Ofenderse (parte 1 de 2), de J.M. Coetzee

John Maxwell Coetzee
LA OFENSA

A principios de la década de 1990, en el discurso público sudafricano se produjo un cambio revelador. Los blancos, que durante siglos habían sido afablemente insensibles a lo que los negros pensaran de ellos o a cómo los llamaran, empezaron a reaccionar  con susceptibilidad e incluso con indignación ante la denominación "colono". Una de las consignas de guerra del Congreso Panafricanista tocó una fibra particularmente sensible: "UN COLONO, UNA BALA". Los blancos señalaban la amenaza a sus vidas que contenía la palabra "bala", pero, según creo, era "colono" lo que suscitaba una perturbación más profunda. Los colonos en el lenguaje de la Sudáfrica blanca, son los británicos que recibieron concesiones de tierras en Kenia y las Rodesias, personas que se negaron a echar raíces en África, que enviaban a sus hijos a formarse en el extranjero y que  hablaban de Gran Bretaña como "la patria". Cuando entraron en acción los Mau Mau, los colonos huyeron. Para los sudafricanos, tanto blancos como negros, un colono es alguien que está de paso, diga lo que diga el diccionario.
Cuando los europeos llegaron al sur de África, se llamaron a sí mismos "cristianos", y a los "indígenas" "salvajes" o "paganos". Posteriormente, la díada "cristiano/pagano" se transformó y fue adoptando una serie de formas, entre ellas "civilizado/primitivo", "europeo/nativo" y "blanco/no blanco". No obstante, en todos los casos, y fueran cuales fuesen los términos nominalmente opuestos, había un rasgo constante: era siempre la persona cristiana (o blanca, o europea, o civilizada) quien tenía el poder de aplicar los nombres, tanto el suyo propio como el del otro.
Por supuesto, los paganos, los no blancos, los nativos, los primitivos, tenían sus propios nombres para los otros, los cristianos/europeos/blancos/civilizados. Sin embargo, en la medida en que quienes realizaban aquella contradenominación no lo hacían desde una posición de poder, una posición de autoridad, los nombres que aplicaban no contaban.Sin embargo, a partir de mediados de la década de 1980, a medida que su autoridad política iba disminuyendo, menguó le poder de quienes se llamaban a sí mismos blancos para poner nombres y hacer que persistieran, pero también -lo cual es más revelador- para persistir u obviar la denominación. En el nombre "colono" no hay nada intrínsecamente insultante. Es una palabra procedente de una de las lenguas de los propios blancos. sin embargo, en el discurso de la Sudáfrica actual es una palabra que ha sido objeto de apropiación; proviene de la boca de otro, con una intencionalidad hostil subyacente, y con una carga histórica que a los blancos no les gusta. Por primera vez en la historia (una historia que, en aspectos importantes, ya no estaba en sus manos ni hacer ni escribir), los blancos que oían "UN COLONO, UNA BALA", se hallaban en posición de denominados. Parte de su indignación se produjo al conocer una impotencia de la cual es señal el hecho de que a uno le pongan nombre. Parte de ella se debió también al descubrimiento por experiencia propia de que el hecho de poner nombre incluye el control de la distancia deíctica: puede colocar al denominado a una prudente distancia tan fácilmente como puede atraerlo cariñosamente más cerca.
No resulta evidente por qué términos aparentemente neutrales como "nativo" (o "negro" en el inglés de Estados Unidos), en lugar de vaciarse cada vez más al arraigar en el uso -el destino de la mayoría de los nombres-, acumulan poder de ofender y causar enojo, hasta el punto de que ya sólo los siguen utilizando los obstinados y los insensibles. Sólo cuando vemos en su uso como un acto verbal, un gesto de marcar distancias, comprendemos su resistencia a la entropía semántica. El contenido (la negritud de "negro", la condición autóctona de "nativo") puede reducirse hasta que la palabra sea un simple cascarón vacío, pero cuando se le hace aparecer en un acto de habla, cuando se la utiliza como nombre, la palabra recupera todo su poder simbólico, el poder de denominar que tiene que tiene quien la usa. La denotación de "colono" parece tan neutral como la de "nativo", pero en la consigna ritualizada "UN COLONO, UNA BALA" se vuelve injuriosa e indignante; forma parte de una representación, por parte de quienes corean la consigna, de la afirmación de la distancia y también de la preponderancia histórica respecto a su objeto. A los blancos que la oían, sin posibilidad de ignorarla, sin posibilidad de ponerle fin, no les quedaba más remedio que ofenderse.
