"Periodismo: una historia de amor", de Nora Ephron

Nora Ephron

Recuerdo que, en el primer año del instituto, hubo un "día de la vocación", y tuvimos que elegir sobre qué vocación queríamos informarnos. Yo elegí el periodismo. No tengo la menor idea de por qué. Seguro que en parte fue por Lois Lane y en parte por un libro maravilloso que me regalaron unas Navidades: A Treasury of Great Reporting. La periodista que nos dio la charla vocacional trabajaba en la sección de deportes de Los Angeles Times. Era encantadora, y en algún momento de su intervención comentó que había muy pocas mujeres en la prensa escrita. Mientras la escuchaba, de pronto me di cuenta  de que moría de ganas de ser periodista, y de que ser periodista era probablemente una buena manera de conocer hombres. 

Así que no sé qué fue primero: si querer ser periodista o querer ligar con un periodista. Las dos ideas estaba completamente mezcladas. 

Trabajé en el periódico del instituto y en el de la universidad, y una semana antes de graduarme en Wellesley, en 1962, encontré trabajo en Nueva York. Había ido a una agencia de empleo de la calle Cuarenta y dos Oeste. Le dije a la mujer que me atendió que quería ser periodista, y contestó: "¿Qué te parecería trabajar en la revista Newsweek?" Y dije que bien. Descolgó el teléfono, me concertó una cita y me mandó directamente al edificio Newsweek, en el número 444 de la avenida Madison.

El hombre que me hizo la entrevista me preguntó por qué quería trabajar en Newsweek. Creo que tendría que haber dicho algo así como  "Porque es una revista muy importante", pero es cierto que a mí la revista no me despertaba ninguna emoción. Apenas la conocía. Por aquel entonces, Newsweek era la hermana pobre de la revista Time. así que contesté que quería trabajar allí porque quería ser escritora. La respuesta inmediata fue que las mujeres no se hacían escritoras en Newsweek. En la vida se me habría pasado por la cabeza llevarle la contraria o decir: "Pues ya verás que, en mi caso, te vas a equivocar". Entonces se daba por hecho que si eras mujer y querías hacer determinadas cosas, tendrías que ser la excepción de la regla. Me contrataron para repartir la correspondencia, por 55 dólares a la semana.

Había encontrado un piso para compartir con una compañera de la facultad, con el número 110 de la calle Sullivan, en un edificio nuevo y horrible, de ladrillo blanco, entre Spring y Prince. . El alquiler costaba 160 dólares al mes. El agente inmobiliario nos aseguró que el South Village era un barrio emergente y que estaba a punto de convertirse en el sitio de moda. . Esto no ocurrió hasta veinte años después, y para entonces la zona se conocía como el SoHo y yo me había mudado hacía mucho tiempo. El caso es que el día de mi graduación cargué mis cosas en un coche de alquiler y me fui a Nueva York. Me perdí una sola vez: no sabía que no había que cruzar el puente George Washington para entrar en Manhattan. Recuerdo que me entró el pánico cuando vi que me había equivocado, que iba conduciendo hacia Nueva Jersey y que quizá nunca encontraría un cambio de sentido; que seguiría conduciendo eternamente hacia el sur y que nunca llegaría a la ciudad a la que soñaba con volver desde que tenía cinco años, cuando mis padres,  sin pensar en lo que hacían, me obligaron a mudarme a California. 

Portada de Newsweek del 23
de abril de 1962

Cuando por fin llegué a la calle Sullivan resultó que se estaba celebrando el Festival de San Antonio. No había sitio para aparcar en la manzana: estaban friendo zeppole en la puerta de mi casa. Yo nunca había oído hablar de los zeppole. Me encantó. Pensé que la feria duraría meses y que podría comer todo el algodón de azúcar que quisiera. Como es natural, una semana más tarde se había terminado. 

En Newsweek no había chicos encargados del correo: sólo chicas. Si tenías un título universitario (como yo) y habías trabajado en el periódico de la universidad (como yo) y eras chica (como yo) te contrataban para ocuparte del correo. Si eras un chico (no como yo) con exactamente la misma cualificación, te contrataban como reportero y te enviaban a una delegación en alguna parte de Estados Unidos. Esto era injusto, pero estábamos en 1962 y las cosas entonces funcionaban así.

