Supercerebro, de Stieg Larsson

Stieg Larsson
 Sr. Michael November Collins 

Sector 41,

Aldedo Street,

8048 Nueva York 18-A-34 


Sr. Michael November Collins, soy yo, y la carta con mi nombre y mi dirección llegó inesperadamente una mañana por el tubo del correo a la hora del desayuno. 

Judith --mi esposa-- la levantó del cesto, leyó mi nombre y me la pasó. Antes de abrirla, ya sabía que no se trataba de una carta común y corriente. En el sobre había un sello que indicaba que era porte pagado por el gobierno. Antes, sólo había pasado una vez, y fue hace dos años, cuando logré ganar una medalla corriendo en los Juegos Olímpicos y el presidente me hizo llegar sus felicitaciones. Fue en el año 2172, ahora era 2174, y yo aún poseía el récord mundial. 

Abrí el sobre:


Michael November Collins 18-06-46

Se solicita al señor Collins que se presente para hacerse un examen médico con el doctor Mark Wester, Universidad de Boston, Departamento de Investigación Estatal, el 24.08.74, de conformidad con la solicitud del gobierno.


Era todo lo contenido en la carta, fuera de una firma ilegible seguida de la palabra "Secretario". 

Mientras yo aún contemplaba la carta, confundido, vinieron Michael Jr. y Tina a darme un abrazo antes de correr al elevador escolar. 

Judith se acercó y retiró la carta de mi mano mientras yo abrazaba a los niños y los encaminaba. 

--¿A qué se refieren con esto? --preguntó Judith.

--No tengo la menor idea, querida. Debo ir allá para averiguar de qué se trata. 

--Pero ¿por qué quieren hacerte un examen médico?

La atraje hacia mí, sonreí y le di un beso.

--Tal vez tiene que ver con mi condición. Como bien sabes, de hecho soy poseedor de algunos récords mundiales. 

--Pero ¿por qué a solicitud del gobierno?

--No tengo idea --y levanté los hombros--. ¡Pero lo sabré en su momento!


--Doctor Mark Wester --repetí.

Estaba de frente a la ventanilla de información en la sala principal de la Universidad de Boston, hablando con la recepcionista. 

--¿Dónde lo puedo encontrar? --pregunté impaciente. 

--Voy a llamar a su asistente. Quizá se lleve un poco de tiempo. La Universidad de Boston, como usted tal vez sabe, no es una universidad común y corriente sino un centro de investigación, y las formalidades suelen tardarse unos minutos. 

--No, no lo sabía. ¿Podría informarme qué es lo que estoy haciendo exactamente aquí?

--Está aquí para hacerse un examen médico. Lo dice la carta. 

Levantó un audífono y marcó un número. 

--¿Mary? Hola, llamo de información. Ustedes esperan la visita del señor Michael Collins el día de hoy. Ya está aquí. 

Silencio.

--Por supuesto, lo mando enseguida hacia arriba. 

Me sonrió y señaló a un hombre uniformado que estaba sentado en una jaula de cristal. 

--Hable con el que está ahí dentro. Yo le voy a llamar, y él lo conducirá hasta el doctor Wester. Levantó el audífono otra vez. Me dirigí hacia allá, atravesando la sala principal, y pude notar que la llamada había concluido antes de que yo siquiera hubiera alcanzado a llegar a medio camino. El hombre del uniforme se levantó, salió de su jaula para encontrarse conmigo y me saludó con la mano. 

--Usted va con Mark Wester, por lo que sé. 

--Correcto. 

--Muy bien, yo lo voy a conducir. Sígame. 

Mientras caminaba junto a él experimenté una sensación de preocupación que iba y venía. Mi imaginación me decía que algo estaba mal. No podía identificar con certeza lo que me hacía sentir así, pero esta situación hizo que la preocupación adquiriera un tono de irritación. Dos veces no vimos obligados a detenernos cuando los guardias uniformados nos pidieron las tarjetas de acceso, pero las dos veces fueron despachados por mi acompañante, quien me señalaba y decía: "Va a encontrarse con el doctor Wester". 