El hecho de ofenderse no es exclusivo de quienes se hallan en situaciones de subordinación o debilidad. Sin embargo, la experiencia o la premonición de ser privado de poder me parece intrínseca a todos los casos en que alguien se ofende. (Resulta tentador sugerir que la lógica de la denominación provocadora, cuando se usa como táctica de los débiles contra los fuertes, consiste en que, si se puede hacer que los fuertes se ofendan, de este modo se colocarán, por lo menos momentáneamente, en pie de igualdad con los débiles.)

El intelectual

Los intelectuales racionales y laicos no se ofenden con mucha facilidad. Al igual que Karl Popper suelen creer que 
debo enseñarme a mí mismo a desconfiar de ese peligroso sentimiento o convencimiento intuitivo de que soy yo quien tiene razón. Debo desconfiar de ese sentimiento por poderoso que pueda ser. De hecho, mientras más poderoso sea, mayor será e peligro de que pueda engañarme a mí mismo; y, con ello, el peligro de que pueda convertirme en un fanático intolerante.
Las convicciones que no están respaldadas por la razón (razonan) no son poderosas, sino débiles; que alguien que mantiene una posición se ofenda cuando se ve cuestionado es signo de la debilidad y no de la fortaleza de dicha posición. Todos los puntos de vista merecen ser escuchados (audi alteram parti); el debate según las reglas de la razón decidirá cuál de ellos merece vencer.
Esos intelectuales también suelen tener explicaciones bien elaboradas ("teorías") sobre las emociones -ejemplos de ello son mi propia explicación del hecho de ofenderse y el análisis que hace Popper del "fanatismo"-, y la aplican introspectivamente, tanto como les es posible, a sus propias emociones. Cuando sí se ofenden, tratan de hacerlo de acuerdo con un programa: establecen (o creen que establecen) sus propios umbrales de respuesta, y se permiten (o creen que se permiten) responder a los estímulos sólo cuando se superan dichos umbrales. La creencia en el juego limpio (es decir, la creencia en que bajo las reglas del juego limpio ganan más a menudo los que pierden), que constituye uno de los valores más profundamente arraigados, también alienta su compasión hacia los desvalidos, los subordinados, y los disuade de burlarse de los perdedores. 
La combinación de una vigilancia estricta y racional sobre las emociones con la compasión hacia los desvalidos tiende a producir una respuesta doble a las exhibiciones de indignación por parte de otras personas. Por un lado, la clase de intelectual que describo considera prerracional o irracional la indignación, y sospecha que no es más que un disfraz con el cual se engaña a sí mismo quien tiene una posición de debate débil. Por otro lado, en la medida en que acepta la indignación como respuesta de quienes carecen de poder, es muy posible que el intelectual tome partido por los indignados, por lo menos desde el punto de vista ético. Es decir, que, sin participar empáticamente del sentimiento de indignación, y quizá incluso considerando en privado que la indignación es algo atrasado -una caída demasiado fácil en el sentimentalismo interesado-, pero partiendo de la creencia en el derecho del otro a ofenderse, y en particular de la convicción de que no se debe redoblar la subordinación de los desvalidos prescribiéndoles el modo en que han de oponerse a dicha subordinación, el intelectual está dispuesto a respetar e incluso defender que otras personas se ofendan, de modo muy parecido a como puede respetar la negativa de alguien a comer carne de cerdo, aunque personalmente considere que el tabú es fruto de la ignorancia y la superstición.
Esta tolerancia -que, dependiendo de cómo se mire, es profundamente civilizada o bien auto complaciente, hipócrita y condescendiente.
Esta tolerancia -que, dependiendo de cómo se mire, es profundamente civilizada o bine autocomplaciente, hipócrita y condescendiente- es consecuencia de la seguridad que los intelectuales sienten respecto al laicismo racional dentro de cuyos horizontes viven, de su confianza en que puede proporcionar explicación a la mayoría de las cosas y, por lo mismo -en los propios términos de dicho laicismo racional, que conceden una importancia fundamental a la capacidad de explicar las cosas-, en que no puede ser objeto de ningún método de explicación más global que él mismo. La razón, que enmarca la realidad sin estar sujeta a su vez a ningún marco, es una forma de poder sin ningún sentido de cómo puede ser la experiencia de la impotencia.
