La ejecución de Troppmann, de Iván Turgueniev
En el mes de febrero de este año, cuando me encontraba en París, almorzando en casa de unos amigos, recibí una invitación de Maxim Ducamp, totalmente inesperada, para asistir a la ejecución de Troppman.
No se trataba sólo de su ejecución: Ducamp me proponía contarme entre los raros privilegiados autorizados a entrar en la misma prisión.
El espantoso crimen cometido por Troppman no había sido todavía olvidado y, en aquellos momentos, París se interesaba tanto, o más, por él y por su próxima ejecución como por el nuevo misterio pseudo-parlamentario o por el asesinato de Víctor Noir, muerto a manos del príncipe Pedro Bonaparte, tan sorprendentemente absuelto después.
En todos los escaparates de los fotógrafos se exhibían series enteras de retratos que representaban a un joven robusto, de frente amplia, ojos negros y pequeños, y labios gruesos. Era el ilustre asesino de Pantin.
Desde hacía varias noches, miles de "blusones" se reunían en los alrededores de la Roquette para ver si se montaba ya la guillotina, y no se dispersaban hasta pasada la medianoche.
Cogido por sorpresa por la invitación de Ducamp, no lo pensé mucho y acepté.
Una vez dada mi palabra de acudir a la cita, adelante de la estatua del príncipe Eugenio, en el bulevar del mismo nombre, a las once de la noche, no quise echarme atrás. Un falso pudor me lo impedía. Que nadie pensara que me faltaba valor.
Como castigo que me impongo a mí mismo y como enseñanza para los demás, quiero contar todo lo que vi y revivir, para el recuerdo, las penosas impresiones de aquella noche. Quizá, así, mi relato no sólo satisfaga la curiosidad del lector sino que, además, le sirva de alguna utilidad.
II
Ducamp nos esperaba ante la estatua del príncipe Eugenio, acompañado de unos hombres. Entre ellos se encontraba el señor Claude, el célebre jefe de la policía, a quien Ducamp me presentó.
Los demás era, igual que yo, visitantes privilegiados, periodistas, reporteros, etcétera.
Ducamp me previno de que, probablemente, tendríamos que pasar la noche sin dormir, en la casa del comandante de la prisión. La ejecución de los condenados tiene lugar, en invierno, a las siete de la mañana pero teníamos que estar ahí antes de la medianoche; de lo contrario, no podríamos atravesar el gentío.
Desde la estatua del príncipe Eugenio hasta la Roquette no hay más de medio kilómetro. Por el momento, no vi nada extraordinario. En los bulevares había la misma gente de siempre. Quizá se podía notar que todo el mundo avanzaba en la misma dirección, incluso algunos, sobre todo mujeres, como a tirones. Además, de todos los cafés y todas las tabernas relucían con sus iluminaciones, lo que era raro en un barrio tan alejado del centro, sobre todo a una hora tan tardía. La noche no era de niebla sino empañada, húmeda sin lluvia, fría sin escarcha, una verdadera noche francesa de enero.
El señor Claude declaró que ya era el momento de partir, y nos pusimos en camino.
Conservaba su tranquilidad de hombre ocupado en quien semejantes acontecimientos no producían más sensación que el deseo de descargarse, lo más rápidamente posible, de un deber falto de alegría.
El señor Claude es un hombre de unos cincuenta años, de talla media, rechoncho, de anchos hombros, cabellos muy cortos y rasgos pequeños, casi minúsculos. Sólo la frente, el mentón y la nuca son excesivamente anchos. Una energía inquebrantable se revela en su voz, monótona y seca, en sus ojillos, pálidos y grises, en sus dedos cortos y fuertes, en sus pies musculosos, en todos sus movimientos, lentos pero firmes. Es, según dice, un maestro en su arte, una persona astuta que inspira un gran terror a todos los ladrones y asesinos. Los criminales políticos no estaban bajo su jurisdicción.
Su colega, el señor J., al que Ducamp también me alabó mucho, tiene el aspecto de un hombre afable, casi sentimental, de maneras más delicadas.
Aparte de estos dos señores, y quizá también de Ducamp, todos estábamos -o quizá así me lo pareció- un poco incómodos y algo confusos aunque seguíamos valientemente la fila, como en una cacería.
A medida que nos aproximábamos a la prisión, había más gente a nuestro alrededor, aunque no se tratara de una verdadera multitud. No se oían gritos ni conversaciones en voz alta. Estaba claro que la representación no comenzaba todavía. Sólo los chiquillos se agitaban alrededor y, metiendo las manos en los bolsillos de su pantalón y bajando la visera de sus gorras hasta la nariz, caminaban de aquí para allá con ese paso arrastrado, ese paso de oca que sólo se ve en París y que, en un abrir y cerrar de ojos, se convierte en una marcha ágil, parecida a los saltos que dan los monos.
-¡Miradle, miradle, es él! -dijeron algunas voces a mi alrededor.
-¿Sabe usted? -me dijo Ducamp-, le confunden con el verdugo.
Un buen principio, pensé.
El señor de París, al que conocí esa misma noche, es canoso, como yo, y tiene mi misma talla.
Súbitamente, apareció un espacio no demasiado ancho, flanqueado, a ambos lados, por unos edificios parecidos a cuarteles, con un aspecto sucio y de una arquitectura vulgar.
Era la plaza de la Roquette.
A la izquierda se encuentra la prisión de los detenidos juveniles; a la derecha, la casa donde se mantenía a los condenados a muerte o prisión de la Roquette.
III
Esta plaza estaba cortada, a lo ancho, por cuatro filas de soldados, otras cuatro filas semejantes se alineaban cuatrocientos pasos detrás de las primeras. Generalmente, no suele haber soldados; pero, esta vez, el gobierno, a causa del renombre de Troppman y del estado de los ánimos, caldeados por el asesinato de Noir, creía conveniente no limitarse solamente a la policía y adoptaba medidas extraordinarias.
Las puertas principales de la Roquette se encontraban justo en medio del espacio vacío dejado por los soldados. Algunos guardias urbanos paseaban lentamente ante esas puertas.
Un joven oficial, bastante grueso, con muchos galones en el quepis, se precipitó sobre nuestro grupo con una insolencia que me recordó el tiempo pasado en mi patria; pero se calmó al reconocer a los suyos.
Con grandes precauciones, se entreabrieron las puertas para dejarnos pasar un pequeño puesto militar. Después de habernos registrado e interrogado convenientemente, nos condujeron, a través de dos patios interiores, uno grande y uno pequeño, a la residencia del comandante.
Este comandante, un hombre fuerte, alto, con con bigotes y perilla grises, la figura típica de un oficial francés, de nariz aquilina, ojos inmóviles y rapaces y cráneo muy pequeño, nos recibió con sencillez y amabilidad. Pero, en contra de su voluntad, sus gestos y sus palabras revelaban que se trataba de un mocetón sólido, un servidor ciegamente adicto que no se detendría anta le ejecución de una orden de su amo, cualquiera que fuera ésta. Por lo demás, ya había dado pruebas de su celo: la noche del golpe de Estado del 2 de diciembre había ocupado, son su batallón, la imprenta del Moniteur.
Como un auténtico caballero, puso a nuestra disposición toda su residencia, que se encontraba en el segundo piso del cuerpo principal y que constaba de cuatro piezas bastante bien amuebladas. En dos de estas dos estaciones había chimeneas con el fuego encendido. Una pequeña galga, con una pata dislocada y ojos tristes, como si se sintiera también prisionera, cojeaba de una alfombra a otra, agitando la cola. Nosotros -me refiero a los visitantes- éramos ocho.
A algunos los conocía por fotografía (Sardou, Albert Wolf), pero yo no quería hablar con nadie.
Nos sentamos en una sillas. Ducamp había salido con el señor Claude.
Ni que decir tiene que Troppmann era el tema de nuestras conversaciones y el centro de todos nuestros pensamientos.
El comandante nos informó de que se había dormido a las nueve de la noche y que reposaba con un sueño profundo, que, al parecer, no estaba seguro del éxito de su recurso de gracia; que él mismo, el propio comandante, le había suplicado que dijera toda la verdad; que, como anteriormente, afirmaba con obstinación que tenía cómplices a los que no quería nombrar; que probablemente se derrumbaría en el último minuto; que, por lo demás, comía con apetito y no leía, etc.
Algunos de nosotros discutían sobre si había que dar crédito a las afirmaciones del criminal, ya que se había mostrado como un misterioso incorregible. Repetían los detalles del crimen, se preguntaban por el dictamen de los frenólogos acerca de Troppmann, se ponía sobre el tapete la cuestión de la pena de muerte.
Pero todo aquello era tan blando, tan trivial, las frases eran tan comunes que los mismos que hablaban no tenían ganas de continuar.
Pero al mismo tiempo, no nos sentíamos con ganas de hablar de otra cosa por respeto a la muerte y al hombre que le estaba consagrado.
Estábamos poseídos por la lenta inquietud que nos hacía languidecer. Nadie se aburría, pero esta sensación punzante era peor que el aburrimiento. Parecía, de antemano, que esta noche no tendría fin. Yo sólo sentía una cosa y era que no tenía derecho a encontrarme en el lugar donde estaba, que ninguna razón filosófica o psicológica justificaba mi presencia.
Entró el señor Claude y nos contó cómo el célebre Jud se le había escapado de entre los dedos. Pero no perdía la esperanza de atraparle si es que todavía estaba vivo. De repente, resonó un pesado crujido de ruedas y, unos momentos después, vinieron a decirnos que había llegado la guillotina. Todos nos arrojamos a la calle, como regocijados.