Mi trabajo no podía ser más prosaico: las chicas del correo repartían el correo. De esto hace mucho tiempo, cuando había una enorme cantidad de correo, que llegaba en grandes sacas a lo largo del día. Pero yo no me limitaba a repartir el correo: era la chica de Elliot. Esto significaba que los viernes por la noche me quedaba hasta muy tarde, llevando y trayendo artículos a los redactores a los editores. Uno de los editores se llamaba Osborn Elliot. Muchas veces trabajábamos hasta las tres de la madrugada y teníamos que volver a primera hora del sábado, cuando cerraban las secciones de Nacional e Internacional. Era emocionante y muy absorbente, que es, en buen parte, la esencia del periodismo: uno llega a creer sinceramente que vive en el centro del universo y que el mundo espera en vilo el próximo ejemplar de la cabecera para la que trabajas. 

Había máquinas de teletipos en una zona acristalada, al lado del vestíbulo, y una de mis tareas consistía en cortar el papel de los teletipos  que enviaban los reporteros de las delegaciones y repartirlos entre los redactores y editores. Una noche llegó un télex relacionado con el dueño de Newsweek, Philip Graham,. Yo había visto a Graham una que otra vez. Era alto, guapo y muy masculino, y las fotografías nunca captaban su atractivo físico y su virilidad; iba por la oficina dando voces, gastando bromas y sonriendo de oreja a oreja. Estaba en una fase eufórica de su trastorno maníaco depresivo, pero esto no lo sabía nadie; nadie sabía si quiera que era trastorno maníaco depresivo. 

Graham se había casado con Katharine Mayer , hija del dueño de The Washington Post, y ahora dirigía The Post, además del imperio editorial que controlaba al Newsweek. Pero, según el télex, Graham estaba en plena crisis y tenía una aventura pública y notoria con una joven que trabajaba para la revista. Había tenido una actitud indecorosa en cierto acto social y había soltado un "joder" delante de todo el mundo. Decir esta palabra en aquella época era un escándalo. Es una de las cosas que me desquicia totalmente cuando veo películas ambientadas en los años cincuenta y a comienzos de los sesenta: que la gente dice "joder" cada dos por tres. Créanme que entonces nadie lo decía tan a la ligera como ahora. Y otra cosa: tampoco se bebía vino. Nadie entendía de vinos. Bueno, algunos sí, claro, pero la mayoría de la gente bebía alcohol fuerte en las cenas. Hace poco vi una película en la que comían pizza para llevar en 1948, y casi me da algo. En 1948 no existía la pizza para llevar. Este es el tipo de cosas que sé, y son totalmente inútiles y ocupan demasiado espacio en mi cerebro. 

La crisis de Philip Graham -qué finalmente terminó suicidándose- era un motivo constante de murmuración entre los editores, y como yo leía todos los teletipos y me enteraba de todo, incluso de lo que murmuraban, me llamó la atención. Había una morgue en Newsweek: una biblioteca de recortes de prensa a disposición de los investigadores; este tipo de archivos son una de las mayores alegrías del trabajo periodístico. Fui al archivo, saqué todos los recortes que hablaban de Graham y los leí entre recado y recado. Me fascinó la historia de este hombre brutalmente atractivo y de la niña rica con la que se casó. Años más tarde, en la autobiografía de Kay Graham, leí sus cartas y vi que habían estado enamorados, aunque mientras miraba los recortes no podía imaginármelo. Parecía claro que Graham era un joven ambicioso que había planeado casarse con la hija de un millonario. Y, en ese momento, el matrimonio se desmoronaba delante de sus narices. Era un drama tan bestial que casi compensaba lo insignificante de mi trabajo. 