Autocomplacientes pero al mismo tiempo exigentes consigo mismos, hay intelectuales de la clase que describo que, apuntando al "Conócete a ti mismo" apolíneo, critican y estimulan la crítica de los fundamentos de su propio sistema de creencias. Tal es su confianza en sí mismos que incluso pueden acoger favorablemente los ataques que reciben, sonriendo cuando se los caricaturiza o insulta y respondiendo con el reconocimiento más entusiasta a los golpes más perspicaces e inteligentes. Aprueban particularmente las explicaciones de su obra que tratan de relativizarla, de interpretarla dentro de un marco cultural e histórico. Aprueban esas explicaciones y al mismo tiempo se aplican a enmarcarlas, a su vez, en el proyecto de la racionalidad, es decir, se aplican a recuperarlas. En muchos sentidos se parecen al gran maestro de ajedrez que, seguro de sus facultades, espera encontrar adversarios dignos de él.
Yo mismo soy un intelectual de esta clase (y al mismo tiempo, según espero, en cierta medida no lo soy), y mis respuestas a la indignación moral o a la indignación ante la dignidad ofendida se se formulan desde los procedimientos de pensamiento y el sistema de valores que he esbozado (aunque, una vez más, espero que no completamente desde ellos). Es decir, mis respuestas son las de alguien cuya primera reacción a los indicios interiores de sentirse ofendido es la de someter esos sentimientos incipientes al escrutinio de la racionalidad escéptica; de alguien que, si bien no es incapaz de ofenderse (por ejemplo, cuando lo llaman "colono"), no siente un respeto particular por su propio sentimiento de ofensa, no lo toma en serio, en especial como base para la acción.
En las Memorias del subsuelo de Dostoievski, el hombre del subsuelo, otro intelectual racional, aunque quizá de temperamento más irascible que la mayoría, identifica la capacidad de indignarse y ofenderse sinceramente (junto con la capacidad de sentir un amor sin reservas y experimentar una felicidad sin complicaciones) como rasgos propios de la clase de personalidad equilibrada y natural que preferiría poseer. Al mismo tiempo, desprecia la felicidad sin complicaciones y, en general, la vida no sometida a examen, y no le cuesta detectar el gusano de la autocomplacencia en el corazón de la sinceridad; su mordaz análisis identifica el hecho de ofenderse con las fanfarronadas cobardes del militar bravucón y con el último recurso del oficinista de traje raído. Sin embrago, su propia capacidad de enmarcar histórica y sociológicamente el hecho de ofenderse lo priva de todo sentido de convicción cuando él mismo trata de ofenderse.. A la inversa, lo incisivo de su diagnóstico de la racionalidad como una interminable partida de ajedrez con el yo lo delata como un racionalista hasta la médula. Son dos cabezas de una paradoja multicéfala bajo cuyo dominio se debate en vano.
Para alguien que no respeta su propio estado de ofensa, resulta difícil respetar en el sentido más profundo el de otras personas. Sólo lo respeta en el sentido de que respeta la adhesión de otras personas a credos que considera supersticiosos, es decir, respetando su derecho al credo que elijan al mismo tiempo que mantiene toas sus reservas sobre el credo en sí, sosteniendo esta doble actitud sobre la base del principio pragmático de Locke según el cual si no nos inmiscuimos en las vidas privadas de otros será menos probable que ellos se inmiscuyan en la nuestra. Se trata de una transacción entre la convicción privada y la expresión pública que se asume en interés del orden cívico y la buena vecindad, una posición que dista de ser ética y no nos exige más que tomar nota de los sentimientos de los conciudadanos y comportarnos escrupulosamente, en todos los aspectos, como si los respetáramos. No nos exige ir más allá, y respetar de verdad, interiormente, esos sentimientos, en especial, cuando surge, los de indignación.

Cuando se ofenden los poderosos

En mi análisis del hecho de ofenderse he indicado que la impotencia de la parte afectada es un elemento fundamental en la génesis de la indignación. Resulta fácil darse cuenta de la impotencia de sujeto de imitaciones que se burlan na secta religiosa o de una minoría étnica que se hallan en situación de subordinación. Sin embargo, cuando, en el otro extremo, un gobierno nacional una Iglesia dominante o una clase poderosa resultan resultan ofendidos por una u otra doctrina o representación hasta el punto de que se aplica a suprimirla, ¿cómo puedo afirmar que reaccionan por impotencia?