IV
Delante de las puertas se había detenido un carruaje cerrado , uncido a tres caballos en fila. Algo apartado, había otro carruaje de dos ruedas, bajo, pequeño, con la apariencia de una caja ovalada, uncido a un caballo. Como luego supimos, estaba destinado a recibir el cuerpo, después del suplicio, y llevarlo al cementerio.
Cerca del carruaje, se podía ver a varios obreros con sus blusas cortas.
Un señor de alta estatura, con sombrero redondo, corbata blanca y un gabán de verano sobre los hombros, daba órdenes en voz baja. Era el verdugo.
Todas las autoridades, el comandante, el señor Claude, el comisario de policía del barrio y los demás le rodearon para saludarle.
-¡Ah, señor Indric! ¡Buenas noches, señor Indric! -se les oía exclamar. Su verdadero apellido era Heidenreich.
Era alsaciano.
También nuestro grupo se le acercó. Por un momento, se había convertido en el centro de atención general.
En la manera de tratarle se advertía una familiaridad tensa pero respetuosa, como si le quisiéramos decir: "Nosotros no le despreciamos. Usted es siempre un personaje muy importante." Algunos del grupo llegaron a estrecharle la mano como señal de buen gusto.
Sus manos son bellas, muy blancas. Me acordé del Poltava de Puchkin:
El verdugo jugaba con sus manos blancas.
El señor Indrich era muy sencillo, muy tranquilo, muy educado, con una cierta gravedad patriarcal. Parecía ser consciente de que para nosotros, esta noche era el protagonista después de Troppmann, como su primer ministro.
Los obreros abrieron el carruaje y comenzaron a sacar las partes constitutivas de la guillotina que tenían que levantar allí mismo, a quince pasos de la puerta. Dos linternas comenzaron a moverse adelante y atrás, iluminando con círculos de luz los adoquines cuadrados del empedrado.
Miré mi reloj: sólo era medianoche.
El aire se había ido haciendo cada vez más oscuro y frío.
Ya se había reunido una gran multitud de gente.
Las puertas principales de la Roquette se encontraban justo en medio del espacio vacío dejado por los soldados. Algunos guardias urbanos paseaban lentamente ante esas puertas.
Un joven oficial, bastante grueso, con muchos galones en el quepis, se precipitó sobre nuestro grupo con una insolencia que me recordó el tiempo pasado en mi patria; pero se calmó al reconocer a los suyos.
Con grandes precauciones, se entreabrieron las puertas para dejarnos pasar un pequeño puesto militar. Después de habernos registrado e interrogado convenientemente, nos condujeron, a través de dos patios interiores, uno grande y uno pequeño, a la residencia del comandante.
Este comandante, un hombre fuerte, alto, con con bigotes y perilla grises, la figura típica de un oficial francés, de nariz aquilina, ojos inmóviles y rapaces y cráneo muy pequeño, nos recibió con sencillez y amabilidad. Pero, en contra de su voluntad, sus gestos y sus palabras revelaban que se trataba de un mocetón sólido, un servidor ciegamente adicto que no se detendría anta le ejecución de una orden de su amo, cualquiera que fuera ésta. Por lo demás, ya había dado pruebas de su celo: la noche del golpe de Estado del 2 de diciembre había ocupado, son su batallón, la imprenta del Moniteur.
Como un auténtico caballero, puso a nuestra disposición toda su residencia, que se encontraba en el segundo piso del cuerpo principal y que constaba de cuatro piezas bastante bien amuebladas. En dos de estas dos estaciones había chimeneas con el fuego encendido. Una pequeña galga, con una pata dislocada y ojos tristes, como si se sintiera también prisionera, cojeaba de una alfombra a otra, agitando la cola. Nosotros -me refiero a los visitantes- éramos ocho.
A algunos los conocía por fotografía (Sardou, Albert Wolf), pero yo no quería hablar con nadie.
Nos sentamos en una sillas. Ducamp había salido con el señor Claude.
Ni que decir tiene que Troppmann era el tema de nuestras conversaciones y el centro de todos nuestros pensamientos.
El comandante nos informó de que se había dormido a las nueve de la noche y que reposaba con un sueño profundo, que, al parecer, no estaba seguro del éxito de su recurso de gracia; que él mismo, el propio comandante, le había suplicado que dijera toda la verdad; que, como anteriormente, afirmaba con obstinación que tenía cómplices a los que no quería nombrar; que probablemente se derrumbaría en el último minuto; que, por lo demás, comía con apetito y no leía, etc.
Algunos de nosotros discutían sobre si había que dar crédito a las afirmaciones del criminal, ya que se había mostrado como un misterioso incorregible. Repetían los detalles del crimen, se preguntaban por el dictamen de los frenólogos acerca de Troppmann, se ponía sobre el tapete la cuestión de la pena de muerte.
Pero todo aquello era tan blando, tan trivial, las frases eran tan comunes que los mismos que hablaban no tenían ganas de continuar.
Pero al mismo tiempo, no nos sentíamos con ganas de hablar de otra cosa por respeto a la muerte y al hombre que le estaba consagrado.
Estábamos poseídos por la lenta inquietud que nos hacía languidecer. Nadie se aburría, pero esta sensación punzante era peor que el aburrimiento. Parecía, de antemano, que esta noche no tendría fin. Yo sólo sentía una cosa y era que no tenía derecho a encontrarme en el lugar donde estaba, que ninguna razón filosófica o psicológica justificaba mi presencia.
Entró el señor Claude y nos contó cómo el célebre Jud se le había escapado de entre los dedos. Pero no perdía la esperanza de atraparle si es que todavía estaba vivo. De repente, resonó un pesado crujido de ruedas y, unos momentos después, vinieron a decirnos que había llegado la guillotina. Todos nos arrojamos a la calle, como regocijados.
IV
Delante de las puertas se había detenido un carruaje cerrado , uncido a tres caballos en fila. Algo apartado, había otro carruaje de dos ruedas, bajo, pequeño, con la apariencia de una caja ovalada, uncido a un caballo. Como luego supimos, estaba destinado a recibir el cuerpo, después del suplicio, y llevarlo al cementerio.
Cerca del carruaje, se podía ver a varios obreros con sus blusas cortas.
Un señor de alta estatura, con sombrero redondo, corbata blanca y un gabán de verano sobre los hombros, daba órdenes en voz baja. Era el verdugo.
Todas las autoridades, el comandante, el señor Claude, el comisario de policía del barrio y los demás le rodearon para saludarle.
-¡Ah, señor Indric! ¡Buenas noches, señor Indric! -se les oía exclamar. Su verdadero apellido era Heidenreich.
Era alsaciano.
También nuestro grupo se le acercó. Por un momento, se había convertido en el centro de atención general.
En la manera de tratarle se advertía una familiaridad tensa pero respetuosa, como si le quisiéramos decir: "Nosotros no le despreciamos. Usted es siempre un personaje muy importante." Algunos del grupo llegaron a estrecharle la mano como señal de buen gusto.
Sus manos son bellas, muy blancas. Me acordé del Poltava de Puchkin:
El verdugo jugaba con sus manos blancas.
El señor Indrich era muy sencillo, muy tranquilo, muy educado, con una cierta gravedad patriarcal. Parecía ser consciente de que para nosotros, esta noche era el protagonista después de Troppmann, como su primer ministro.
Los obreros abrieron el carruaje y comenzaron a sacar las partes constitutivas de la guillotina que tenían que levantar allí mismo, a quince pasos de la puerta. Dos linternas comenzaron a moverse adelante y atrás, iluminando con círculos de luz los adoquines cuadrados del empedrado.
Miré mi reloj: sólo era medianoche.
El aire se había ido haciendo cada vez más oscuro y frío.
Ya se había reunido una gran multitud de gente.
Detrás del cordón de soldados que se alineaban ante el espacio cuadrado, reservado al cadalso, comenzó a elevarse un griterío.
Me acerqué a los soldados. Inmóviles, estaban un poco apretados y habían roto la regularidad primitiva de sus filas.
Su fisonomía no expresaba nada: sólo un frío aburrimiento y una paciencia obediente.
También los rostros que veía detrás de los cascos de los soldados, detrás de los tricornios de los guardias urbanos, los rostros de los "blusones" y de los obreros, expresaban lo mismo, aunque con una mezcla de sonrisa indefinible. Desde el fondo de la multitud, que se movía pesadamente y que iba avanzando, sonaron unas exclamaciones.
-¡Hola, Troppmann! ¡Hola, Lambert...! No tendríais que estar aquí.
Gritos, silbidos agudos. Hasta nosotros llegaba, claramente, el ruido de broncas y de insultos a causa de las peleas por un lugar adecuado para ver el espectáculo. Se elevaba, serpenteando, un fragmento de canción cínica. De repente, sonaba una aguda risa que era coreada por otras y que moría en una amplia explosión. Pero la verdadera cuestión no había empezado todavía. No se oían ni los gritos antidinásticos, que se preveían, ni el rugido tempestuoso de la Marsellesa.
Volví a acercarme a la guillotina, que se elevaba lentamente.
Un señor, peinado con tirabuzones, moreno, con un sombrero gris, probablemente un abogado, estaba de pie junto a la guillotina, y lanzaba una arenga gesticulando, con la mano derecha, con el índice señalando arriba y abajo mientras flexionaba las rodillas para acompañar el esfuerzo. Había asumido la tarea de demostrar a los dos o tres señores que le rodeaban, enfundados en gabanes abotonados hasta el cuello, que Troppmann no era un asesino sino un maníaco.
