor de que me había retirado. No los desmentí, porque me daba vergüenza admitir en público que estaba contratado para no trabajar. Algunas veces, pasado de copas, traté de hablar por teléfono con don Gabriel, pero su secretaria siempre me lo negó, prevenida quizá por mis balbuceos de borracho. Ya no era una estrella codiciable para la competencia y sin embargo la empresa volvió a renovarme el contrato por tres años más. Las razones de don Gabriel me intrigaban: ¿quería darme una plaza de aviador a perpetuidad, o la nueva prórroga era un error atribuible a la maquinaria burocrática de la empresa?
Como informaron los diarios amarillistas, a finales del años pasado perdí la patria potestad de mis hijos por haberme liado a puñetazos con el director de su escuela, un cretino que no me permitió recogerlos a la salida de clases, por instrucciones expresas de mi mujer. Caí en una depresión tan honda que ordenaba mi comida por teléfono a los restaurantes de las Lomas y sólo salía a la calle para conectar coca. Por esas fechas comenzó la oleada de secuestros y asaltos en las colonias residenciales. Contagiado por la paranoia de mis vecinos, mandé instalar un equipo de video para observar desde mi recámara el zaguán de la casa. Tenía una sirvienta oaxaqueña, Camerina, que guisaba muy sabroso y trataba a mis putitas como si fueran señoras decentes. Era honrada y trabajadora, pero me daba mala espina que enfrente de mí hablara por teléfono en zapoteco. ¿Estaría poniéndose de acuerdo con los secuestradores? ¿Por qué diablos no hablaba en cristiano? Como medida preventiva la corrí de la casa con una buena indemnización, sin darle mayores explicaciones. Durante varios meses no pude conseguir otra sirvienta: las que acudían a mis anuncios en el periódico se asustaban al verme tirado en la sala, entre botellas y ceniceros repletos de colillas, con la barba crecida, la mirada turbia y el rostro abotagado por el alcohol. Camerina era la encargada de sacar a pasear a Thor, mi pastor alemán. Yo no podía hacerlo por razones de seguridad -según las estadísticas, cuatro de cada diez secuestros se cometen cuando el dueño de una mascota la saca al parque- y como nadie se ocupaba del perro, sus heces fecales se empezaron a amontonar en el patio trasero. Más que el hedor y los moscos, me molestaba oír los lastimeros aullidos de Thor y verlo dar vueltas en círculo, pisoteando su propia mierda.
Preocupado por mi salud mental, Nazario me hablaba dos o tres veces por semana, siempre alegre y bromista. Un día me invitó al estreno de una comedia de Carballido en el teatro Juan Ruiz de Alarcón, donde él interpretaba un papel secundario. Antes de salir me tomé dos lexotanes con whisky, porque me ponía muy tenso ver a la gente de la farándula y soportar sus preguntas de doble filo: ¿De veras te retiraste? ¿Por qué ya no trabajas? ¿Es cierto que eres multimillonario? Cuando se abrió el telón tuve ganas de estar con mi compadre en el escenario haciendo reír a la gente. Repetí en voz baja los diálogos de todos los actores, corrigiendo en la mente sus inflexiones de voz, y a la hora de los aplausos, por acto reflejo, incliné la cabeza en señal de agradecimiento.
No quise quedarme al coctel por temor a mi agresividad etílica. Sin responder saludos salí del teatro y me subí a mi nuevo Mercedes color platino, con vidrios blindados a prueba de bazukazos. En medio de un aguacero tomé la carretera al Ajusco. No iba a ninguna parte, sólo quería retrasar el regreso a casa. Metido en mi piel, Thor me ordenaba correr sin cadenas, saltar la reja del patio trasero para escapar del olor a excremento. En un rápido montaje de evocaciones, recordé las ceremonias en que había sido premiado por críticos y periodistas, mis giras triunfales por Sudamérica, las carcajadas del staff cuando improvisaba un chiste fuera del libreto. Había perdido mi eje de rotación, la energía espiritual para oponerme a la ley de la inercia. No sé si fue un descuido o un fugaz coqueteo con la muerte, pero al ver las luces del tráiler que venía rebasando en curva tardé una fracción de segundo en girar el volante. Cuando recobré las ganas de vivir ya iba dando tumbos hacia un precipicio.
Desde entonces me han hecho cuatro operaciones en la espina dorsal y todavía no puedo mover las piernas. Llevo seis meses internado en una clínica de Houston y no tengo para cuando salir. Los médicos me aseguran que podré caminar con muletas, pero yo estoy resignado a la parálisis, porque no tengo voluntad para hacer ejercicios ni levantar pesas con el empeine. Todos mis gastos corren por cuenta de la empresa, que ahora me dedica compasivos reportajes en sus noticieros. A buena hora se acuerdan de mí. Por lo menos he resuelto el misterio de mis contratos, pues al fin tuve una entrevista con mi ambiguo benefactor. La semana pasado los noticieros anunciaron que don Gabriel padecía un cáncer pulmonar avanzado y estaba internado en este mismo sanatorio. Averigüé su número de cuarto en la recepción y a la hora de mi paseo en silla de ruedas pedí a la enfermera que me llevara al noveno piso, donde están las habitaciones de lujo, ocupadas por magnates petroleros, jeques árabes y presidentes de repúblicas bananeras. Nadie me impidió el paso a su cuarto. Era lógico: a las puertas de la muerte, los guaruras ya no sirven de mucho. Con la tez amarillenta y los brazos reducidos a hilachos, don Gabriel apenas podía respirar con ayuda de un aparato que le sacaba las flemas. Las radiaciones habían arrasado su magnífica melena plateada. Conservaba, sin embargo, la mirada de halcón que siempre me hizo tartamudear ante su presencia. Al reconocerme no mostró sorpresa, como si adivinara el viejo reproche que tenía enquistado en el alma. Inclinándome en la silla le murmuré al oído:
-¿Por qué me dio unas vacaciones tan largas?
-Quería que te sintieras como yo -don Gabriel soltó una risilla amarga-. Siempre le tuve envidia a la clase trabajadora.
[ Tomado de El orgasmógrafo, Seix Barral, México, 2010].
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