Me sentí cada vez más confundido, hasta que ya no pude evitar preguntarle por qué tenía que ir con el doctor Wester. Él no supo más que la chica de recepción. Finalmente llegamos. 

Una enfermera, que supuse era Mary, me pidió que tomara asiento y me dijo que el doctor Wester me recibiría en un momento. Después de tres minutos salió un hombre de cincuenta años del consultorio. Era muy corpulento y estaba bronceado "y quiero decir un auténtico bronceado, no uno de esos repugnantes colores que uno compra en las perfumerías" en todas las partes visibles del cuerpo. Se veía en muy buena condición física. 

--Gracias por haber venido --dijo y me extendió la mano para saludarme. La estreché y le pregunté:

--Quizá usted pueda decirme por qué estoy aquí.

--¿No lo escribieron en la carta? Tienes que hacerte un examen médico. 

--Lo escribieron, pero no entiendo por qué. 

--Ah, sí, bueno, eso lo vas a averiguar pronto. Aunque depende obviamente del resultado del examen. 

--En verdad? Pero de hecho no sé si tengo muchas ganas de ser examinado. Tengo excelente condición. Es algo necesario en mi profesión. 

--Sí, ya sé que tienes una condición magnífica, pero lo que yo necesito saber es cómo están tus órganos. 

Empezó a reírse, me dio una palmada en la espalda y me condujo hacia su oficina. 

--No sabía que la Universidad de Boston fuera un centro de investigación del Estado. ¿Qué ya no hay estudiantes aquí?

--Sí, pero en la actualidad sólo tenemos carreras especiales. No queremos que el público en general sepa demasiado sobre lo que hacemos. 

--¿A qué se dedican?

--En realidad yo no debería contarte acerca de ello, pero de manera resumida puede decirse que nos dedicamos a la investigación biológica.

--¿Y eso que tiene que ver conmigo? ¿En dónde encajo?

--Lamentablemente, no puedo darte más detalles hasta que te hayamos practicado los exámenes que necesitamos. 

--¿De verdad? En tal caso es mejor que empiecen de inmediato. Me gustaría acabar con esto de una buena vez para volver a casa con Judith y los niños. 

--Por supuesto, claro, tú eres casado --dijo Wester, y se rascó la cabeza. 

--Correcto. Con la mujer más maravillosa del mundo --dije sonriendo. 

--Te felicito. En lo personal, no tengo mujer ni hijos, y quizá uno ya empieza a estar muy viejo para pensar en ello. Me alegra que estés dispuesto a que se te realicen los exámenes. 

--¿Cuándo empezamos?

--Mañana.

--¿Mañana? Yo creí que todo se podía hacer en un solo día. 

--Se trata de exámenes muy minuciosos y complicados, y van a requerir su tiempo. Pero no te preocupes. Hemos dispuesto una habitación individual para ti aquí en la universidad. . Y puedes hablar cuando quieras a tu casa para saludar a tu esposa. 

--¿Exactamente cuánto tiempo va a tomar?

--Es difícil decirlo. Podría ser hasta una semana. Depende de si todo marcha como esperamos. 

--¡Una semana! ¿De qué se tratan en realidad estos exámenes? Quiero saber de qué se trata. ¿Por qué estoy aquí? ¿Cómo me van a examinar? ¿Por qué?

--Ya te expliqué que no puedo decirte nada hasta que los resultados estén listos. 

--En ese caso no quiero participar en ningún examen --dije resuelto. 

Wester sonrió. 

--Sé amable, no te enojes. Te aseguro que las pruebas son completamente inofensivas. 

--No me importa --dije--. Aun así quiero conocer cuál es la razón para hacerlas. Ustedes no pueden obligarme. De otro modo, no acepto. 

--Creo que no has comprendido tu situación. No se trata de que puedas escoger participar o no. Tú vas a colaborar. Es una orden. 

--¿Orden de quién?

--Del gobierno. 

--¡Al carajo el gobierno! --dije y me puse furioso--. No cooperaré. 

--No tienes elección. 

