El cuerpo infeliz, de Lord Dunsany

- ¿Por qué no bailas y te solazas como nosotros? -le decían a cierto cuerpo. Y el cuerpo confesó su tribulación. Dijo:

- Estoy unido a un alma feroz y violenta que es sobremanera tiránica y no me deja reposo, y me arrastra fuera de las danzas de los míos para hacerme trabajar en su detestable obra, y no me deja hacer las cosas menudas que complacerían a la gente que amo, sino que sólo cuida de agradar a la posteridad cuando haya concluido conmigo entregándome a los gusanos; y entre tanto, hace absurdas demandas de afecto a los que están cerca de mí, y es demasiado orgullosa para apreciarlo cuando se le da menos de lo que pide, así que aquellos que serían bondadosos para mí me odian.

Y el cuerpo infeliz rompió a llorar.

Y le dijeron:

- Ningún cuerpo sensible se cuida de su alma. Un alma es poca cosa y no ha de gobernar a un cuerpo. Tú debes beber y fumar hasta que dejes de afligirte.

Pero el cuerpo no hacía más que llorar y decir:

- La mía es un alma espantosa. La he arrojado fuera de mí un rato con la bebida. Mas pronto volverá. ¡Ay, pronto volverá!

Y el cuerpo fuese a acostar anhelando reposo, porque estaba adormilado por la bebida. Mas cuando el sueño se le acercaba, levantó los ojos, y allí estaba su alma sentada en el alféizar de la ventana, como nebulosa llama de luz, mirando a la calle.

- Ven -dijo aquella alma tirana -y mira la calle.

- Necesito dormir -dijo el cuerpo.

- Pero la calle es una bella cosa -dijo el alma con vehemencia -. Cien personas están soñando en ella.

- Estoy enfermo por falta de descanso -dijo el cuerpo.

- No importa -dijo el alma-. Hay millones como tú en la tierra, y millones y millones que vendrán. Los sueños de la gente vagan a campo traviesa; cruzan mares y montañas de maravilla, guiándose por sus almas en los intrincados pasos; vienen a los templos de oro que resuenan con miles de campanas; suben empinadas calles que alumbran farolillos de papel, donde las puertas son verdes y pequeñas; conocen el camino de las cámaras de los hechiceros y de los castillos encantados; saben el hechizo que los atrae a las calzadas a través de las montañas de marfil. Si miran a un lado y hacia abajo, contemplan los campos de juventud, y al otro se extienden las radiantes planicies del futuro. Levántate y escribe lo que sueña la gente.

- ¿Qué recompensa hay para mí -preguntó el cuerpo- si escribo lo que me pides?

- No hay recompensa ninguna -dijo el alma.

- Entonces voy a dormir -dijo el cuerpo.

Y el alma empezó a susurrar una perezosa canción que cantara un joven en una tierra fabulosa al pasar por una ciudad de oro (que guardaban fieros centinelas), y sabía que su mujer estaba en ella, aunque no era todavía más que una niña, y sabía por la profecías que feroces guerras aún no empeñadas en lejanas e ignoradas montañas habrían de rodar sobre él con su polvo y su sed antes de volver de nuevo a aquella ciudad. El joven cantaba al pasar por la puerta, y estaba muerto con su mujer hacía cien años.

- No puedo dormir con esa canción abominable -gritó el cuerpo al alma.

- Entonces haz lo que se te manda -replicó el alma.

Y cansado el cuerpo, tomó otra vez la pluma. Entonces habló el alma alegremente en tanto que miraba por la ventana.