-Un maníaco, y voy a demostrarlo. Sigan mi razonamiento -afirmaba-. Su móvil no era el asesinato sino un orgullo que yo tacharía de desmesurado... Sigan mi razonamiento.
Los señores con gabán seguían su razonamiento pero, a juzgar por sus fisonomías, es dudoso que les convenciera.
Un obrero, que se encontraba en la plataforma de la guillotina, inclusa le miraba con un desprecio mal disimulado.
Volví al piso del comandante.
V
Varios de nuestros camaradas se habían reunido allí de nuevo.
El amable comandante les ofrecía un ponche americano.
Se empezaba a discutir, una vez más, sobre si Troppmann continuaba durmiendo, sobre lo que debía sentir y si el ruido de la muchedumbre llegaría hasta él a pesar de de la distancia que había entre su celda y la calle, etc.
El comandante nos enseñó una montaña de cartas dirigidas a Troppmann. Éste -decía- no quiere leerlas. La mayoría eran bromas vulgares, burlas; pero había también algunas cartas serias en las que se le conminaba a arrepentirse, a confesarlo todo. Un pastor metodista le enviaba una disertación teológica en veinte páginas. También había esquelas de mujeres. En algunas se encontraban incluso flores, margaritas, siemprevivas.
El comandante nos contó que Troppmann había intentado hacerse suministrar un veneno por el farmacéutico de la prisión y le escribió una carta que el otro, ni que decir tiene, había remitido a la autoridad correspondiente.
Me pareció que nuestro anfitrión no podía comprender por qué nos tomábamos tanto interés por una bestia tan mala y despreciable como Troppmann y aceptaba nuestra curiosidad como una frivolidad propia de hombres de mundo, de gente que estaba fuera de la órbita militar.
Después de haber charlado un instante, nos dispersamos cada uno por nuestro lado. durante toda la noche deambulamos como almas en pena. entrábamos en las habitaciones. Nos sentábamos, después bajábamos una vez más al patio. Una vez en la calle, volvíamos y nos sentábamos de nuevo.
Algunos se contaban anécdotas picantes, se intercambiaban frases baladíes. Se discutía de política, de teatro, del asesinato de Victor Noir. Otros intentaban bromear, contar chistes. Pero nada de esto funcionaba, sino que más bien provocaba unas risas desagradables, sin eco, una adhesión ficticia.
Encontré un pequeño canapé en la primera habitación y allí me instalé, con dificultad, intentando dormir. Desde luego, no me dormí ni me adormecí ni por un instante.
el ruido de la multitud era cada vez más fuerte, más compacto e ininterrumpido.
Hacia las tres de la mañana, según el señor Claude, que entraba, se sentaba en una silla, se dormía enseguida y volvía a salir, llamado por algunos de sus subordinados, se habían reunido ya más de veinticinco mil personas.
El ruido que organizaba me sorprendía por su semejanza con los bramidos del flujo y reflujo del mar, el mismo infinito "crescendo" wagneriano que no asciende regularmente sino con grandes murmullos y gigantescos derrumbes.
las notas agudas delas voces de las mujeres y de los niños surgían como finas salpicaduras sobre un zumbido colosal. En todo ello se ponía de manifiesto la potencia brutal de una fuerza de la naturaleza. A veces se amortigua por un instante, como si se recogiera y se durmiera... y, de repente, aumenta, se hincha y retumba como dispuesta a lanzarse y a desgarrarlo todo, retrocede, se calma poco a poco y después vuelve a aumentar... en un continuo sin fin. ¿Qué significa este ruido?, pensaba yo. ¿Impaciencia? ¿Alegría? ¿Odio? No, no es el eco de ningún sentimiento individual humano. Es, sencillamente, el ruido y el fragor de la naturaleza.
VI
Hacia las tres salí a la calle, quizá por décima vez. La guillotina estaba preparada. Confusos, más extraños que terribles, se dibujaban sobre el cielo oscuro, sus dos postes, separados un metro uno del otro, con la línea oblicua de la cuchilla que los unía. Yo suponía que estos dos postes se hallarían a mayor distancia. Su proximidad daba a la máquina una esbeltez lúgubre, la esbeltez de un cuello estirado como el de un cisne.
Un cesto de mimbre, alargado como una maleta, de un color rojo oscuro, me provocaba una sensación de asco. Sabía que los verdugos arrojarían a este cesto el cadáver caliente, palpitante todavía , y la cabeza cortada.
un poco antes había llegado la guardia municipal que se había colocado, formando un amplio semicírculo, ante la fachada de la prisión. Los caballos resoplaban de vez en cuando, mordían sus frenos y saludaban con la cabeza. En el pavimento, entre sus patas delanteras, blanqueaban grandes charcos de espuma. los jinetes dormitaban, sombríos, bajo sus gorros de piel calados hasta los ojos.
Las líneas de soldados, que cortaban la pequeña plaza para contener a la masa, habían reculado. Delante de la prisión, quedaba un espacio vacío, un cuadrado de trescientos pasos.
Avancé hacia uno de los cordones de tropas y miré detenidamente al pueblo que se estrujaba detrás y que gritaba como una fuerza de la naturaleza, es decir, estúpidamente.
Recuerdo el rostro de un joven "blusón" de unos veinte años. Tenía la cabeza inclinada y sonreía como si pensara en algo muy divertido. Alzaba la cabeza, inesperadamente, abría su gran boca y gritaba, sin articular palabra; después agachaba de nuevo la cabeza y volvía a reír.
¿Qué pasaba en el interior de este hombre? ¿Por qué se condenaba a sí mismo a pasar una noche de tormento, sin sueño, soportando una inmovilidad de casi ocho horas?
Mi oído no captaba las frases aisladas. Sólo algunas veces, a través del estruendo ininterrumpido, percibía los gritos agudos de los que vendían alguna publicación sobre Troppmann, sobre su vida, ejecución y últimas palabras. O bien, en algún lugar,a lo lejos, surgía una disputa, una risa estúpida, un graznido de mujer insatisfecha...
Esta vez sí que oí la Marsellesa, pero sólo cantada por cinco o seis personas y, además, con interrupciones. Pero la Marsellesa sólo alcanza su significado cuando está cantada por miles de voces.
-¡Abajo Pedro Bonaparte! -hurló una voz profunda.
-Oooooh, ah -gritaban, airadas, las que le hacían coro.
Los gritos de parte de esa multitud habían cobrado, repentinamente, el ritmo mesurado de una polca conocida con la música de Los farolillos.
Se respiraba la atmósfera pesada de las muchedumbres; un olor áspero ascendía... Todos estos cuerpos estaban empapados de mucho vino: entre ellos había numerosos borrachos. No en vano las tabernas dejaban ver sus rojas señales al fondo del paisaje.
La noche, de oscura, pasó a ser negra; el cielo nublado se ennegreció completamente.
En lo alto de los árboles dispersos, que se erigían como fantasmas, se veían pequeños grupos. Eran los niños que los habían escalado. Silbaban y piaban como pájaros posados entre las ramas. Uno de ellos cayó por tierra y se mató al romperse la columna vertebral. Pero su caída sólo provocó una risa que pronto se apagó.
Al volver a nuestro piso, y al pasar cerca de la guillotina, distinguí, en la plataforma, al verdugo rodeado de un pequeño grupo de curiosos. Estaba realizando un ensayo para ellos. hacía bascular la plancha, sujeta por una bisagra, sobre la que se inmovilizaba al criminal, y que, al caer, entra por su extremo en el agujero que hay entre los dos largueros. Después hacía caer el hacha que bajaba pesadamente y sin trabas, con un ronroneo sordo y precipitado.
No me detuve a ver esta representación, no subí a la plataforma. A cada momento aumentaba, dentro de mí, el sentimiento de un pecado, grave y desconocido, y de una secreta vergüenza. Quizá deba añadir a este sentimiento, la impresión de que los caballos, uncidos a los furgones y que comían tranquilamente la avena de los sacos ante la puerta de la prisión, me parecían los únicos seres inocentes que había entre todos nosotros.
Me hundí, de nuevo, en mi pequeño sofá y, en adelante, me dediqué a escuchar el ruido del reflujo del mar.
VII
Contra lo que se afirma ordinariamente, la última hora pasó más deprisa, sobre todo más que la segunda o la tercera. Quedamos asombrados al saber que habían sonado las seis y que sólo nos separaba una hora del momento de la ejecución. Dentro de media hora, a las seis y media, debíamos entrar en la celda de Troppmann.
La somnolencia desapareció al instante en todos los rostros.
No sé lo que sintieron los demás, pero mi corazón sufrió una fuerte opresión.
Aparecieron caras nuevas.
El capellán, un hombrecillo de rostro magro, llegó como un relámpago, con su larga vestidura negra de sacerdote en la que resaltaba la cinta roja de la Legión de honor. Iba cubierto con un sombrero bajo y de ala ancha.
El comandante nos había preparado una colación. En el salón, sobre la mesa redonda, aparecieron grandes cuencos de chocolate... Yo ni siquiera me acerqué aunque el anfitrión, hospitalario, me aconsejó que me reconfortara porque el aire matinal puede ser pernicioso. Tomar alimento en este momento me pareció repugnante. Dios mío, ¡había llegado la hora de los festines!
No tengo derecho, me decía por centésima vez desde el comienzo de la noche.
-¿Y él? ¿Continúa durmiendo? -preguntó alguien, tragando, a pequeño sorbos, su chocolate.
Todos hablaban de Troppmann sin nombrarle, pero no podía haber otro él.
-Duerme -respondió el comandante.
-¿A pesar de este horrible ruido?