--Claro que tengo. Sencillamente me pongo de pie y salgo caminando por la puerta por la que entré --me puse de pie y me alejé de él. 

--Lee este papel --dijo Wester justo en el momento en que yo estaba por abrir la puerta.

--¿Por qué debería?

--Porque te concierne en sumo grado. 

--Nos vemos --dije y abrí la puerta. 

--Es una orden firmada por el presidente...

Dudé.

--Exige obediencia incondicional de tu parte. Si rehúsas obedecer, van a detenerte por realizar actividades subversivas. 

--¿Es algún tipo de broma?

--Difícilmente. La pena puede alcanzar veinticinco años de cárcel y veinte mil dólares de multa. 

Lo miré fijamente, boquiabierto. 

--Lee tú mismo. 

Cerré la puerta despacito. Y despacito, la actitud de Wester se había vuelto amenazadora. 

--Así que, ¿quieres hacerlo?

--No veo que tenga elección. 

--No, difícilmente. 

--¿Puedo llamar a mi esposa?

--Desde luego. Estás en entera libertad de hacer lo que quieras. 

--Siempre y cuando no contravenga lo que está escrito en esa orden, supongo. 

--Correcto. Van a escoltarte hasta tu habitación.

--Donde voy a estar bajo vigilancia.

--Por tu propia seguridad, naturalmente. 

--Naturalmente...


Mark Wester no había exagerado al decir que las pruebas y los exámenes que me habrían de realizar eran complicados. Durante cuatro días no hice otra cosa que ser desplazado de una habitación a otra, donde distintos médicos hacían su mejor esfuerzo por descubrir algunos malestares. En vano intenté explicarles que yo estaba más fuerte que un roble --para usar una frase gastada. De nada sirvió, Me examinaron de arriba abajo, de dentro fuera. El primer día me expusieron a un sinnúmero de exámenes físicos y pruebas de condición. Revisaban, volvían a revisar, revisaban tres veces y revisaban al final para estar absolutamente seguros de no haber dejado el menor detalle. Al segundo día sacaron radiografías y me dieron varios golpecitos en la espalda, me pidieron que sacara la lengua y dijera "aaa".

Fue todo lo que hicieron ese día, por lo que, de hecho, disfruté de un pequeño descanso. Me habían dado una lujosa suite y me sentía tan a gusto como yo normalmente solía desear que fuera mi vida. Llamaba a Judith todas las tardes e intentaba explicarle que estaba obligado a quedarme un tiempo. Nunca mencioné la amenaza de Wester de ir a la cárcel y de las multas. Ella me mandaba besos a través del auricular y deseaba que yo volviera a casa. 

Desde la primera vez que me habían conducido hasta mi suite y durante toda mi estancia en la universidad había traído pegados a mí a dos hombres corpulentos uniformados que pertenecían al servicio de seguridad de la universidad. Por mi propia seguridad, naturalmente. 

Si yo hubiera esperado que los exámenes no fueran más difíciles de lo que fueron los del segundo día, me habría equivocado. durante el tercero, cuarto y quinto días literalmente me voltearon el cuerpo para dentro y para afuera y examinaron cada pequeño ángulo y esquina. Me revisaron todo, desde hongos en los pies hasta cáncer de pulmón. 

Para el séptimo día, finalmente, habían terminado y Wester vino a decirme que podía irme a mi casa durante el fin de semana, pero que tendría que regresar el lunes. 

--¿Por qué --pregunté. Se había convertido en una pregunta rutinaria. 

--¡Vamos a operarte del apéndice!


Me volteé en la cama del hospital y tiré la revista de historietas que acababa de leer hasta la mitad. No me gustaba la situación. Mi llegada había tenido lugar hace doce días y desde entonces los médicos me habían inyectado vacunas contra todas las enfermedades posibles. Estaba aburrido y enojado. Enojado porque ellos, en mayor o menor grado, me obligaba a hacer todo lo que se les ocurría. Enojado porque ya no me sentía un ciudadano libre de Estados Unidos. Enojado porque no me querían decir de qué se trataba todo esto. 