La censura estatal ofrece una pista. La censura estatal se presenta a sí misma como un baluarte entre la sociedad y las fuerzas de la subversión o la corrupción moral. Desechar un poco sincera esta explicación que da el Estado de sus propios motivos seria un error: es característico de la lógica paranoide de la mentalidad censora pensar que la virtud, como tal, ha de ser inocente, y por lo tanto, a menos que se la proteja, vulnerable a las artimañas del vicio. De este modo, la impotencia no es necesariamente una impotencia objetiva: los temores de los poderosos no se atreven a pronunciar su propio nombre precisamente porque, como miedos de los poderosos que son, parecerán infundados.
Además, el poder de los poderosos para defenderse de las representaciones que se hacen de ellos es sorprendentemente limitado; y cuanto más precisa es la representación, más limitado es dicho poder. Ortega sugiere que la mímesis no está guiada por el espíritu de la fidelidad sino por el de la burla. Esto quizá no se sostenga como generalización; sin embargo, desde el punto de vista del imitado el móvil puede parecer sin duda ése, ya que, cuanto más parecida es la imitación, más inmediata e irresistiblemente provoca la risa del espectador. En virtud simplemente de su prominencia, los poderosos se convierten en objeto de imitaciones o parecen burlarse de ellos, y que nada que no sea la fuerza puede suprimir. Sin embargo, en el momento en que actúan contra esas representaciones como las deformaciones que son de manera intrínseca, revelan (o parecen revelar) su vulnerabilidad a la burla.
La lógica que he detallado pone en claro no sólo la impotencia del poder -impotencia en el sentido de que se ve colocado en una situación en que se le acaban los recursos-, sino también el carácter esencialmente despiadado de la actividad de representación (y en este aspecto no pienso solamente en la representación satírica o caricaturesca). Las personas que se dedican diariamente a la elaboración de representaciones no ven nada de mágico en ellas, y por lo tanto nada digno de respeto en la gente que les atribuye poderes mágicos. cuanto más seriamente ve el artista que toman su obra los representados y ofendidos, y cuanto más se denuncia dicha obra, menos probable es que los tome en serio. (Por supuesto ello no significa que ignore la capacidad de vengarse de los ofendidos.)

La censura hoy

En los siete años transcurridos desde que escribí el primero de los ensayos recogidos en este libro, el contexto en el que escribo se ha visto afectado por dos cambios históricos -y tal vez incluso dignos de figurar en la historia- en el panorama político. Por una parte, en el curso del traspaso de poderes iniciado en 1990 en mi país de origen, el aparato de censura estatal ha caído prácticamente en desuso; al mismo tiempo, se derribaban los sistemas homólogos de la URSS y el antiguo bloque del Este de Europa. Por otra parte, el consenso  liberal sobre la libertad de expresión que tal vez antaño podía decirse que reinaba entre los intelectuales occidentales, y que de hecho contribuyó en gran medida a definirlos como colectivo, ha dejado de imperar. En Estados Unidos, por ejemplo, hay instituciones de enseñanza que han aprobado prohibiciones sobre ciertas categorías de expresión, mientras que la agitación contra la pornografía no se limita a la derecha. Incluso en Sudáfrica, donde cabría haber esperado alguna resistencia entre una intelectualidad con experiencia directa de la censura, la tendencia ha empezado a cambiar. Por ejemplo, académicos y editores, grupos de antaño se oponían firmemente a la censura, han colaborado con las autoridades educativas -como contribución a una Säuberungsaktion*- en la supresión de palabras ofensivas desde el punto de vista racial en las nuevas ediciones de clásicos en lenguas afrikaans.
A mediados de la década de 1980, me era posible dar por supuesto que la intelectualidad compartía en líneas generales mi opinión de que cuantas menos restricciones legales se aplicaran a la capacidad de expresarse, mejor: si resultaba que algunas de las formas asumidas por la libre expresión eran desafotrtunada, ello era parte del precio de la libertad. La censura institucional era una señal de la debilidad del Estado, no de fortaleza; el historial mundial de la censura era lo bastante repugnante para desacreditarla siempre. En 1995, ya no es posible formular tal suposición. Hay acreditados intelectuales que propugnan sanciones legales e institucionales contra publicaciones y películas de la clase que en la antigua Sudáfrica se solían denominar "indeseables" y que ahora, por lo general, se denominan "ofensivas"; al mismo tiempo, la propia tesis de que en conflictos entre el escritor y la ley, la razón siempre ha de estar de parte del escritor se encuentra en proceso de ser enmarcada históricamente y dejada de lado por ahistórica, como característica del "impetuoso progresismo de hace treinta años".