Y, en efecto, el ruido había aumentado y rugía con una voz ronca. El rugiente coro ya no iba in crescendo pero bramaba victoriosa, alegremente.
-Su celda está detrás de un triple cerco de murallas -respondió el comandante.
El señor Claude miró su reloj.
-Las seis y veinte.
Estoy seguro de que todos nos estremecimos interiormente.
Sin embargo, cogimos con parsimonia nuestros sombreros y seguimos, ruidosamente, a nuestro guía.
VIII
Salimos al gran patio de la prisión y allí, en un rincón a la izquierda, tuvo lugar algo semejante a pasarnos lista.
Después, se nos introdujo en una habitación estrecha y totalmente vacía, con un único taburete en medio.
-Aquí se hace la "toilette" al condenado -me murmuró, al oído, Ducamp.
No todos pudimos entrar. Éramos trece personas en total, incluyendo al comandante, al capellán al señor Claude y a su ayudante.
Durante los dos o tres minutos que pasamos en esta habitación -en la que se levantó un acta notarial- la idea de que no teníamos ningún derecho a hacer lo que hacíamos, de que al asistir con fingida gravedad al asesinato de un ser semejante a nosotros representábamos una comedia ilegal y abominable, cruzó por última vez por mi mente.
Tan pronto como nos pusimos de nuevo en marcha detrás del señor Claude, por un corredor ancho, adoquinado con piedra y levemente iluminado por dos lamparillas, tuve la sensación de que todo iba a suceder pronto, en un minuto, en un segundo.
Por unas escaleras, subimos precipitadamente a otro corredor que también atravesamos; después, descendimos por una estrecha escalera de caracol y nos encontramos ante una puerta de hierro.
-Aquí es.
El guardián abrió con precaución, la puerta giró sobre sus goznes sin ruido y entramos todos, lentamente y en silencio, en una habitación bastante amplia, de paredes amarillas, con una ventana con rejas y con una cama deshecha en la que no había acostado nadie.
La luz de un gran quinqué iluminaba, por igual y bastante nítidamente todos los objetos. Yo me mantenía un poco detrás de los demás y recuerdo que parpadeaba. A pesar de ello, vi enseguida, un poco de lado, frente a mí, un rostro de cabellos y ojos negros que se movía lentamente, de izquierda a derecha, y que nos envolvía a todos con una mirada fija y redonda.
Era Troppmann.
Se había despertado antes de nuestra llegada. Estaba junto a la mesa en la que había escrito a su madre una carta de adiós, por lo demás, bastante banal.
El señor Claude se quitó el sombrero y se aproximó a él.
-Troppmann -dijo con voz seca, ni alta ni baja pero sin réplica posible-, hemos venido a informarle de que su recurso de gracia ha sido rechazado y que ha llegado, para usted, la hora de la reparación.
Troppmann levantó sus ojos hacia él, pero la mirada fija de antes había desaparecido.
Miraba tranquilo, casi somnoliento, y no dijo nada.
-¡Hijo mío! -exclamó el sacerdote con voz sorda. Y se aproximó a él por el otro lado-: ¡Valor!
Troppmann le miró de la misma manera que al señor Claude.
-Yo no sabía que no se comportaría como un cobarde -dijo éste con tono convencido, volviéndose hacia nosotros-. Yo respondo de él una vez que ha recibido el primer choque.
Como un profesor que quiere dar ánimos a su discípulo, le llama, de una manera previa, buen muchacho.
-¡Oh, no tengo miedo! -dijo Troppmann volviéndose al señor Claude-. No tengo miedo.
Su voz de barítono adolescente era completamente plana.
El sacerdote sacó un frasquito de su bolsillo.
-¿Quiere un poco de vino, hijo mío?
-No, gracias -respondió Troppmann con un saludo cortés.
El señor Claude se dirigió, de nuevo, a él.
-¿Continúa afirmando que no es culpable dle crimen por el que está condenado?
-Yo no he herido a nadie.
-Sin embargo... -intentó intervenir el comandante.
-Yo no he herido a nadie.
En los últimos tiempos, Troppmann, en desacuerdo con lo que había declarado anteriormente, comenzaba a afirmar que, a decir verdad, había llevado a la familia Kink al lugar del asesinato, pero que habían sido sus cómplices los que los habían matado y que la herida de su mano se debía a que había querido defender a los pequeños. De hecho, en el proceso había mentido como mintieron otros criminales antes que él.
-¿Continúa usted afirmando que tuco cómplices?
-Sí.
-¿No puede usted darnos sus nombres?
-No puedo... no quiero... no quiero.
La voz de Troppmann se había ido elevando y su rostro se iluminó durante un segundo. Pareció que iba a enfadarse.
-Bien, bien -respondió rápidamente el señor Claude como si quisiera demostrar que sólo le interrogaba para cumplir con una formalidad inevitable y que ahora iba a pasar a otra cosa.
Troppmann debía desnudarse. Dos guardianes se aproximaron a él y comenzaron a quitarle la camisa de fuerza, una especie de blusón azul de una tela áspera, con correas y hebillas, con largas mangas de tela de saco, de cuyos extremos descendían unos fuertes cordeles que le ceñían los riñones y la cintura.
Troppmann continuaba de lado, a dos pasos de mí. Se hubiera podido decir que su rostro era hermoso a no ser por una boca prominente, con labios hinchados como los de un animal, en cuyo fondo se distinguían unos dientes dispersos, dispuestos como un abanico. Cabellos espesos, oscuros, un poco quemados, largas cejas, ojos expresivos y saltones, una frente despejada y blanca, una nariz recta con una pequeña protuberancia y pequeñas bandas de pelusilla en el mentón...
Si alguien encontrara un rostro semejante fuera de la prisión, sin todos estos accesorios, seguramente le causaría una buena impresión. Cabezas como éstas se ven a millares entre alumnos de escuelas públicas, etc.
La talla de Troppmann era mediana; tenía una esbeltez de adolescente. Me pareció un efebo; es cierto que no tenía más de veinte años. El color de su piel era natural, sano, un poco rosado.
No palideció a nuestra entrada. No había ninguna duda de que había dormido durante la noche.
No levantaba la mirada y su respiración era profunda y regular como la de un hombre que sube con precaución a una alta montaña. Sacudió dos veces los cabellos como si quisiera rechazar una idea desagradable. Levantó la cabeza, elevó sus ojos al techo y lanzó un suspiro apenas perceptible.
Aparte de este movimiento, casi insitintivo, no se percibía en él casi ningún signo, no sólo ni de miedo sino que ni siquiera de emoción o inquietud. Nosotros estábamos, sin duda, más pálidos y emocionados que él.
Cuando se le liberó de las mangas de saco de la camisola, la sostuvo sobre el pecho con una sonrisa de contento mientras se la desabrochaban por detrás.
Es lo que hacen los niños cuando se les desviste.
Después se quitó la camisa y se puso otra que abotonó cuidadosamente. Resultaba sorprendente contemplar los movimientos amplios y libres de aquel cuerpo desnudo, de aquellos miembros desnudos destacando sobre el fondo amarillo de las paredes de la prisión. Después se inclinó, se pus sus botines, empujando con los talones y la suelas contra el suelo y contra la pared para que sus pies entrasen mejor y más cómodamente. Todo esto lo hacía con un aire desenvuelto, rápido, casi alegremente, como si hubiéramos venido a invitarle a dar un paseo.
Él callaba, nosotros callábamos también y nos miraba alzando involuntariamente los hombros en señal de extrañeza. Estábamos sorprendidos de la sencillez de sus movimientos, una sencillez que, como todos los actos naturales de la vida, tenía mucho de elegancia.
Uno de nuestros camaradas, que encontré casualmente al día siguiente, me dijo que durante nuestra estancia en la celda de Troppmann, pensó todo el tiempo que no estábamos en 1870 sino en 1794, que no éramos unos simples ciudadanos sino jacobinos que llevaban a la ejecución no a un asesino vulgar, sino a un marqués legitimista, a un adicto al antiguo régimen, a un aristócrata cortesano.
Es sabido que los condenados a muerte, tras leerles la sentencia, o bien caen en una inmovilidad absoluta, como si se murieran y descompusieran antes de tiempo, o se ponen bravucones, o caen en la desesperación, lloran, tiemblan, piden gracia.
Troppmann no pertenecía a ninguna de estas categorías, para sorpresa del mismo señor Claude. Hago constar aquí que, si Troppmann hubiese comenzado a llorar o a gritar, mis nervios o hubieran podido soportarlo y habría escapado. Pero, ante esta tranquilidad, ante esta sencillez, ante -incluso diría- esta modestia, todos mis sentimientos de repugnancia hacia un asesino sin piedad, ante un monstruo que había cortado la cabeza a unos niños mientras gritaban "mamá, mamá" y de piedad por un hombre a quien la muerte estaba próximo a engullir, se confundieron en uno solo: el asombro.
¿Qué era lo que sostenía a Troppmann? ¿Acaso, aunque en apariencia no se mostraba afectado, hacía teatro ante los espectadores, y nos estaba dedicando su última representación? ¿Se trataría de un valor innato, de un amor propio avivado por las palabras del señor Claude, del pensamiento de la lucha que tenía que manejar hasta el final o de cualquier otro sentimiento desconocido?
Es un misterio que se llevó consigo a la tumba.
Hay quien todavía piensa que Troppmann no gozaba de la plenitud de sus facultades. Ya he hablado antes de un abogado, de sombrero gris, al que no he vuelto a ver. La inutilidad, la necedad al masacrar a toda la familia Kink podría, de alguna manera servir de base a esta convicción.