Suspiré y recogí las historietas.

Por la tarde entró Mark Wester y se sentó en una silla a un costado de la cama. Tenía cara de pocos amigos y comprendí que algo había pasado, algo que hizo que no todo marchara como él lo había trazado --fuera lo que fuera. 

--Vamos a darte de alta de esta área  el día de mañana. 

--¡Bravo! --dije, por esta ocasión con una voz entusiasmada. 

Él permaneció sentado en silencio y no dijo nada durante, tal vez, cinco minutos. 

--Supongo que te gustaría saber de qué se trata todo esto --dijo finalmente. 

--Eso es lo más inteligente que has dicho desde que llegué aquí. 

Wester no lo tomó a mal. 

--¿Alguna vez has oído hablar de Hans Zägel?

--¿Te refieres al profesor Hans Zägel?

--Sí. 

--¿Hay alguien que no haya oído hablar de él?

El profesor Zägel era el científico más importante de nuestra época. Había nacido en Alemania, pero cuando los rusos ocuparon Alemania en el 36 huyó a Inglaterra y luego de ahí a Estados Unidos. Casi no había nadie que no supiera quién era Hans Zägel y me ofendió un poco que Wester me hubiera preguntado si  había oído hablar de él. En comparación con Zägel, Einstein era un cero a la izquierda. 

--No, obviamente no es fácil que hubieras podido dejar de oír hablar de él. ¿Sabes qué edad tiene?

--Ochenta y cinco, creo --dije.

--Tiene ochenta y seis. ¿Sabes a qué tipo de investigación se dedica ahora?

--A un poco de todo, si es que cree lo que dicen los medios de comunicación. Él parece saber casi todo de las ciencias naturales. Aunque la física debería ser su especialidad. Fue él quien construyó la primera nave espacial de fotones. 

--Es correcto, la física es su especialidad, pero durante los últimos diez años se ha dedicado, en primer lugar, a la biología. 

--A ver, espera. ¿Y qué tiene que ver Zägel conmigo?

--Pronto lo vas a saber. ¿Te gusta la ciencia ficción?

Hice un además, señalando un montón de periódicos que me había dedicado a leer los últimos días. 

--¿Has leído algo de trasplantes de cerebro últimamente?

--La idea aparece de vez en cuando en alguna narración. ¿Por qué?

--¿Y en realidad qué piensas de los trasplantes de cerebro? ¿Crees que se puedan llevar a cabo?

--Ni pensarlo si quiera --me reí--. Es imposible. 

--Te equivocas. Hans Zägel ha realizado varios trasplantes de cerebro exitosos. El primero hace seis años. 

--Pero por Dios, es imposible. Hay demasiados axones que deben ser ligados. Sencillamente, no es posible. 

--El profesor Zägel ha realizado ciento cuarenta y cinco trasplantes, cuarenta y seis de ellos con personas. Apoyado en su equipo de cómputo ha elaborado un método completamente seguro. Y la computadora que emplea, por cierto, la fabricó él mismo. 

--Me cuesta trabajo creerlo.

--Entiendo que tengas tus dudas, pero te aseguro que es verdad. 

--Pero ¿cómo? --pregunté todavía dudando. 

--El profesor Zägel efectúa personalmente las intervenciones necesarias. Abre el cráneo y demás. Posteriormente, realiza el resto de la operación con ayuda de la computadora. Es la que se hace cargo de todos los axones que hay que empalmar y de que ninguno quede fuera. Los axones se unen con ayuda de un láser. 

Me rasqué la cabeza.

--Si él de verdad ha conseguido hacer eso, entonces es aún más impresionante de lo que creí. Pero ¿por qué no han publicado nada acerca de esto?

--El profesor lo quiere así hasta que su método esté totalmente terminado. 

--¿Y cuándo lo estará?

--Dentro de nueve o diez años.

--Honestamente no sé si debo creer o no, pero me gustaría ver algún tipo de evidencia. ¿Podría conocer al profesor Zägel?

--No, lamentablemente no. 