*Acción de limpieza o purificación, purga (en alemán en el original) (N. del T.)

CONTRA LA CENSURA

Los ensayos aquí reunidos no constituyen un ataque contra la censura (rara vez las polémicas de los escritores contra los censores acreditan la profesión). No me interesa recoger ejemplos de ofensas morales o políticas extremas, es decir, casos límite del tipo de los que son el pan de cada día de los filósofos y juristas académicos. Apenas abordo los dos temas de más viva actualidad en los debates sobre la censura: la raza (racista) y el sexo (misógino y homófobo).
Los ensayos tampoco afrontan la cuestión de la blasfemia. el hecho de que la indignación musulmana contra Los versos satánicos y su autor Salman Rushdie,  fuera recibida con desconcierto generalizado es un indicador de la medida en que se ha secularizado la sociedad occidental. El Reino Unido, del cual Rushdie es ciudadano, todavía tiene leyes contra la blasfemia, pero esas leyes, y de hecho la propia idea de confiar el nombre del Todopoderoso a la protección de los tribunales, han adoptado un aire cada vez más anacrónico. Para los musulmanes creyentes, la cuestión candente ha sido si Los versos satánicos es una obra blasfema y, si lo es, cuál debería ser la suerte del autor. Para la mayoría de los británicos, por el contrario, la cuestión era de jurisdicción: ¿tienen derecho unos extranjeros (y encima clérigos) a dictar sentencia de muerte a un conciudadano? La solidaridad con el desamparado Rushdie  se ha visto reforzada por la sospecha de que contra él se ha dado rienda suelta a años de resentimiento antioccidental; de que, si bien la publicación de los Versos encendió la chispa, se ha convertido a Rushdie en representante de todo un estamento intelectual consagrado que al celebrar el libro agravó el escándalo que comportaba.
El censor actúa, o cree que actúa, en interés de la comunidad. En la práctica, es frecuente que exprese la indignación de la comunidad o que imagine dicha indignación y la exprese; en ocasiones imagina tanto la comunidad como la indignación de esta. Si bien intento tratar la censura como un asunto complejo que posee dimensiones psicológicas así como políticas y morales, los ensayos aquí publicados no son en modo alguno comprensivos con la institución de la censura. No soy capaz de alinearme con el censor, no sólo debido a una actitud escéptica, en parte temperamental, en parte profesional, hacia las pasiones que llevan a ofenderse, sino también debido a la realidad histórica que he vivido y a la experiencia de lo que llega a ser la censura una vez que se instituye y se institucionaliza. Ni en mi experiencia ni en mis lecturas hay nada que me convenza de que la censura estatal no es algo intrínsecamente malo, ya que los males que encarna y los que fomenta son mayores, a lo largo e incluso a medio plazo, que cualquier beneficio que pueda asegurarse que se deriva de ella.
Esta valoración no es desinteresada. Hay buenas razones históricas por las cuales, desde la invención de la imprenta -con el enorme incremento de la capacidad de difusión que permitió. y por lo menos hasta el inicio de su pérdida de la posición dominante como medio de comunicación, los escritores han mantenido una relación incómoda con la autoridad gubernamental. La hostilidad entre ambas partes, que pronto quedó establecida e institucionalizada, se vio exacerbada por la tendencia de los artistas, a partir de fines del siglo XVIII, a asumir como papel social y propio, y en ocasiones incluso como vocación y destino, el poner a prueba los límites (es decir, los puntos débiles) del pensamiento y el sentimiento, de la representación, de la ley de la propia oposición por procedimientos que quienes se hallaban  en el poder habían de considerar con toda seguridad molestos e incluso ofensivos. Yo, por decirlo así, nací como escritor e intelectual en los últimos momentos de ese movimiento histórico.
Ahora bien, aparte de esta explicación histórica de mi posición, tengo motivos más pragmáticos para desconfiar de la censura. El principal de ellos es que, según mi experiencia, el remedio es peor que la enfermedad. La institución de la censura otorga poder a personas con una mentalidad fiscalizadora y burocrática que es perjudicial para la vida cultural, en incluso la espiritual, de la comunidad. Lo planteó hace mucho tiempo John Milton. Si hemos de tener censores competentes y profesionales, dice Milton, es preciso que sean personas "por encima de lo común, a un tiempo estudiosas, sabias y sensatas". Sin embargo, para esas personas estudiosas, sabias y sensatas

no puede haber oficio más tedioso y desagradable ... que convertirse en perpetuo[s] lector[es] de libros no escogidos ... Viendo pues que los que ahora poseen el empleo ... quieren librarse de él, y que ... no es probable que nunca los suceda ... ningún hombre de valía ... podemos prever fácilmente la clase de [censores] que podemos esperar en el futuro: o ignorantes, imperiosos y negligentes, o vilmente codiciosos.