IX
Pero hete aquí que ha terminado con sus botines. Se ha vuelto a incorporar y se ha inclinado como diciendo: ya estoy listo.
Le ponen, de nuevo, la camisa de fuerza.
El señor Claude nos pide a todos que salgamos y que dejemos a Troppmann solo con el sacerdote.
No esperamos más de dos minutos en el corredor. Su reducida silueta, su cabeza pequeña, desafiantemente echada hacia atrás, volvió a estar, de nuevo, entre nosotros. Su sentimiento religioso era débil y, probablemente, cumplió como meras formalidades los últimos actos de arrepentimiento ante el sacerdote que le enfrentaba sus pecados.
Nuestro grupo, con Troppmann incluido, subió inmediatamente la escalera de caracol que habíamos bajado un cuarto de hora antes y que estaba sumergida en la más completa oscuridad. El quinqué se había apagado.
Fue un minuto terrible.
Todos nos apresuramos a alcanzar el rellano superior. Nos empujábamos, chocábamos con los hombros. Uno de nosotros perdió el sombrero. alguien, detrás, gritaba encolerizado: "Pero, ¡por Dios!, encended la lámpara, iluminad esto."
Y aquí mismo, entre nosotros, ¿cómo estaba el desgraciado contra el que nos estrujábamos?
¿No pasaría por su cabeza la idea de arrojarse... donde, aprovechando la oscuridad? No importaba dónde, ¿a un rincón alejado de la prisión y romperse allí la cabeza contra el muro? al menos la muerte se la habría dado él mismo.
No sé si este pensamiento se les había ocurrido también a los demás pero se demostró que era gratuito. Todo nuestro grupo, con el hombrecillo en el centro, emergió en el corredor desde las profundidades de la escalera. Evidentemente, Troppmann pertenecía a la guillotina y comenzaba la marcha hacia ella.
X
Esta marcha se parecía mucho a una fuga. Troppmann caminaba delante de nosotros con pasos elásticos, rápidos, casi a saltos. Él se apresuraba y nosotros nos apresurábamos también tras él. Algunos incluso le adelantaron, por la derecha y por la izquierda, para mirarle, una vez más, a la cara. Así cruzamos el corredor y descendimos por otra escalera. Troppmann saltaba de cuatro en cuatro, los escalones. Recorrimos otro corredor, saltamos más escalones y nos encontramos en la habitación con un solo taburete, de la que ya he hablado y donde se hacia la "toilette" del condenado.
Entramos por una puerta, por la puerta de enfrente, apareció el verdugo, con paso grave, corbata blanca, vestido de negro, con aspecto de diplomático o de pastor.
Detrás de él, entró un viejecito regordete, también vestido de negro: su primer ayudante, el verdugo de Beauvais.
El viejecito llevaba en la mano una bolsa de piel.
Troppmann se detuvo delante del taburete. Todos se colocaron a su alrededor. El verdugo y su ayudante, el viejecito, se colocaron a su derecha; el sacerdote, también a la derecha, un poco más hacia adelante.
El viejo abrió con una llave la cerradura del bolso, sacó una correa de piel con hebillas, largas y cortas, y arrodillándose con dificultad detrás de Troppmann, empezó a ligarle los pies. Troppmann, involuntariamente, puso un pie sobre el extremo de las correas. El viejecito intentó soltarle y dijo dos veces:
-Perdón, señor.
Después tocó a Troppmann en la pantorrilla. El otro se volvió rápidamente y, con su habitual saludo cortés, levantó el pie y separó la correa.
Mientras, el sacerdote leía en un librito plegarias en francés.
Se aproximaron otros dos ayudantes, quitaron con rapidez la camisola a Troppmann, le pusieron las manos a la espalda, se las ataron en cruz y le cubrieron el cuerpo con correas. El verdugo en jefe daba órdenes señalando con el dedo aquí y allá. Llegó un momento en que no había en las correas la cantidad de agujeros necesarios para los clavos de las hebillas. el que había hecho los agujeros pensó que serían manipulados por un hombre fuerte. El viejecito comenzó a hurgar en su bolso, se llevó la mano a los bolsillos y, después de haber rebuscado, sacó de uno de ellos una lezna curva con ayuda de la cual se puso a perforar, con esfuerzo, la correa. Sus inhábiles dedos, inflamados por la gota, le obedecían mal. además, la piel era espesa y nueva. Hacía un agujero, probaba: había que apretar un poco más. Probablemente, el sacerdote adivinó que la cosa no iba bien. Por dos veces miró por encima del hombro y retrasó las palabras de la plegaria para dar tiempo al viejo a terminar su trabajo.
Finalmente, terminó la operación durante la cual confieso francamente que me había invadido un sudor frío. Todos los clavos habían entrado donde debían.
Al atado de las hebillas le sucedió otra formalidad.
Pidieron a Troppmann que se sentara en el taburete ante el que se mantenía de pie. El mismo anciano gotoso iba a proceder al corte de sus cabellos. Sacó unas tijeras pequeñas y, torciendo los labios, con precaución, cortó primero el cuello de la camisa de Troppmann, la misma camisa que le habían puesto hacía un momento, cuyo cuello se hubiera podido cortar antes. La tela estaba plisada y no cedía al corte mal afilado.
El verdugo en jefe lanzó una mirada al trabajo y pareció descontento: el corte no era lo suficientemente grande. Hizo una indicación con la mano: el viejecito gotoso volvió a comenzar su faena y cortó un gran pedazo de tela que dejó al descubierto la parte alta de la espalda y los omóplatos.
Troppmann hizo un movimiento: hacía frío en la habitación.
Entonces el viejo pasó a los cabellos. Posó su regordeta mano de izquierda en la cabeza de Troppmann, que la inclinó obedientemente, y con la derecha empezó a cortarle el pelo.
Mechones de cabellos castaños, tupidos, se deslizaron sobre sus hombros y cayeron sobre el parqué. Uno de ellos se deslizó hasta mis botas.
Troppmann continuaba inclinando la cabeza obedientemente; el sacerdote seguía retrasando el recitativo de la plegaria.
No podía separar mi vista de sus manos, antes manchadas de sangre y ahora colocadas una sobre otra sin defensa; sobre todo no podía apartar la mirada de ese cuello fino de adolescente. La imaginación, a pesar mío, trazaba sobre él un rayo transversal.
Aquí, pensaba yo, dentro de unos minutos, caerá el hacha de doscientos kilos quebrando las vértebras y cortando los músculos y los nervios.
El cuerpo parecía no esperar nada semejante, tan terso, sano y blanco como era...
Casi sin darme cuenta me planteé esta pregunta: ¿En qué piensa, en este momento, esta cabeza tan dulcemente inclinada? ¿Se mantiene firme, con los dientes apretados, sólo por obstinación, con la única idea de no demostrar un desfallecimiento? ¿O bien desfilan por ella los recuerdos del pasado, en avalanchas extremadamente variadas y, quizá, insignificantes? ¿Contempla la mueca agonizante de un miembro cualquiera de la familia Kink, o bien esta cabeza intenta, sencillamente, no pensar en nada y no hace más que repetirse a sí misma: Vamos a ver... esto no es nada..., ¿menos que nada?
Y lo repetirá hasta que la muerte se desplome sobre ella, cuando ya haya pasado el tiempo de la aflicción...
Y el viejecito cortaba, continuamente cortando. Los cabellos crujían bajo la presión de las tijeras.
Finalmente, también esta operación llegó a término.
Troppmann se enderezó bruscamente y sacudió la cabeza.
Generalmente, éste es el momento en que los condenados que todavía pueden hablar dirigen sus últimas súplicas al director de la prisión, recuerdan las deudas o el dinero que dejan, dan gracias a sus guardianes, piden que hagan llegar a sus padres una última carta o bien un mechón de sus cabellos como último adiós.
Pero Troppmann no era, evidentemente, un condenado corriente. Desdeñó semejantes ternezas y no pronunció ni una sola palabra. Esperaba silenciosamente. Se le arrojó sobre los hombros una chaqueta corta. El verdugo la cogió por el codo.
-Veamos, Troppmann -clamó la voz del señor Claude en medio de aquel silencio sepulcral-, dentro de un momento todo habrá terminado. ¿Persiste en declarar que tuvo cómplices?
-Sí, señor, persisto -respondió Troppmann con el mismo tono agradable y firme de barítono, y se inclinó un poco hacia adelante como si se excusara cortésmente y lamentara no poder continuar de otra manera.
-Pues bien, vamos -dijo el señor Claude. Y nos pusimos en camino.
Salimos al gran patio de la prisión.
XI
Eran las siete menos un minuto, pero el cielo apenas había aclarado y el mismo vapor oscuro lo envolvía todo y borraba los contornos de las cosas.
Apenas franqueamos el umbral, el mugido de la muchedumbre nos alcanzó como una oleada incesante y terriblemente agitada.
Pisando los adoquines del patio, nuestro pequeño grupo, que ahora era menos compacto, se dirigió rápidamente hacia las puertas.
Algunos de nosotros, entre los que me contaba, se habían quedado atrás y yo, aunque caminaba con los demás, me mantenía un poco separado.
Troppmann trotaba con pasos cortos y apresurados. Las ligaduras le obstaculizaban la marcha. ¡Qué pequeño me parecía, casi un niño!
De repente, con lentitud, como unas fauces, se abrieron los dos batientes de las puertas, acompañadas por un gran rugido de la masa alegre, satisfecha. Súbitamente, el monstruo de la guillotina nos miró, con sus dos postes negros y su cuchilla suspendida.