Al cabo de unos meses, me ascendieron al siguiente peldaño que ocupaban las chicas en Newsweek: me pusieron a hacer recortes. La tarea consistía en recortar noticias de todos los periódicos del país . Nos sentábamos alrededor de una mesa, provista de reglas para rasgar el papel y de lápices de cera, hacíamos pedazos los periódicos nacionales y llevábamos los recortes a las secciones correspondientes. Por ejemplo, si alguien curaba el cáncer el San Luis, enviábamos el recorte a la sección de Medicina. Hacer recortes era un trabajo horrible, y lo peor es que a mí se me daba bien. Pero aprendí algo: me familiaricé con los principales periódicos de Estados Unidos. No sé decir exactamente de qué me sirvió eso, aunque estoy segura de que me sirvió. Unos años más tarde, cuando me lié con un columnista del Philadelphia Inquirer, por lo menos sabía cómo era su periódico. 

En el plazo de tres meses volvieron a ascenderme, esta vez al nivel más alto: me hicieron documentalista. "Documentalista" era una forma sofisticada -en realidad nada sofisticada- de llamar a alguien que verifica la información, que era esencialmente el objetivo del trabajo. Yo trabajaba en la sección nacional. Estaba contentísima de estar allí. No era un mal puesto después de haber salido de la universidad; además, me había especializado en ciencias políticas y por tanto trabajaba en una sección de la que algo sabía. Éramos seis redactores y seis documentalistas en la sección, y trabajábamos de martes a sábado por la noche, cuando cerraba la revista. La mayor parte de la semana no teníamos nada que hacer. Los redactores esperaban los dosieres de los reporteros de las delegaciones, que no llegaban hasta el jueves o el viernes. Por fin, el viernes por la tarde, todos escribían sus artículos y nos los daban a los documentalistas para su verificación. Verificábamos la noticia con toda la información que hubiera; de ve en cuando hacíamos llamadas por teléfono o un breve informe. Los redactores de las revistas de información de la época eran famosos por el uso de la expresión "tk", abreviatura de "to come" [pendiente]; siempre se encontraban frases como "Hay tk bombillas en la lámpara araña de la Cámara de Representantes", y parte del trabajo de las verificadoras consistía en averiguar cuántas bombillas había. Estos detalles eran trivialidades más que datos, pero así se diferenciaban las revistas de información de los diarios; el estilo llegó a su apogeo con Theodore H. White, un antiguo redactor de la revista Time que, en su serie de libros titulada Making of the President, incluía abundante información sobre cosas como la sopa favorita del presidente Kennedy. (Sopa de tomate con un chorrito de nata agria.) (Yo la tomé durante muchos años.)

En Newsweek, una vez verificados los datos y con la certeza de su exactitud, se subrayaba la frase. La verificación se daba por concluida cuando todas las palabras del artículo se habían subrayado. Un martes por la mañana nos esperaba en la redacción una crisis gigantesca: en uno de los artículos de la semana se había colado un error de ortografía: el nombre de Konrad Adenauer se había escrito con "c" en lugar de "k". La culpa no recayó en el redactor (hombre) que cometió el error en primera instancia, ni en ninguno de los muchos editores (hombres) que editaron el texto, sino en las dos documentalistas (mujeres) que lo verificaron. Cuando les pidieron explicaciones, se enzarzaron en una discusión sobre la cuál de las dos había subrayado la palabra "Conrad". "Ese subrayado no es mío", dijo una de ellas. 

Ahora, con perspectiva, veo con cuánta inteligencia se había institucionalizado el sexismo en Newsweek. Por cada hombre, una mujer inferior. Por cada redactor, una muchacha. Por cada rimbombante inventor de un detalle irrelevante-pero-desconocido, una esclava encargada de verificarlo e incluirlo. Por cada ejecutivo que cometía un error, una subrayadora a la que echar la culpa. Pero estábamos muy a principios de los sesenta, demasiado pronto para que yo me fijara en esas cosas y, además, empezaba a ver que probablemente nunca ascendería a redactora en Newsweek. Y, por cierto, si hubiera llegado a serlo, no tengo ningún motivo para creer que lo habría hecho bien.  

La famosa huelga de periódicos de 114 días (que no fue una huelga sino un cierre patronal) empezó en diciembre de 1962, y uno de los efectos colaterales fue que varios periodistas afectados por el cierre de sus periódicos vinieron temporalmente a la revista Newsweek como redactores. Uno de ellos era Charles Portis, un reportero del New York Herald Tribune con quien salí una temporada, pero esa no es la cuestión (aunque tampoco se aleja tanto de la cuestión); la cuestión es que a Charlie, que era un magnífico escritor, con un estilo absolutamente excéntrico y espectacular (más adelante se hizo novelista y escribió Valor de Ley), no se le daban nada bien los artículos de estilo formulario y plano, sin firma de autor y con un estricto límite de líneas que se publicaban en Newsweek.