Es decir, que las personas que nos tocan como censores son las que menos falta nos hacen.
En el plano individual, es más que probable que la lucha con el censor adquiera en la vida interior del escritor una importancia que como mínimo lo distraiga de su verdadera ocupación, y en el peor de los casos fascine e incluso pervierta su imaginación. En los testimonios personales de escritores que han actuado bajo censura encontramos descripciones elocuentes y desesperadas del modo en que la figura del censor es incorporada involuntariamente a la vida interior, psíquica, y trae consigo humillación, asco por uno mismo y vergüenza. En fantasías no deseadas de esta clase, se suele experimentar al censor como un parásito, un invasor patógeno del yo-cuerpo, al que se rechaza con intensidad visceral pero nunca se expulsa por completo.
Los países más respetuosos de la ley no son los que cuentan con las poblaciones carcelarias más elevadas, sino los que tienen las tasas de delincuencia más bajas. La ley, incluida la ley de la censura, tiene un sueño. Según este sueño, la rutina cotidiana de identificar y castigar malhechores irá decayendo; la ley y sus restricciones se grabarán tan profundamente en la ciudadanía que los los individuos se vigilarán a sí mismos. La censura espera con ilusión el día en que los escritores se censurarán a sí mismos y el censor podrá retirarse. Ésta es la razón por la cual la expulsión física del censor, vomitado como se hace con un demonio, posee cierto valor simbólico para el escritor de genealogía romántica; representa un rechazo del sueño de la razón, el sueño de una sociedad de leyes basadas en la razón y obedecidas porque son razonables.
Bajo la censura no florece la literatura. Ello no significa que las órdenes del censor, o la figura interiorizada de este, sean la única -ni siquiera la principal- presión que sufre el escritor: hay formas de represión, heredadas, adquiridas o autoimpuestas, que pueden experimentarse más profundamente. Incluso puede haber casos en que la censura  externa constituya un desafío interesante para el escritor o estimule su creatividad. Sin embargo, las estratagemas esópicas que suscita la censura no suelen pasar de ingeniosas; al mismo tiempo, los obstáculos que los escritores son capaces de imponerse a sí mismos son sin duda suficientes en número y variedad para que no se busquen más.
Sin embargo, por el bien común, por el bien del Estado, de vez en cuando se establecen aparatos de regulación y control que crecen y se consolidan, como suelen hacer las burocracias. A cualquier escritor le cuesta contemplar la envergadura de dichos aparatos sin una sonrisa incrédula. Uno reflexiona que, si las representaciones, sombras, son de verdad tan peligrosas, seguramente las medidas adecuadas contra ellas son otras representaciones, contrarrepresentaciones. Si la burla corroe el respeto por el Estado, si la blasfemia insulta a Dios, si la pornografía degrada las pasiones, sin duda bastará con que se alcen voces contrarias, más fuertes y convincentes, que defiendan la autoridad del Estado, alaben a Dios y exalten el amor casto.
Esta respuesta concuerda por completo con la teleología del liberalismo, que cree en la apertura del mercado a fuerzas contendientes porque a largo plazo el mercado tiende al bien, es decir, al progreso, que el liberalismo interpreta desde una perspectiva histórica e incluso metafísica. No concuerda en absoluto con las ramas más austeras del islam, el judaísmo y el cristianismo protestante, las cuales, como detectan en las raíces de la capacidad de representación una fuerza tentadora y diabólica y por lo tanto no tienen ninguna razón para esperar que en una guerra de representaciones -una guerra sin reglas- vayan a triunfar las buenas representaciones, prefieren prohibir los ídolos.