Tuve un estremecimiento que me heló el corazón. Me parecía que un frío invadía el patio. A pesar de todo, miré, una vez más, a Troppmann. Éste se echó para atrás, con la cabeza alta, doblando las rodillas como si alguien le hubiera dado un golpe en el pecho.
-Va a desvanecerse -murmuró alguien cerca de mí.
Pero se recuperó enseguida y avanzó con paso firme.
Detrás de sus pasos, aquello de nosotros que deseaban ver cómo caía su cabeza, se precipitaron a la calle... Yo no tuve bastante dominio sobre mí mismo y me detuve delante de la puerta.
Vi al verdugo levantarse como una torre negra, en el lado izquierdo de la plataforma. Vi a Troppmann separarse del grupo que estaba abajo y comenzar a subir los escalones. Había diez escalones. Le vi pararse y volverse; le oí decir:
-Decid al señor Claude... [1]
Después, al llegar arriba, unos hombre situados a derecha e izquierda, se precipitaron sobre él como una araña sobre una mosca.
A continuación, le vi caer hacia adelante y vi las suelas de sus zapatos cortar el aire.
Me detuve y esperé. La tierra parecía moverse bajo mis pies...
Me pareció que esperaba muchísimo tiempo. [2]
Tuve tiempo para darme cuenta de que, a la aparición de Troppmann, el ruido de la multitud calló como un monstruo que se duerme.
Un silencio sin respiración.
Delante de mí se encontraban un centinela, un joven de mejillas rosadas. Pude advertir que me miraba con una sorpresa estúpida, con terror. Pensé que este soldado podía haber nacido en un pueblecito perdido, en el seno de una buena y pacífica familia... ¡Y hay que ver lo que tocaba contemplar!
Entonces se oyó un ligero ruido de madres que chocan. Era la caída de la media luna superior de la guillotina con la recortadura transversal que dejaba pasar la cuchilla, la media luna que sujeta el cuello del criminal e inmoviliza su cabeza; después, algo retumbó sordamente, rugió y eructó como si se tratara de la expectoración de un animal. No puedo encontrar una comparación más exacta.
Todo se cubrió de niebla.
Alguien me sostuvo por le brazo; miré: era el ayudante del señor Claude, el señor J., al que, he sabido después, mi amigo Ducamp había encargado que me observara.
-Está usted muy pálido ¿quiere agua? -me dijo sonriendo.
Le di las gracias y volví al patio que, en aquello momentos, me pareció como un refugio contra el terror que hacía estragos al otro lado de las puertas.
XII
Nuestro grupo se reunió junto a poste que había cerca de la puerta para despedirnos del comandante y dejar a la multitud el tiempo de dispersarse.
Allí me dirigí y supe que, estando ya en la tabla, Troppman volvió de repente la cabeza de tal manera que no entró en la media luna y los verdugos se vieron obligados a arrastrarle hasta ella tirándole de los cabellos. Entonces mordió a uno de ellos, el verdugo jefe, en un dedo.
Inmediatamente después de la ejecución, mientras el cuerpo era arrojado a la carreta y se lo llevaban a toda prisa, dos hombres aprovecharon el inevitable tumulto, lograron romper el cordón que formaban los soldados y, subiendo hasta la guillotina, empaparon sus pañuelos en la sangre que se filtraba a través de las grietas del suelo.
Yo oía todas las conversaciones como en un sueño. Me sentía muy fatigado, y no era el único. Todos estaban agotados aunque, aparentemente, se sintieran mejor, como si de sus hombros hubiera desaparecido un gran peso.
Pero ninguno de nosotros, absolutamente ninguno, ofrecía el aspecto de un hombre que ha asistido a la ejecución de un acto de justicia social. Todos intentaban apartarse de esta idea y rechazar la responsabilidad del asesinato.
Ducamp y yo nos despedimos del comandante y volvimos a nuestras casas.
Delante de nosotros, un océano entero de seres humanos, hombres, mujeres y niños, movía sus olas desagradables y sucias.
Casi todos callaban.
Solamente unos "blusones" se increpaban entre ellos.
-¿Dónde vas tú?
-¿Y tú?
Y los golfillos saludaban con silbidos a las "cocottes" que pasaban en coche.
¡Qué rostros tan sombríos, macilentos y soñolientos! ¡Qué expresión de fatiga, de decepción, de desanimado desprecio, sin motivo alguno! Es verdad que no vi muchos borrachos. Quizá ya habían tenido tiempo de recogerlos o bien se habían recuperado por sí mismos.
La vida diaria volvía a reclamar a estas gentes.
¿Por qué, qué sensación les había sacado de los raíles de su existencia? Es terrible pensar en lo que se ocultaba debajo de todo esto.
A doscientos pasos aproximadamente de la prisión, encontramos un simón libre al que subimos. Durante el camino, Ducamp y yo discutimos sobre lo que acabábamos de ver, a propósito de lo cual él había escrito, hacía poco tiempo, palabras tan elocuentes y ciertas en la Revue des Deux Monds. Hablamos de la barbarie inútil y superflua de todo este procedimiento medieval gracias al cual la agonía de un criminal dura treinta minutos, de las seis y veintiocho a las siete... del asco por todos los disfraces, por el corte de cabellos, por los viajes por escaleras y corredores...
-¿Con qué derecho se realiza todo esto? ¿Por qué se mantiene este rito indignante? ¿Es justificable la pena de muerte? ¿Es justificable la pena de muerte?
Hemos contemplado la impresión que produce este espectáculo en el pueblo; su lado edificante es inexistente. Apenas una milésima parte de la masa, no más de cincuenta o sesenta personas, han podido ver algo a la escasa luz de esta hora tan temprana, a través de las filas de soldados y de la grupa de los caballos. ¿Y los demás? ¿Qué utilidad, por mínima que sea, han podido sacar de esta noche de insomnio, de borrachera, de holgazanería y de perversión?
Recordaba al joven que gritaba tontamente y cuyo rostro observé durante unos minutos. ¿Volvería hoy a al trabajo odiando más que ayer la holgazanería y el vicio?
¿Qué provecho he obtenido yo mismo? ¿Un sentimiento de admiración involuntaria por el asesino, el monstruo moral que ha dado pruebas de su desprecio por la muerte? ¿Cómo puede desear el legislador que se produzcan impresiones como la mía? ¿Con qué objetivo moral se puede seguir hablando después de tantos desmentidos proporcionados por la experiencia?
Pero no quiero plantear un discurso que me llevaría demasiado lejos.
¿Existe hoy alguien que ignore que el asunto de la pena de muerte es actualmente una de esa cuestiones irremisibles en cuya resolución trabaja la humanidad contemporánea?
Sería un motivo de contento para mí y me perdonaría a mí mismo, por una curiosidad insana, si mi relato proporcionara algún argumento a los defensores de la abolición de la pena de muerte o, al menos, a la supresión de la costumbre de su práctica en público.[3]
[1] No oí el final de la frase. Era: "Decid al señor Claude que persisto." Troppmann no quiso privarse de esta última alegría de dejar el tormento de la duda en la mente de sus jueces y del público.
[2] En realidad, desde que Troppmann puso el pie en los escalones hasta el momento en que arrojaron su cadáver en el cesto, sólo transcurrieron unos segundos.
[3] Hasta 1939 no se sustrajo a la vista del público y se reservó para el patio de la prisión. La pena de muerte fue abolida, en Francia, en 1981 (N. de la T.)
Me acerqué a los soldados. Inmóviles, estaban un poco apretados y habían roto la regularidad primitiva de sus filas.
Su fisonomía no expresaba nada: sólo un frío aburrimiento y una paciencia obediente.
También los rostros que veía detrás de los cascos de los soldados, detrás de los tricornios de los guardias urbanos, los rostros de los "blusones" y de los obreros, expresaban lo mismo, aunque con una mezcla de sonrisa indefinible. Desde el fondo de la multitud, que se movía pesadamente y que iba avanzando, sonaron unas exclamaciones.
-¡Hola, Troppmann! ¡Hola, Lambert...! No tendríais que estar aquí.
Gritos, silbidos agudos. Hasta nosotros llegaba, claramente, el ruido de broncas y de insultos a causa de las peleas por un lugar adecuado para ver el espectáculo. Se elevaba, serpenteando, un fragmento de canción cínica. De repente, sonaba una aguda risa que era coreada por otras y que moría en una amplia explosión. Pero la verdadera cuestión no había empezado todavía. No se oían ni los gritos antidinásticos, que se preveían, ni el rugido tempestuoso de la Marsellesa.
Volví a acercarme a la guillotina, que se elevaba lentamente.
Un señor, peinado con tirabuzones, moreno, con un sombrero gris, probablemente un abogado, estaba de pie junto a la guillotina, y lanzaba una arenga gesticulando, con la mano derecha, con el índice señalando arriba y abajo mientras flexionaba las rodillas para acompañar el esfuerzo. Había asumido la tarea de demostrar a los dos o tres señores que le rodeaban, enfundados en gabanes abotonados hasta el cuello, que Troppmann no era un asesino sino un maníaco.
-Un maníaco, y voy a demostrarlo. Sigan mi razonamiento -afirmaba-. Su móvil no era el asesinato sino un orgullo que yo tacharía de desmesurado... Sigan mi razonamiento.
Los señores con gabán seguían su razonamiento pero, a juzgar por sus fisonomías, es dudoso que les convenciera.
Un obrero, que se encontraba en la plataforma de la guillotina, inclusa le miraba con un desprecio mal disimulado.
Volví al piso del comandante.