--¿Por qué no?

--Se está muriendo. Es un hombre viejo. Su corazón ya está en las últimas. 

Permanecí acostado en silencio y sentí pena por Zägel.

--Pero, en realidad, ¿dónde entro yo en todo esto? --pregunté finalmente. 

--Wester se acarició despacio el mentón sin barba. 

--Supongo que estás de acuerdo conmigo en que el cerebro de Zägel es el más extraordinario del mundo, quizá el mejor que alguna vez ha existido.

--Claro --asentí con la cabeza--. Él es un genio. 

--Y estás de acuerdo en que cuando un cerebro semejante se pone al servicio de la humanidad, entonces se convierte en el cerebro más importante de la Tierra. 

--Claro que sí. Es una pena que se vaya a morir. 

--Pues escucha lo que voy a decirte. Para expresarlo con claridad, el mundo no puede perder un cerebro como el del profesor Zägel. 

--Todos tienen que morirse en algún momento. 

--El trabajo del profesor Zägel está casi terminado. Quizá sólo necesita unos diez años más para concluir el más grande trabajo que alguna vez se ha realizado en la historia de la humanidad. 

--Y...

--Lo que necesitamos es alguien que esté dispuesto a darle el tiempo que necesita. 

--¿A dónde quiere llegar con todo esto? Nadie puede impedir la muerte. 

--No, pero puede posponerse. Queremos que le permitas al cerebro del profesor Zägel usar prestada tu cabeza para que pueda concluir su trabajo. Queremos que tú seas su nuevo corazón y su nuevo cuerpo. 

Lo miré fijamente sin comprender. Pasó un rato antes de que lograra responder. 

--Están locos --susurré con voz ronca. 

--Es un asunto de vida o muerte para el profesor Zägel.

--¿Y yo? ¿Qué hay de mi vida? ¡Jamás voy a aceptar esto?

--Debes hacerlo. Al profesor Zägel no le queda más de una semana de vida.

--La respuesta es no. Por mí se puede morir Zägel en este momento, si es que así de lo desea. Mi vida es más importante para mí que la de él. ¿Cómo se les puede ocurrir proponer algo semejante?

--No tienes alternativa. El profesor Zägel es muy importante. 

--¡No pueden obligarme! --me levanté y sujeté a Wester del saco. 

--¡Tranquilízate, por Dios!

--¡Tranquilízame! --le respondí gritando--. ¿De verdad se imaginan que me voy a suicidar sólo para salvar la vida del profesor Zägel?

--Los conocimientos del profesor Zägel son muy importantes para toda la humanidad.

--No acepto. ¿Es por eso que se han dedicado a examinarme durante todo este tiempo? ¿Por qué me escogieron precisamente a mí?

--Es obvio. Nadie está en mejor condición física que tú. Posees un físico excepcional. Fue el mismo profesor Zägel quien te escogió desde hace tres meses...

---Así que él me escogió. él escogió su salvación. Y yo voy a salvarle la vida, con ayuda de su propia investigación. Pero nunca van a convencerme de hacerlo.

--No tienes elección. El presidente mismo ha aprobado el plan. 

Permanecí sentado en silencio durante varios segundos. Luego me levanté de golpe  y abrí con desesperación la puerta para tratar de salir de la universidad. Pero no llegué más allá de cinco pasos antes de que dos guardias, que estaban afuera de la puerta, me atraparan. Uno de ellos me dobló el brazo contra la espalda con fuerza y grité de dolor. 

--¡No lo vayan a lastimar! --alcancé a escuchar que les gritaba Wester.

Así que yo tenía una ventaja. No podían lastimarme, en cambio yo no sentía escrúpulos hacia ellos. Y a fin de cuentas, de hecho, soy uno de los deportistas de alto rendimiento del mundo. Dirigí una patada al estómago de uno de los guardias y dio en el blanco perfectamente. Se dobló a la mitad y antes de que el otro me detuviera, volví a patearlo. El otro guardia me puso sus brazos encima y apretó los míos a los costados, pero lo azoté con fuerza contra la pared. Escuché cómo gemía cuando su cabeza golpeaba contra el mármol, pero no podía tener consideración con él. Yo peleaba por mi vida. No conseguía que me soltara, pero cuando me aventé hacia delante él salió volando por encima de mi cabeza. Mis manos estaban libres y le propiné un golpe con el puño en la sien, con todas mis fuerzas. 