Para entonces, yo había hecho amistad con Victor Navasky. Manasky era el editor de Monocle, una revista satírica, y daba la impresión de que conocía a todo el mundo. Conocía a personas importantes y a personas que te hacía creer que eran importantes porque el mero hecho de que él las conocía. Monocle se publicaba esporádicamente, pero en sus páginas convivían personas de lo más variopintas, y allí conocí a algunos de los que serían mis amigos para toda la vida, como Annie, la mujer de Victor, Calvin Trillin y John Gregory Dunne. Victor también me presentó a Jane Green, que era editora del Condé Nast. Jane era mayor que yo -tenía unos veinticinco años-, muy elegante y cosmopolita, y también conocía a todo el mundo. Ella me descubrió la tortilla francesa, el queso Brie, y el vittello tonnato. Intentó explicarme el significado de "pictórico", una palabra que empleaba a menudo. Me preguntó qué clase de judía era yo. Yo no tenía noticia de que hubiera diferentes clases de judíos. Ella era judía alemana, lo cual no significaba que hubiera nacido en Alemania, sino que sus abuelos eran alemanes. Aquello a Jane le encantaba. Yo no tenía la menor idea de que fuese importante. (Y, de hecho, no lo era; esos tiempos ya habían pasado.)

Podría seguir contando, y no terminaría nunca, las cosa que aprendí de Jane. Me explicó a De Kooning de pe a pa y me llevó al Museo de Arte Moderno a ver pop art y op art. Me enseñó la diferencia entre Le Corbusier y Mies van der Rohe. Jane había salido con varios periodistas y escritores famosos., y mucho antes de conocerlos yo ya sabía, por ella, de algunos detalles de su intimidad. Al final me acosté con uno de ellos y ahí terminó mi amistad con Jane, pero no adelantemos acontecimientos. 

Leonard Lyons, columnista
de New York Post.

Un día, alrededor de un mes después de que empezara el cierre patronal de los periódicos, Victor llamó para decirme que había conseguido recaudar diez mil dólares para hacer una serie de parodias de los diarios neoyorquinos y me preguntó si me gustaría parodiar al columna de cotilleos de Leonard Lyons en el New York Post. Le dije que sí, aunque no tenía ni idea de qué hacer. Conocí a Lyons, iba todas las noches a Sardi's,, un restaurante en el que mis padres cenaban a menudo cuando estaban en Nueva York, pero lo cierto es que nunca me había fijado en su columna. Llamé a mi amiga Marcia, que poco antes había cuidado de los perros del hijo de Leonard Lyons, y le pregunté de qué iba Lyons. Me explicó que su columna era un batiburrillo de anécdotas breves sin pies ni cabeza. Subí al archivo de Newsweek, leí la columna de Lyons de varias semanas y escribí la parodia. La parodia es un género muy extraño: He escrito sólo una media docena de parodias en mi vida: son como un viento que te hace escribir en un estado casi de posesión. Para un escritor, es lo más parecido a actuar: a meterse brevemente en la piel de un personaje, hasta que pasa el trance. 

Los periódicos paródicos de Victor -The New York Pest y The Dally News[1]- llegaron a los quioscos pero no se vendieron. Lo cierto es que los quiosqueros de la época no entendieron la parodia -esto fue mucho antes de la aparición de revistas paródicas como National Lampoon y The Onion- y la mayoría devolvió los ejemplares al distribuidor. Pero en el sector de la prensa los leyó todo el mundo. Eran muy divertidos. Los editores del Post querían querellarse, pero Dorothy Schiff, la dueña del periódico, le dijo: "No seáis ridículos. Si pueden parodiar el Post pueden escribir para el Post. Contratadlos." Así que llamaron a Victor y Victor me llamó para preguntarme si me interesaría trabajar en el Post, de prueba. Claro que me interesaba.