V
Varios de nuestros camaradas se habían reunido allí de nuevo.
El amable comandante les ofrecía un ponche americano.
Se empezaba a discutir, una vez más, sobre si Troppmann continuaba durmiendo, sobre lo que debía sentir y si el ruido de la muchedumbre llegaría hasta él a pesar de de la distancia que había entre su celda y la calle, etc.
El comandante nos enseñó una montaña de cartas dirigidas a Troppmann. Éste -decía- no quiere leerlas. La mayoría eran bromas vulgares, burlas; pero había también algunas cartas serias en las que se le conminaba a arrepentirse, a confesarlo todo. Un pastor metodista le enviaba una disertación teológica en veinte páginas. También había esquelas de mujeres. En algunas se encontraban incluso flores, margaritas, siemprevivas.
El comandante nos contó que Troppmann había intentado hacerse suministrar un veneno por el farmacéutico de la prisión y le escribió una carta que el otro, ni que decir tiene, había remitido a la autoridad correspondiente.
Me pareció que nuestro anfitrión no podía comprender por qué nos tomábamos tanto interés por una bestia tan mala y despreciable como Troppmann y aceptaba nuestra curiosidad como una frivolidad propia de hombres de mundo, de gente que estaba fuera de la órbita militar.
Después de haber charlado un instante, nos dispersamos cada uno por nuestro lado. durante toda la noche deambulamos como almas en pena. entrábamos en las habitaciones. Nos sentábamos, después bajábamos una vez más al patio. Una vez en la calle, volvíamos y nos sentábamos de nuevo.
Algunos se contaban anécdotas picantes, se intercambiaban frases baladíes. Se discutía de política, de teatro, del asesinato de Victor Noir. Otros intentaban bromear, contar chistes. Pero nada de esto funcionaba, sino que más bien provocaba unas risas desagradables, sin eco, una adhesión ficticia.
Encontré un pequeño canapé en la primera habitación y allí me instalé, con dificultad, intentando dormir. Desde luego, no me dormí ni me adormecí ni por un instante.
el ruido de la multitud era cada vez más fuerte, más compacto e ininterrumpido.
Hacia las tres de la mañana, según el señor Claude, que entraba, se sentaba en una silla, se dormía enseguida y volvía a salir, llamado por algunos de sus subordinados, se habían reunido ya más de veinticinco mil personas.
El ruido que organizaba me sorprendía por su semejanza con los bramidos del flujo y reflujo del mar, el mismo infinito "crescendo" wagneriano que no asciende regularmente sino con grandes murmullos y gigantescos derrumbes.
las notas agudas delas voces de las mujeres y de los niños surgían como finas salpicaduras sobre un zumbido colosal. En todo ello se ponía de manifiesto la potencia brutal de una fuerza de la naturaleza. A veces se amortigua por un instante, como si se recogiera y se durmiera... y, de repente, aumenta, se hincha y retumba como dispuesta a lanzarse y a desgarrarlo todo, retrocede, se calma poco a poco y después vuelve a aumentar... en un continuo sin fin. ¿Qué significa este ruido?, pensaba yo. ¿Impaciencia? ¿Alegría? ¿Odio? No, no es el eco de ningún sentimiento individual humano. Es, sencillamente, el ruido y el fragor de la naturaleza.
VI
Hacia las tres salí a la calle, quizá por décima vez. La guillotina estaba preparada. Confusos, más extraños que terribles, se dibujaban sobre el cielo oscuro, sus dos postes, separados un metro uno del otro, con la línea oblicua de la cuchilla que los unía. Yo suponía que estos dos postes se hallarían a mayor distancia. Su proximidad daba a la máquina una esbeltez lúgubre, la esbeltez de un cuello estirado como el de un cisne.
Un cesto de mimbre, alargado como una maleta, de un color rojo oscuro, me provocaba una sensación de asco. Sabía que los verdugos arrojarían a este cesto el cadáver caliente, palpitante todavía , y la cabeza cortada.
un poco antes había llegado la guardia municipal que se había colocado, formando un amplio semicírculo, ante la fachada de la prisión. Los caballos resoplaban de vez en cuando, mordían sus frenos y saludaban con la cabeza. En el pavimento, entre sus patas delanteras, blanqueaban grandes charcos de espuma. los jinetes dormitaban, sombríos, bajo sus gorros de piel calados hasta los ojos.
Las líneas de soldados, que cortaban la pequeña plaza para contener a la masa, habían reculado. Delante de la prisión, quedaba un espacio vacío, un cuadrado de trescientos pasos.
Avancé hacia uno de los cordones de tropas y miré detenidamente al pueblo que se estrujaba detrás y que gritaba como una fuerza de la naturaleza, es decir, estúpidamente.
Recuerdo el rostro de un joven "blusón" de unos veinte años. Tenía la cabeza inclinada y sonreía como si pensara en algo muy divertido. Alzaba la cabeza, inesperadamente, abría su gran boca y gritaba, sin articular palabra; después agachaba de nuevo la cabeza y volvía a reír.
¿Qué pasaba en el interior de este hombre? ¿Por qué se condenaba a sí mismo a pasar una noche de tormento, sin sueño, soportando una inmovilidad de casi ocho horas?
Mi oído no captaba las frases aisladas. Sólo algunas veces, a través del estruendo ininterrumpido, percibía los gritos agudos de los que vendían alguna publicación sobre Troppmann, sobre su vida, ejecución y últimas palabras. O bien, en algún lugar,a lo lejos, surgía una disputa, una risa estúpida, un graznido de mujer insatisfecha...
Esta vez sí que oí la Marsellesa, pero sólo cantada por cinco o seis personas y, además, con interrupciones. Pero la Marsellesa sólo alcanza su significado cuando está cantada por miles de voces.
-¡Abajo Pedro Bonaparte! -hurló una voz profunda.
-Oooooh, ah -gritaban, airadas, las que le hacían coro.
Los gritos de parte de esa multitud habían cobrado, repentinamente, el ritmo mesurado de una polca conocida con la música de Los farolillos.
Se respiraba la atmósfera pesada de las muchedumbres; un olor áspero ascendía... Todos estos cuerpos estaban empapados de mucho vino: entre ellos había numerosos borrachos. No en vano las tabernas dejaban ver sus rojas señales al fondo del paisaje.
La noche, de oscura, pasó a ser negra; el cielo nublado se ennegreció completamente.
En lo alto de los árboles dispersos, que se erigían como fantasmas, se veían pequeños grupos. Eran los niños que los habían escalado. Silbaban y piaban como pájaros posados entre las ramas. Uno de ellos cayó por tierra y se mató al romperse la columna vertebral. Pero su caída sólo provocó una risa que pronto se apagó.
Al volver a nuestro piso, y al pasar cerca de la guillotina, distinguí, en la plataforma, al verdugo rodeado de un pequeño grupo de curiosos. Estaba realizando un ensayo para ellos. hacía bascular la plancha, sujeta por una bisagra, sobre la que se inmovilizaba al criminal, y que, al caer, entra por su extremo en el agujero que hay entre los dos largueros. Después hacía caer el hacha que bajaba pesadamente y sin trabas, con un ronroneo sordo y precipitado.
No me detuve a ver esta representación, no subí a la plataforma. A cada momento aumentaba, dentro de mí, el sentimiento de un pecado, grave y desconocido, y de una secreta vergüenza. Quizá deba añadir a este sentimiento, la impresión de que los caballos, uncidos a los furgones y que comían tranquilamente la avena de los sacos ante la puerta de la prisión, me parecían los únicos seres inocentes que había entre todos nosotros.
Me hundí, de nuevo, en mi pequeño sofá y, en adelante, me dediqué a escuchar el ruido del reflujo del mar.
Jean Baptiste Troppmann |
VII
Contra lo que se afirma ordinariamente, la última hora pasó más deprisa, sobre todo más que la segunda o la tercera. Quedamos asombrados al saber que habían sonado las seis y que sólo nos separaba una hora del momento de la ejecución. Dentro de media hora, a las seis y media, debíamos entrar en la celda de Troppmann.
La somnolencia desapareció al instante en todos los rostros.
No sé lo que sintieron los demás, pero mi corazón sufrió una fuerte opresión.
Aparecieron caras nuevas.
El capellán, un hombrecillo de rostro magro, llegó como un relámpago, con su larga vestidura negra de sacerdote en la que resaltaba la cinta roja de la Legión de honor. Iba cubierto con un sombrero bajo y de ala ancha.
El comandante nos había preparado una colación. En el salón, sobre la mesa redonda, aparecieron grandes cuencos de chocolate... Yo ni siquiera me acerqué aunque el anfitrión, hospitalario, me aconsejó que me reconfortara porque el aire matinal puede ser pernicioso. Tomar alimento en este momento me pareció repugnante. Dios mío, ¡había llegado la hora de los festines!
No tengo derecho, me decía por centésima vez desde el comienzo de la noche.
-¿Y él? ¿Continúa durmiendo? -preguntó alguien, tragando, a pequeño sorbos, su chocolate.
Todos hablaban de Troppmann sin nombrarle, pero no podía haber otro él.
-Duerme -respondió el comandante.
-¿A pesar de este horrible ruido?
Y, en efecto, el ruido había aumentado y rugía con una voz ronca. El rugiente coro ya no iba in crescendo pero bramaba victoriosa, alegremente.
-Su celda está detrás de un triple cerco de murallas -respondió el comandante.
El señor Claude miró su reloj.
-Las seis y veinte.
Estoy seguro de que todos nos estremecimos interiormente.
Sin embargo, cogimos con parsimonia nuestros sombreros y seguimos, ruidosamente, a nuestro guía.