Salté por encima del otro guardia, que estaba levantándose, y corrí hacia la salida. antes de que hubiera avanzado más de dos pasos, Wester me alcanzó e intentó detenerme, pero lo aparté con violencia. 

--¡Quítate, maldito! --le grité y salí corriendo por la puerta giratoria. Corrí a través del pasillo y bajé las escaleras hasta llegar  a la planta baja. Ahí me detuve un momento para tratar de recordar hacia dónde tenía que ir, si a la derecha o a la izquierda, para salir del edificio. Me decidí por la izquierda y apenas si había llegado a la mitad del pasillo cuando escuché que los altavoces informaban que yo me había fugado. Se exhortaba a todos a intentar detenerme, pero con cuidado para que no me lastimaran. De repente estaba de vuelta en la sala principal y miré las grandes puertas de cristal que conducían hacia la libertad. 

Empecé a correr y de inmediato me descubrió la recepcionista que estaba sentada en la ventanilla de información. Se levantó y me gritó que me detuviera, pero claro que no le hice caso. Después le gritó al guardia uniformado que me había conducido hasta Wester el primer día, y lo vi acercarse desde un costado. Él estaba más cerca de las puertas que yo, pero yo era más rápido. Sabía que si lograba salir, dejaría atrás a todos los que quisieran atraparme. A fin de cuentas, quizá no era tan malo ser un corredor de alto rendimiento. El guardia por poco me alcanza, pero falló por un decímetro. 

Me lancé hacia fuera por las puertas y empecé a correr sobre el césped. Sólo llevaba un pijama puesta e iba descalzo, así que tuve que elegir el césped. Al salir de la zona universitaria, atravesé corriendo la calle y alcancé a ver a un hombre que estaba apunto de subirse a un auto. Apenas acababa de meter la llave en el interruptor cuando yo llegué, le abrí la puerta y lo eché a la calle. 

--Perdóname, pero es de vida o muerte --dije. 

Al primer intento de encender el auto, éste no funcionó, pero al segundo se escuchó el motor. Los guardias estaban a veinte metros de distancia cuando empecé a acelerar y supuse que alcanzaron a memorizar el número de las placas. Manejé seis cuadras y luego giré hacia la calle principal. Tuve que detenerme ante un alto, y mientras esperaba a que los autos pasaran me di cuenta de que temblaba de miedo. Me sentí completamente vacío por dentro y no podía comprender cómo yo --de entre toda la gente-- hubiera acabado en esa pesadilla. 

--Maldito presidente --balbuceé--. Y yo que voté por ti. La siguiente vez voy a votar por los demócratas... Si es que hay una siguiente. 


Al despertar, Wester estaba inclinado sobre mí. El choque posterior a la inyección comenzaba a ceder poco a poco, y yo podía pensar de nuevo. Intenté levantarme, pero descubrí que un par de correas de piel me mantenían sujeto a la cama, así que me relajé. 

--¿Cómo... eh? --pregunté.

--Te detuvo la policía. No debiste intentar escapar. 

--No, claro que no. Yo únicamente debí haberles pedido que me operaran tan rápido como fuera posible. 

--Vamos a operarte hoy en la noche. No podemos dejar que el profesor Zägel siga luchando con su cuerpo. Puede morirse en cualquier momento. 

--Se vale tener esperanza. ¿No podrían de verdad escoger a otro? 

--No, ya es muy tarde e, independientemente de eso, es a ti a quien necesitamos. Con tu físico excepcional tienes mayores posibilidades de sobrevivir a la intervención que cualquiera de los que hemos tenido antes en alguna de las operaciones del profesor Zägel. Además, yo soy quien va a operar y va a ser mi primera vez. Quiero contar con las mejores posibilidades de que salga bien, sobre todo pensando en lo importante que es esta operación. 