Unos días después fui a las oficinas del Post, en la calle Oeste. Era un día gélido de febrero, y me perdí buscando la entrada del edificio, que efectivamente estaba en la calle Washington. Subí en el ascensor al segundo piso y recorrí el pasillo largo y destartalado que llevaba a la sección local. Era una sala  grande y llena de polvo, con vistas al Hudson, aunque las ventanas estaban tan sucias que no se veía nada. Tres o cuatro editores se amontonaban en varias mesas, envueltos en la oscuridad del invierno. Me ofrecieron un reportaje de pruebas en cuanto terminase el cierre patronal. 

Por aquel entonces había en Nueva York siete periódicos, y el Post era el último de todos, en cuanto a tirada. Siempre había sido un diario liberal que vivió sus días de gloria con James Wechsler como director, pero esos tiempos ya habían pasado. Aun así, seguía teniendo una sólida base de lectores fieles. A las siete semanas del cierre patronal, Dorothy Schiff se desmarcó de la Asociación de Prensa y reabrió el periódico, y yo pedí dos semanas de permiso en Newsweek para empezar mi periódico de prueba. Me había preparado a base de estudiarme el Post, pero sobre todo con los consejos de Jane, que había trabajado unos meses en el periódico. Me explicó todo lo que necesitaba saber. Me contó que el Post era un diario vespertino y que sus noticias eran lo que se conoce como artículos "de fondo"; no había que confundirlas con las noticias que publicaban los diarios de la mañana. Eran crónicas, tenían un punto de vista, eran la razón por la que la gente compraba un periódico por la tarde además del de la mañana. En un periódico vespertino no se limitaban a usar la fórmula de quién qué, dónde, cuándo, cómo y por qué. También me dijo que, cuando me hicieran un encargo, nunca dijera: "No lo entiendo", "¿Dónde está exactamente?" o "¿Cómo lo localizo?". Vuelve a tu mesa, explicó, y ponte a pensar. Saca recortes del archivo. Busca en la guía telefónica.  Busca en el callejero. Llama a amigos. Haz lo que sea, menos preguntarle al editor qué tienes que hacer o cómo llegar a un sitio. 

Empecé el periódico de prueba con la esperanza de que la sala de la sección local no tuviera el mismo aire de aquel oscuro día de invierno en el que estuve allí por primera vez, pero lo único distinto era que había más luces encendidas. En realidad, la sala era un reliquia: el decorado de una sala de prensa de la década de 1930. Las mesas eran viejas y las sillas estaban rotas. Todo el mundo fumaba y no había ceniceros; había cigarrillos encendidos apoyados en el borde de las mesas, que dejaban marcas oscuras de quemaduras. No había mesas suficientes para todos, y sólo quienes llevaban veinte años allí tenían mesa o cajón propio; encontrar donde sentarse era algo parecido al juego de las sillas musicales. Las ventanas nunca se limpiaban. Las puertas eran de cristal opaco y tenían tal capa de polvo que alguien había escrito con el dedo: "Guarros". A mí me importaba un bledo. Llevaba casi la mitad de mi vida queriendo ser reportera en un periódico y por fin encontraba una oportunidad. Firmé cuatro piezas en la primera semana. Entrevisté a la actriz Tippi Hedren. Fui al acuario de Coney Island para escribir sobre las focas capuchinas que se negaban a aparearse. Entreviste a un director de cine italiano: Nanni Loy. Cubrí un asesinato en la calle Ochenta y dos Oeste. El viernes por la tarde me ofrecieron un puesto fijo en el periódico. Uno de los reporteros me invitó a tomar una copa esa noche, en un bar cercano llamado Front Page. Después fuimos en taxi por la avenida Madison y pasamos delante del edificio Newsweek. Miré al undécimo piso, con todas las luces encendidas, y pensé: Están cerrando la edición de la próxima semana, y en realidad a todos les trae sin cuidado. Fue una revelación impactante. 