Con esto hemos llegado a l punto de entrada a un debate sobre los derechos del individuo frente a los derechos de la colectividad que es lo bastante conocido para no requerir una explicación amplia y al cual no tengo nada que aportar, con la posible excepción de una advertencia contra la clase de vigilancia moral que define clases vulnerables de personas y se dedica a protegerlas de males de cuya naturaleza hay que mantenerlas desconocedoras porque (según reza el argumento) el simple hecho de conocer el mal equivale a sufrirlo. En este caso me refiero principalmente a los niños, aunque se ha planteado el mismo argumento respecto a los llamados "creyentes sencillos". Nos preocupa proteger a los niños, en buena parte protegerlos de su curiosidad ilimitada sobre las cuestiones sexuales. Sin embargo, no deberíamos olvidar que los niños no experimentan el control de sus exploraciones -un control que, por sus propias premisas, no puede explicar en detalle y con exactitud lo que está prohibido- como una protección, sino como una frustración. ¿No es posible que de las medidas que adoptan los adultos para denegar la satisfacción de la curiosidad de los niños estos infieran justificadamente que dicha curiosidad es censurable? ¿No es posible que de las explicaciones que se les proporcionan del hecho de cohibirlos -unas explicaciones repletas de lagunas- infieran que no se los respeta como agentes morales? ¿No es posible que el daño ético que se inflige al niño con ello sea más duradero que cualquier daño que pueda sufrir por ir a donde lo lleva la curiosidad?
Esto no es ni un argumento en favor de mantener los materiales sexualmente explícitos fuera del alcance de los niños ni un argumento en contra de ello. Es una reflexión sobre el modo en que los daños se contrapesan, sobre imponderables que hay que sopesar, sobre la elección entre males. Al realizar tales elecciones quizá podamos incluir en nuestros cálculos la consideración de que para un niño pequeño las cosas que los adultos hacen con los cuerpos de los demás -o que les hacen- no son sólo intrigantes o perturbadoras, sino también feas y graciosas, incluso estúpidas; y también la consideración de que, logre o no el niño bloquear el pensamiento de que lo que hace la gente de la imagen tal vez lo hagan sus padres, al progenitor le resulta difícil no proyectar ese pensamiento en el niño y, al volver a experimentarlo a través de él,  sentirse incómodo, avergonzado e incluso enojado. Tampoco deberíamos olvidar quién se siente más incómodo cuando ante la mirada sin prejuicios del niño se exhiben espectáculos de vulgar desnudez adulta. El momento es complejo, pero ¿no es posible que en nuestro deseo de mantener esas visiones fuera del alcance del niño haya la voluntad de que no disminuya, por asociación, su estima por nosotros, de no convertirnos en objeto del asco o la diversión del niño? Max Scheler distingue entre la desnudez de una Afrodita esculpida con tanta reverencia que parece llevar un velo de modestia y la "desanimación", o pérdida del alma,  que se produce cuando se pierde el asombro primitivo o infantil y se observa el cuerpo desnudo con ojos conocedores. Vincula la "desanimación" con lo que denomina la "fuga aperceptiva" de los órganos sexuales del cuerpo: no vistos ya como parte integrante del cuerpo, ni tampoco como "terrenos de expresión de movimientos interiores y apasionados", los órganos sexuales -particularmente, cabría observar, el miembro masculino, con su aspecto de víscera proyectada al exterior- amenazan con convertirse en objetos de asco. No es extraño que queramos preservar la niñez de los niños protegiéndolos de esas visiones, pero ¿qué sensibilidad estamos protegiendo ante todo, la suya o la nuestra?
Los órganos sexuales, comenta San Agustín, actúan independientemente de la voluntad. En ocasiones responden a lo que no queremos que respondan; a veces permanecen "congelados" cuando queremos emplearlos. De esta obediencia de la carne, señal de nuestra condición de seres caídos, no están exentos ni siquiera los guardianes de nuestra moral. Un censor que dicta una prohibición, sea contra un obstáculo obsceno o contra una imitación burlona, es como un hombre que trata de impedir que el pene se le ponga erecto. El espectáculo es ridículo, tan ridículo que no tarda en ser víctima no sólo de su miembro rebelde, sino también de los dedos que lo señalan, de las voces que ríen. Ésa es la razón por la cual la institución de la censura ha de rodearse de prohibiciones secundarias contra la vulneración de su dignidad. Pasar de estar malhumorado a que se rían de uno porque lo está a prohibir que se rían del mal humor es una conocidísima evolución de la tiranía, que debería darnos aún más motivos para la cautela.