--Mi vida es importante para mí. Tengo esposa y dos hijos. Soy responsable de ambos y debo velar por ellos. 

--No te preocupes por tu familia. El Estado se va a hacer cargo de ella de la mejor manera. No les va a hacer falta nada. 

--Pero yo no quiero perderlos. ¡No quiero morir!

--Lo siento pero, de hecho, no tenemos alternativa.

--Pero ¿por qué intentar impedir lo inevitable? Zägel va a morirse de todos modos, tarde o temprano. Y en el mejor de los casos a mí me quedan cincuenta o sesenta años de vida. 

--Esos cincuenta o sesenta años el profesor Zägel los va a emplear de una manera por lo demás valiosa. Y déjame que te tranquilice. No vas a sentir absolutamente nada durante la operación.

--¿Y después qué van a hacer con mi cerebro? --pregunté con ironía--. ¿Lo van a donar para investigación?

--No, claro que no. Planeamos congelarlo. Dentro de unos años, cuando el profesor Zägel haya perfeccionado su método, trataremos de encontrar un cuerpo adecuado para él. Quizá hasta sea posible que vuelvas a tener tu propio cuerpo, aunque dudo que el Estado lo apruebe. 

--Yo también lo dudo. Zägel seguirá siendo importante. ¿Y qué van a hacer cuando mi cuerpo esté desgastado? ¿Buscarle uno nuevo?

--Tal vez. Dependerá de cuán desgastado esté su cerebro.

--¿Carecen de sentimientos humanos? --ni siquiera intenté ocultar el desprecio que sentía por él. 

--Tienes que entender por qué lo hacemos. Velo desde nuestra perspectiva. Con toda franqueza, hacemos lo que consideramos que es lo mejor para el Estado. Aunado a su investigación médica, el profesor Zägel, además, trabaja en la construcción de robots que puedan penetrar los escudos defensivos rusos. 

Le escupí, pero ni siquiera reaccionó.

--Aquí nos separamos. La siguiente vez que nos veamos será en el quirófano. Tu mujer tiene dos horas de permiso para verte. Nadie en absoluto los va a molestar durante ese tiempo, y lo que hagan sólo les concierne a ustedes. 

Wester abrió la puerta y entraron dos guardias. Me quitaron las correas y se fueron antes de que yo alcanzara a levantarme. Dos minutos después volvió a abrirse la puerta y entró Judith. Le rodaban lágrimas por el rostro y se arrojó a mis brazos. 

--Michael --resolló--. ¿Por qué, Michael? ¿Por qué tú de entre todos?

--Simplemente me escogieron. ¿Sabes lo que va a pasar?

--Ellos me lo han dicho. Pero no pueden hacer eso, Michael, ¡di que no pueden hacer eso!

Suspiré.

--Pueden hacerlo, lamentablemente. Hice lo que pude para salir de aquí, pero sólo avancé unas calles antes de que la policía me atrapara.

--Pero si la policía está para proteger la vida de las personas. 

--La policía hace exactamente lo que le dice el gobierno. Y en este caso es más importante la vida de Zägel que la de un deportistas. Judith, prométeme cuidar a Junior y a Tina. Encárgate de que reciban lo mejor de todo. 

--¡Oh, Michael! ¿No puedes impedirlo de algún modo?

--¿Cómo?

Ella hizo un ademán de desamparo. La atraje hacia mí y la besé. Por primera vez comprendí de verdad la increíble suerte que había tenido de encontrar una esposa como Judith.

--¿Dónde están los niños? --pregunté.

--No les permitieron acompañarme. Que eran muy pequeños para entender algo como esto, dijeron. 

--Demasiado pequeños... --me llené de amargura. 

--Yo los voy a cuidar. 

La jalé hacia la cama. 

Michael... Wester, el hombre allá afuera, dice que tal vez puedan congelar tu cerebro y volver a despertarlo más tarde. 

