Cuando el mundo aún llevaba un gorro de bufón, Cees Noteboom
Cees Noteboom
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—¿Y cómo llego hasta allí?
—Si zarpas de esta bahía al rayar el alba y navegas rumbo a
la luz del sol naciente, siguiendo la línea de la costa, perderás de vista, al
poco, nuestro puerto. No te confundas: la montaña que ves al fondo de las
colinas no viene hacia ti de verdad. No te alejes de la costa y déjate guiar
por el viento que en esta época del año suele soplar desde el sur. En un
momento dado llegarás a las rocas, que te parecerán un rebaño apiñado de
bueyes. Una vez allí te diriges a...
Con estas palabras debió presentarse el primer mapa.
El segundo fue dibujado en la arena o grabado en la roca.
—No lo entiendo.
—Te lo dibujo.
Claro que esto no ocurrió de verdad, o tal vez sí. Una
línea irregular trazada con un palo sobre la arena húmeda y palabras junto al
dibujo, palabras que representaba acantilados, estrellas, arrecifes,
fondeaderos, corrientes, que hablaban de lo que podía significar el
comportamiento de los pájaros, de lo que el color del agua indicaba sobre la
proximidad de un río, palabras repetidas siglo tras siglo en puertos y barcos.
Acompañaban la azarosa aventura de hombres que se alejaban cada vez más de sus
costas, que navegaban rumbo al agujero negro de lo desconocido y que
regresaban, si es que regresaban, con nuevos mapas lingüísticos, escritos en el
libro de su memoria. El cálculo de la distancia, el temible viento huracanado,
la posición de las estrellas eternas, el consuelo de un día cálido y el ciclón
devastador..., tan expresivos son esos mapas transmitidos por la vía oral que
hasta el día de hoy los practicantes de vela pueden seguir con ellos el rastro
de los viajes de Ulises. El mundo aún no estaba atrapado en la telaraña de
grados de longitud y latitud, constreñido entre las líneas, finísimas y rectas,
que recorrían los imprevisibles mares con el rigor de la geometría. Allá donde
la costa se hacía invisible, donde la infinitud de los cielos se reflejaba en
la infinitud del mar, empezaba el territorio donde uno podía caerse del mundo,
un espacio vacío que aún nadie había alcanzado. Hace unos cuantos años visité
el punto occidental extremo de la isla de El Hierro, la isla más occidental del
archipiélago canario, el punto más lejano del mundo conocido hasta que Colón se
adentró en la infinitud en busca de Asia. Los españoles, con gran efectismo,
hincaron en este lugar una enorme cruz, y, el día en que estuve allí, la
naturaleza colaboró dibujando una puesta de sol teñida de sangre y un cuervo
posado sobre el brazo derecho de la cruz. A lo lejos navegaba una barquita de
pescadores, y me embargó, recuerdo, un vago sentimiento de turbación, tal vez
causado por aquella barca diminuta en aquel vacío inmenso, tal vez también
porque fue aquí, en estas islas, donde Colón zarpó hacia lo desconocido. Por
aquel entonces al mundo le faltaba media cara. Cien años después, un artista y
cartógrafo desconocido fue capaz de dibujar el mundo en forma de una cara
embutida en un gorro de bufón, una cara que todavía hoy reconocemos. Para
Colón, sin embargo, la otra mitad de la cara aún estaba vacía. La isla de El
Hierro, que alguna vez debió de localizarse justo encima de la línea
perpendicular equidistante de los dos cascabeles del gorro del bufón, estaba,
por aquel entonces, situada en el extremo de la mitad izquierda de su mapa. Al
lado del mapa tuvo que haber un compás, una regla, una brújula, y, fuera, el
mar, cuya carta aún no había sido trazada y que, por tanto, en la carta
portulana de 1339 del mallorquín Angelino Ducert (Dolcetti), aparece todavía
como una llanura de pergamino, parda y vacía. Ahí, donde el mapa se acaba, se cortan
también las líneas loxodrómicas, que,, con la impasibilidad de las ciencias
puras, parecen impacientes por adentrarse en ese oscuro territorio de historias