En el símil anterior, está de más indicar que quien dicta la prohibición no ha de ser necesariamente del sexo masculino. Quien dicta la prohibición reivindica, con ese acto, el falo, pero el falo en su forma mundana de pene. Adoptando la posición de censor, éste se convierte, en la práctica, en el ciego, en el personaje situado en el centro del círculo en el juego de la gallina ciega. Durante cierto tiempo, hasta que puede pasar a otro la venda de los ojos que lo señala, lo eleva y lo incapacita al mismo tiempo, está destinado a ser el estúpido que va tropezando y del cual se ríen y escapan los demás. Si ha de imperar el espíritu del juego, el el espíritu del niño, el censor debe aceptar la condición de payaso que acompaña a la de rey ciego. El censor que se niega a ser un payaso, que se arranca la venda de los ojos y acusa y castiga a los que ríen, no juega de verdad al juego. De este modo se convierte, en la paradoja de Erasmo, en un verdadero estúpido, o, mejor dicho, en el falso estúpido. Es un estúpido porque no sabe que es estúpido, porque cree que, como está en el centro del círculo, es rey.
Los niños no son, por el hecho de serlo, inocentes. Todos hemos sido niños y sabemos -a menos de que prefiramos olvidarlo- lo poco inocentes que éramos, que resueltos esfuerzos de adoctrinamiento fueron necesarios para convertirnos en inocentes, cuán a menuda tratamos de escapar de la etapa de la infancia y cuán implacablemente nos llevaron de vuelta a ella. Tampoco poseemos una dignidad inherente. Sin duda nacemos sin dignidad, y la pasamos suficiente tiempo a solas, ocultos a la mirada de los demás, haciendo las cosas que hacemos cuando estamos a solas, para saber la poca  dignidad que podemos reivindicar con honestidad. También vemos lo suficiente de los animales preocupados por su dignidad (los gatos, por ejemplo) para saber lo cómicas que pueden ser las pretensiones de dignidad.
La inocencia es un estado en el que tratamos de mantener a nuestros hijos; la dignidad es un estado que reivindicamos para nosotros. Las afrentas a la inocencia de nuestros hijos o a la dignidad de nuestra persona no son ataques a nuestro ser esencial, sino a construcciones, construcciones gracias a las cuales vivimos, pero construcciones al fin y al cabo. Ello no quiere decir que las afrentas a la inocencia o la dignidad no sean afrentas reales, ni que la indignación con la que respondemos ellas no sea real, en el sentido de que no la sintamos sinceramente. Las vulneraciones son reales;sin embargo, lo que es vulnerando no es nuestra esencia sino una ficción fundacional que suscribimos con mayor o menor entusiasmo, una ficción que probablemente sea indispensable para una sociedad justa, a saber, que los seres humanos poseen una dignidad que los hace distintos de los animales y, por consiguiente,  los protege de que se los trate como animales. (Cabe incluso esperar un día en que a los animales se les atribuirá su propia dignidad, y la prohibición se reformulará como prohibición a tratar a una criatura viva como una cosa.)
La ficción de la dignidad contribuye a definir la condición humana, y la condición humana contribuye a definir los derechos humanos. De este modo, hay un sentido real en el cual una afrenta a nuestra dignidad ataca nuestros derechos. Con todo, cuando, indignados por dicha afrenta, apelamos a nuestros derechos y exigimos reparación, haríamos bien en recordar lo insustancial que es la dignidad en que se basan esos derechos. Si olvidamos de dónde procede nuestra dignidad, podemos caer en una postura tan cómica como la del censor enfurecido.
LA vida, dice la Estupidez de Erasmo, es teatro: todos tenemos frases que decir y un papel que representar. Cierta clase de actor, al reconocer que está en una obra, seguirá actuando a pesar de todo; otra clase de actor, escandalizado de descubrir que está participando en una ilusión, tratará de irse del escenario y de la obra. El segundo actor se equivoca. Se equivoca porque fuera del teatro no hay nada, ninguna vida alternativa a la que uno puede incorporarse. El espectáculo es, por así decirlo, el único que hay en cartelera. Lo único que uno puede hacer es seguir representando el papel, aunque tal vez con una nueva conciencia, una conciencia cómica.
Llegamos así a un par de paradojas erasmistas. Una dignidad digna de respeto es una dignidad sin dignidad (que es muy distinta de una dignidad inconsciente o natural); una inocencia digna de respeto es una inocencia sin inocencia. En cuanto al respeto propiamente dicho, resulta tentador sugerir que se trata de un concepto superfluo, aunque tal vez sea indispensable para el funcionamiento del teatro de la vida. El verdadero respeto es una variedad del amor y puede subsumirse en él; respetar a alguien significa, entre otras cosas, perdonarle una inocencia que fuera del teatro sería falsa, una dignidad que sería risible.

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