--Pero mi cuerpo va a ser diez años más viejo, o quizá mucho más. Y en cuanto a eso, no creo que me regresen mi cuerpo ni siquiera cuando Zägel concluya su trabajo. Él va a poder vivir en él probablemente cincuenta años, y sospecho que el Estado difícilmente quiera desperdiciar esos años en mí. 

La volví a besar, primero con suavidad, luego con fuerza y de manera ansiosa. 

--Tenemos dos horas para nosotros. ¿Quieres? ¿Por última vez?

La empecé a desvestir. Nos tocamos y nos excitamos el uno al otro, nos acariciamos y nos incitamos. Finalmente caímos sobre la cama e hicimos el amor con mayor ternura y sentimiento que nunca. Será la última vez para mí, y nunca había sentido una mayor pasión, nunca antes había comprendido cuánto en verdad amaba la vida. La última vez para mí. Apenas podía esperar que Judith viviera en el celibato por el resto de su vida sólo porque yo no estaría más ahí. Quizá se volvería a casar. En dado caso, ¿con quién? No soportaba pensar en ello. 

Nos fundimos. 


Más tarde estábamos acostados conversando. Judith fumaba un cigarrillo. Yo la acariciaba, pensativo. Y por extraño que parezca, ninguno de los dos sentía desesperación o miedo frente a lo que estaba por venir. Los dos estábamos tranquilos, hablando de cosas del mismo modo que solíamos hacerlo cuando yo tenía que viajar a algún campo de entrenamiento y habría de estar fuera un par de semanas. Exactamente como si yo fuera a regresar pronto. 

Nos dejaron estar juntos por más de dos horas, pero al cabo de la tercera uno de los guardias tocó la puerta, asomó la cabeza y dijo que deberíamos prepararnos para separarnos. Nosotros, o mejor dicho ella, se vistió y nos despedimos. Nos sentamos y estuvimos abrazados hasta que volvieron a entrar. 

Cerraron la puerta tras Judith y uno de los hombres se quedó dentro e intentó hablar conmigo. Yo no quise. Únicamente permanecí acostado en la cama, con la mirada clavada en el piso, recordando los labios de Judith. Eran las cuatro y media de la tarde, entró el otro guardia y me dijo que me alistara. Quedaba media hora. Él se preguntaba si yo quería ver a un sacerdote, pero me negué. Después llegó una enfermera y me rapó la cabeza. 

Yo tenía hambre, pero no me dejaron comer nada. Exactamente al dar las cinco entró una enfermera con una cama con rueditas y me pidió que me acostara en ella para que pudiera llevarme al quirófano. 

--¡Por supuesto que no! --dije--. Tengo piernas para caminar y si ésta es la última vez que voy a desplazarme, por lo menos quiero hacerlo por mí mismo. 

Ninguno de ellos se opuso. Me levanté, me puse mis pantalones cortos y seguía a la enfermera. Los guardias caminaron tras de mí. Cuando salimos al pasillo me pasó por la mente que podía intentar huir otra vez, pero sabía que no tendría ningún sentido. Me atraparían en dos minutos. En lugar de ello entré en el elevador. Un nuevo pasillo, nuevas puertas giratorias. Después yo estaba en el quirófano. Ahí había media docena de personas, todas ocupadas en preparar la operación.

Mark Wester se acercó. Me saludó con la cabeza y me pidió que me acostara. Había dos mesas de operaciones en la sala. Un hombre yacía en una de ellas. Supuse que era Zägel, y durante un par de segundos me invadió el pensamiento de lanzarme contra él, romperle la cabeza, aplastarle el cerebro. Wester rompió el encanto al sujetarme del brazo y conducirme hacia la otra mesa de operaciones. Me acosté y alguien me cubrió con una sábana color lila. 

--Permíteme agradecerte por tu ayuda y por tu disposición de colaborar --dijo Wester--. Gracias.

Sólo sentí un piquete de aguja en el brazo.

Lo último que recuerdo es que lo odiaba. Lo odiaba. Lo...


Traducción de Sergio Peña.

[Tomado de El lado negro de Suecia, Océano, México, 2017.]

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