y leyendas. Existe una correspondencia entre la emoción que me embargó en ese
punto físico del espacio en que me encontraba entonces y lo que sentí ante la
imagen de aquel mapa tan primitivo, en el que el mundo resulta apenas tan
reconocible. Los países nórdicos parecen ocultos en una niebla de misterio,
como si desde las fragmentarias noticias de Estrabón y Tácitosobre estos
territorios no se hubiera llegado mucho más lejos. Las costas de Italia y e
España sí son reconocibles como forma,
pero en la reproducción que tengo yo del mapa se necesita una lupa para
reconocer los nombres, escritos en filigrana, que bordean dichas costas. El mar
Rojo es rojo como la sangre, el Rin fluye desde Bohemia hacia el oeste, al lado
de Nubia hay un elefante blanco... Para abarcarlo todo hay que darle la vuelta
al mapa. Los nombres están invertidos los unos respecto a los otros, como si el
cartógrafo hubiera querido expresar con ese triángulo la esfericidad de la
tierra. Ciento cincuenta años después, un mapa genovés, con el emperador de
China bocabajo debajo del rostro de lo que tal vez es el Viento del Norte, convierte
al mundo en un óvalo plagado de animales mitológicos, edificaciones, monstruos
submarinos, reyes y enigmáticos textos, pero, al mismo tiempo, este mundo
representado de un modo tan irreconocible está rodeado de un océano cuya
hipotética inmensidad ofrecía la posibilidad de navegar vía el oeste hacia
Asia. Cuarenta años después, Colón realizaría esta travesía y, por el camino,
se toparía con América.
Borges, en uno de sus relatos, nos sorprende con la
vertiginosa idea de un mapa tan desmesurado que coincide con el tamaño del
propio país. Pero, dado que la gente de ese país donde se desarrolla la
historia descubre que un mapa de esa naturaleza resulta inútil, es expuesto a
la "inclemencias del Sol y de los Inviernos". Al cabo de un tiempo,
no quedan del mapa sino "despedazadas ruinas, habitadas por animales y por
Mendigos". Y sin embargo, tras esa forma suprema de locura se atisba una
pregunta fundamental: ¿hasta qué punto puede un mapa del mundo o de un
territorio representar la realidad? Por lo que respecta a aquellos maravillosos
mapas antiguos de los primeros grandes cartógrafos, conocemos hoy la
decepcionante respuesta. Los continentes tenían en realidad otras formas; los
animales mitológicos que emergían del mar o vagaban por los desiertos no existían;
el mundo era un cuento, una fábula, una ilusión que en cada mapa se tornaba más
real, y por tanto, diferente. Y, sin embargo, la ilusión de la falacia nunca
desaparece del todo. Cuando yo era niño, colgaba en mi escuela un mapa de las
Indias Neerlandesas Orientales. La zona neerlandesa de Borneo, hoy Kalimantan,
estaba coloreada por un verde oscuro, y recuerdo que, años después, mientras mi
avión se disponía a aterrizar en la selva idénticamente verde, tuve la
impresión de que aquel antiguo mapa escolar, cuyo tamaño aumentaba a gran
velocidad, se me echaba encima, hasta que, una vez en tierra, su extensión
acabó por coincidir literalmente con la del mundo. Todo cuadraba; al fin y al
cabo éste es el siglo XX. Nada se había abandonado al azar o a la fantasía. Con
todo, la humanidad siempre sentirá nostalgia por aquellos tiempos en que los
mapas eran obras pictóricas aderezadas de emperadores, grifos y unicornios,
unos mapas en que las rosas de los vientos florecía en mares aún vírgenes;
tiempos aquellos en los que cada barco arribaba a puerto con una carta náutica
diferente de la que disponía al zarpar, en los que los misterios solían ser
durante mucho tiempo más grandes que su revelación, y en los que el mundo aún
podía ir ataviado con un gorro de bufón.
[1998]
Traducción del neerlandés de Isabel-Clara Lorda Vidal
[Tomado de Hotel Nómada, México, DEBOLS!LLO-Ediciones Siruela, 2008]
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