Me encantaba el Post. Era un zoo, naturalmente. El editor era un depredador sexual. El jefe de redacción era un pirado. A veces parecía que la mitad de la plantilla estaba borracha. Pero me encantaba mi trabajo. El primer año, aprendí a escribir, porque cuando empecé apenas sabía. Los editores y correctores me enseñaron. Me enriquecieron mucho. Al principio me asignaron piezas breves, luego algunas más largas y, por fin, series de cinco entregas. Aprendí con la práctica y, al cabo de un tiempo, desarrollé un sentido instintivo de la estructura. Había un corrector genial, Fred McMorrow, que venía personalmente a devolverme el texto y me explicaba por qué hacía los cambios que hacía. No empieces nunca un artículo con una cita, me dijo, No uses otro verbo más que "decir". No dejes para el último párrafo algo que te interese de verdad, porque seguro que te quedas sin espacio. Había un gran editor de artículos, Joe Rabinovich, que ponía a raya mis ocasionales excesos estilísticos; me salvó de caer en la estupidez cuando Tom Wolfe empezó a escribir para el Herald Tribune y yo hice un intento lamentable de imitarlo. El editor ejecutivo, Stan Opotowsky, se presentó un día con una serie de encargos poco convencionales para mí. Escribí sobre olas de calor y de frío; cubrí la visita de los Beatles, la de Bobby Kennedy y el robo de la Estrella de la India. 



Helen Dudar entrevistando a Yvonne
King. La foto apareció en la revista
E&P, el 8 de mayo de 1965 

La plantilla del Post era escuálida, pero allí trabajaban más mujeres que en todos los demás periódicos de Nueva York juntos. el mejor redactor del Post era una mujer, Helen Dudar. "Hola, cielo, dame una noticia par redactar". Por aquel entonces, el periódico sacaba seis ediciones al día, entre las once de la mañana y el cierre de la Bolsa, a las cuatro y media. Cuando estallaba una noticia, los reporteros de calle informaban de los detalles desde una cabina de teléfono, y los redactores escribían el artículo. La sala de la sección local estaba justo al lado de la sala de impresión, y el ruido -los redactores escribiendo a máquina, los impresores en la linotipia, la impresora de telégrafo y las bobinas de la prensa rodando- era una auténtica fantasía periodística.  

Trabajé en el Post cinco años. Después, me dediqué a escribir para revistas. Yo creía en el periodismo. Creía en la verdad. Creía que cuando la gente decía que se habían tergiversado sus declaraciones era porque le costaba reconocer sus palabras al verlas escritas en las frías y duras letras de imprenta. Creía que, cuando los activistas políticos afirmaban que los medios de comunicación conspiraban contra ellos, no tenían idea de que la mayoría de las empresas eran demasiado ineptas para urdir una conspiración. Creía tener un temperamento idóneo para el periodismo, por mi cinismo y mi desapego emocional; a veces admitía que estos rasgos eran defectos del carácter, pero en el fondo no lo creía. 

Me casé con un periodista, y no salió bien. Pero luego me casé con otro y sí. 

Ahora sé que la verdad no existe. Que las declaraciones de la gente se tergiversan continuamente. Que los medios de comunicación son un hervidero de conspiraciones (y que, en cualquier caso, la ineptitud es una forma de conspiración). Que con cinismo y desapego emocional no se llega demasiado lejos.

Pero estuve enamorada del periodismo muchos años. Me encantaba la sala de la sección local. Me encantaba el lote completo. Me encantaba fumar, beber whisky escocés y jugar al póquer.No sabía de nada y había elegido una profesión que no requería saber demasiado. Me encantaba la velocidad. Me encantaban los plazos de entrega. Me encantaba que se utilizara el periódico del día anterior para envolver el pescado.

Una historia así no se puede inventar, era una frase que yo decía a menudo. 



Desde que era pequeña, había sabido que tarde o temprano viviría en Nueva York y que todo lo demás sería un interludio. Había pasado todos esos años imaginando cómo sería Nueva York. Creía que sería la ciudad más emocionante, mágica y llena de posibilidades en la que se podía vivir; un lugar donde, si uno quería algo de verdad, podía conseguirlo; un lugar en el que estaría rodeada de gente a la que me moría por conocer; un lugar en el que podría llegar a ser lo único que valía la pena: periodista.

Y resultó que tenía razón.


[Tomado de "No me acuerdo de nada", Libros del Asteroide, España, 2023.]


Traducción de Catalina Martínez Muñoz.



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[1] La peste de Nueva York y Noticias atrasadas. (N. de la T.)

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