- Ahí hay una montaña que se laza escarpada sobre Londres, en parte de cristal y en parte de niebla. A ella van los soñadores cuando se ha ha apagado el ruido del tráfico. Al principio apenas pueden soñar a causa del estruendo; pero antes de media noche se para, gira y se va a marea menguante con todos sus naufragios. Entonces, los soñadores se levantan y escalan la montaña fulgurante, y en su cumbre encuentran los galeones del ensueño. De allí navegan unos rumbo a Oriente, otros a Occidente, unos por el Pasado y otros por el Futuro, porque los galeones navegan sobre los años como sobre los espacios; pero casi todos ponen proa al pasado y a las viejas dársenas, porque allá van los suspiros de los hombres y los navíos navegan a su favor, como los mercaderes navegan costeando el África empujados por los perennes vientos alisios. Todavía veo a los galeones levar ancla tras ancla; las estrellas fulguran entre ellos; los navíos deslízanse fuera de la noche; sus proas van resplandecientes hacia el crepúsculo del recuerdo, y la noche de pronto queda lejos, una negra nube que cuelga baja, y débilmente salpicada de estrellas, como el puerto y la ribera de una tierra baja vista a lo lejos con las luces de su puerto.

Uno tras otro, el alma, sentada junto a la ventana, relató los sueños. Contó de tropicales selvas vistas por desdichados hombres que no pueden salir de Londres, ni nunca podrán; selvas que hacían de súbito maravillosas el canto de un ave de paso que cruza volando hacia desconocidos lugares y cantando un canto desconocido. Vio a los viejos bailando ligeramente al son de los pífanos de los elfos hermosas danzas con vírgenes quiméricas, toda la noche, sobre montañas imaginarias, a la luz de la luna; oía a lo lejos la música de rutilantes primaveras; vio la hermosura de las yemas del manzano caídas acaso hace treinta años; oyó viejas voces , viejas lágrimas tornaban brillando; la Leyenda sentábase encapotada y coronada sobre las lomas del sur, y el alma la conoció.

Uno a uno contó los sueños de todos los que dormían en aquella calle. A veces deteníanse para denostar al cuerpo porque trabajaba mal y perezosamente. Sus ateridos dedos escribían tan veloces como podían, pero el alma no reparaba en ello. Y así transcurrió la noche, hasta que oyó el alma tintinear por el cielo del Oriente las pisadas de la mañana.

- Mira ahora -dijo el alama- la alborada que temen los soñadores. Comienzan a palidecer las velas luminosas de los galeones insumergibles; los marineros que los gobiernan tornan al mito y la fábula; la marea del tráfico vuelve ahora a subir, y va escondiendo sus pálidos naufragios, y viene con por oleadas con su tumulto a la pleamar. Ya los destellos del sol flamean en los golfos tras el Oriente del mundo; los dioses lo han visto desde el palacio crepuscular que han levantado sobre el amanecer; calientan las manos a su llama cuando fluye por sus arcos resplandecientes antes de tocar el mundo; allí están todos los dioses que han sido y todos los dioses que serán; siéntanse allí a la mañana, cantando y alabando al Hombre.

- Estoy entumecido y helado por falta de sueño -dijo el cuerpo.

- Tendrás siglos para dormir -repuso el alma-, pero no puedes dormir ahora, porque he visto hondas praderas con flores de púrpura llameando altas y extrañas sobre el brillante césped; rebaños de puros y blancos unicornio que retozan alegres, y un río que corre con un reluciente galeón en él, todo de oro, que va de una tierra desconocida a una ignorada isla del mar, para llevar una canción del hijo del Rey de las Cumbres a la Reina de la Lontananza.

"Yo cantaré ese canto, y tú has de escribirlo.

- He trabajado años para ti -dijo el cuerpo-. Dame ahora siquiera una noche de descanso, porque estoy fatigado.

- ¡Oh, vete y descansa! Estoy harta de ti. Me voy -dijo el alma.

Elevóse y partió no sabemos adónde. Pero al cuerpo lo colocaron en la tierra, y a la media noche siguiente los espectros de los muertos vinieron desde sus tumbas para felicitar al cuerpo.

- Aquí eres libre, ya lo sabes -dijeron a su nuevo compañero.

- Ya puedo descansar -dijo el cuerpo.

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