VIII
Salimos al gran patio de la prisión y allí, en un rincón a la izquierda, tuvo lugar algo semejante a pasarnos lista.
Después, se nos introdujo en una habitación estrecha y totalmente vacía, con un único taburete en medio.
-Aquí se hace la "toilette" al condenado -me murmuró, al oído, Ducamp.
No todos pudimos entrar. Éramos trece personas en total, incluyendo al comandante, al capellán al señor Claude y a su ayudante.
Durante los dos o tres minutos que pasamos en esta habitación -en la que se levantó un acta notarial- la idea de que no teníamos ningún derecho a hacer lo que hacíamos, de que al asistir con fingida gravedad al asesinato de un ser semejante a nosotros representábamos una comedia ilegal y abominable, cruzó por última vez por mi mente.
Tan pronto como nos pusimos de nuevo en marcha detrás del señor Claude, por un corredor ancho, adoquinado con piedra y levemente iluminado por dos lamparillas, tuve la sensación de que todo iba a suceder pronto, en un minuto, en un segundo.
Por unas escaleras, subimos precipitadamente a otro corredor que también atravesamos; después, descendimos por una estrecha escalera de caracol y nos encontramos ante una puerta de hierro.
-Aquí es.
El guardián abrió con precaución, la puerta giró sobre sus goznes sin ruido y entramos todos, lentamente y en silencio, en una habitación bastante amplia, de paredes amarillas, con una ventana con rejas y con una cama deshecha en la que no había acostado nadie.
La luz de un gran quinqué iluminaba, por igual y bastante nítidamente todos los objetos. Yo me mantenía un poco detrás de los demás y recuerdo que parpadeaba. A pesar de ello, vi enseguida, un poco de lado, frente a mí, un rostro de cabellos y ojos negros que se movía lentamente, de izquierda a derecha, y que nos envolvía a todos con una mirada fija y redonda.
Era Troppmann.
Se había despertado antes de nuestra llegada. Estaba junto a la mesa en la que había escrito a su madre una carta de adiós, por lo demás, bastante banal.
El señor Claude se quitó el sombrero y se aproximó a él.
-Troppmann -dijo con voz seca, ni alta ni baja pero sin réplica posible-, hemos venido a informarle de que su recurso de gracia ha sido rechazado y que ha llegado, para usted, la hora de la reparación.
Troppmann levantó sus ojos hacia él, pero la mirada fija de antes había desaparecido.
Miraba tranquilo, casi somnoliento, y no dijo nada.
-¡Hijo mío! -exclamó el sacerdote con voz sorda. Y se aproximó a él por el otro lado-: ¡Valor!
Troppmann le miró de la misma manera que al señor Claude.
-Yo no sabía que no se comportaría como un cobarde -dijo éste con tono convencido, volviéndose hacia nosotros-. Yo respondo de él una vez que ha recibido el primer choque.
Como un profesor que quiere dar ánimos a su discípulo, le llama, de una manera previa, buen muchacho.
-¡Oh, no tengo miedo! -dijo Troppmann volviéndose al señor Claude-. No tengo miedo.
Su voz de barítono adolescente era completamente plana.
El sacerdote sacó un frasquito de su bolsillo.
-¿Quiere un poco de vino, hijo mío?
-No, gracias -respondió Troppmann con un saludo cortés.
El señor Claude se dirigió, de nuevo, a él.
-¿Continúa afirmando que no es culpable dle crimen por el que está condenado?
-Yo no he herido a nadie.
-Sin embargo... -intentó intervenir el comandante.
-Yo no he herido a nadie.
En los últimos tiempos, Troppmann, en desacuerdo con lo que había declarado anteriormente, comenzaba a afirmar que, a decir verdad, había llevado a la familia Kink al lugar del asesinato, pero que habían sido sus cómplices los que los habían matado y que la herida de su mano se debía a que había querido defender a los pequeños. De hecho, en el proceso había mentido como mintieron otros criminales antes que él.
-¿Continúa usted afirmando que tuco cómplices?
-Sí.
-¿No puede usted darnos sus nombres?
-No puedo... no quiero... no quiero.
La voz de Troppmann se había ido elevando y su rostro se iluminó durante un segundo. Pareció que iba a enfadarse.
-Bien, bien -respondió rápidamente el señor Claude como si quisiera demostrar que sólo le interrogaba para cumplir con una formalidad inevitable y que ahora iba a pasar a otra cosa.
Troppmann debía desnudarse. Dos guardianes se aproximaron a él y comenzaron a quitarle la camisa de fuerza, una especie de blusón azul de una tela áspera, con correas y hebillas, con largas mangas de tela de saco, de cuyos extremos descendían unos fuertes cordeles que le ceñían los riñones y la cintura.
Troppmann continuaba de lado, a dos pasos de mí. Se hubiera podido decir que su rostro era hermoso a no ser por una boca prominente, con labios hinchados como los de un animal, en cuyo fondo se distinguían unos dientes dispersos, dispuestos como un abanico. Cabellos espesos, oscuros, un poco quemados, largas cejas, ojos expresivos y saltones, una frente despejada y blanca, una nariz recta con una pequeña protuberancia y pequeñas bandas de pelusilla en el mentón...
Si alguien encontrara un rostro semejante fuera de la prisión, sin todos estos accesorios, seguramente le causaría una buena impresión. Cabezas como éstas se ven a millares entre alumnos de escuelas públicas, etc.
La talla de Troppmann era mediana; tenía una esbeltez de adolescente. Me pareció un efebo; es cierto que no tenía más de veinte años. El color de su piel era natural, sano, un poco rosado.
No palideció a nuestra entrada. No había ninguna duda de que había dormido durante la noche.
No levantaba la mirada y su respiración era profunda y regular como la de un hombre que sube con precaución a una alta montaña. Sacudió dos veces los cabellos como si quisiera rechazar una idea desagradable. Levantó la cabeza, elevó sus ojos al techo y lanzó un suspiro apenas perceptible.
Aparte de este movimiento, casi insitintivo, no se percibía en él casi ningún signo, no sólo ni de miedo sino que ni siquiera de emoción o inquietud. Nosotros estábamos, sin duda, más pálidos y emocionados que él.
Cuando se le liberó de las mangas de saco de la camisola, la sostuvo sobre el pecho con una sonrisa de contento mientras se la desabrochaban por detrás.
Es lo que hacen los niños cuando se les desviste.
Después se quitó la camisa y se puso otra que abotonó cuidadosamente. Resultaba sorprendente contemplar los movimientos amplios y libres de aquel cuerpo desnudo, de aquellos miembros desnudos destacando sobre el fondo amarillo de las paredes de la prisión. Después se inclinó, se pus sus botines, empujando con los talones y la suelas contra el suelo y contra la pared para que sus pies entrasen mejor y más cómodamente. Todo esto lo hacía con un aire desenvuelto, rápido, casi alegremente, como si hubiéramos venido a invitarle a dar un paseo.
Él callaba, nosotros callábamos también y nos miraba alzando involuntariamente los hombros en señal de extrañeza. Estábamos sorprendidos de la sencillez de sus movimientos, una sencillez que, como todos los actos naturales de la vida, tenía mucho de elegancia.
Uno de nuestros camaradas, que encontré casualmente al día siguiente, me dijo que durante nuestra estancia en la celda de Troppmann, pensó todo el tiempo que no estábamos en 1870 sino en 1794, que no éramos unos simples ciudadanos sino jacobinos que llevaban a la ejecución no a un asesino vulgar, sino a un marqués legitimista, a un adicto al antiguo régimen, a un aristócrata cortesano.
Es sabido que los condenados a muerte, tras leerles la sentencia, o bien caen en una inmovilidad absoluta, como si se murieran y descompusieran antes de tiempo, o se ponen bravucones, o caen en la desesperación, lloran, tiemblan, piden gracia.
Troppmann no pertenecía a ninguna de estas categorías, para sorpresa del mismo señor Claude. Hago constar aquí que, si Troppmann hubiese comenzado a llorar o a gritar, mis nervios o hubieran podido soportarlo y habría escapado. Pero, ante esta tranquilidad, ante esta sencillez, ante -incluso diría- esta modestia, todos mis sentimientos de repugnancia hacia un asesino sin piedad, ante un monstruo que había cortado la cabeza a unos niños mientras gritaban "mamá, mamá" y de piedad por un hombre a quien la muerte estaba próximo a engullir, se confundieron en uno solo: el asombro.
¿Qué era lo que sostenía a Troppmann? ¿Acaso, aunque en apariencia no se mostraba afectado, hacía teatro ante los espectadores, y nos estaba dedicando su última representación? ¿Se trataría de un valor innato, de un amor propio avivado por las palabras del señor Claude, del pensamiento de la lucha que tenía que manejar hasta el final o de cualquier otro sentimiento desconocido?
Es un misterio que se llevó consigo a la tumba.
Hay quien todavía piensa que Troppmann no gozaba de la plenitud de sus facultades. Ya he hablado antes de un abogado, de sombrero gris, al que no he vuelto a ver. La inutilidad, la necedad al masacrar a toda la familia Kink podría, de alguna manera servir de base a esta convicción.
IX
Pero hete aquí que ha terminado con sus botines. Se ha vuelto a incorporar y se ha inclinado como diciendo: ya estoy listo.
Le ponen, de nuevo, la camisa de fuerza.
El señor Claude nos pide a todos que salgamos y que dejemos a Troppmann solo con el sacerdote.
No esperamos más de dos minutos en el corredor. Su reducida silueta, su cabeza pequeña, desafiantemente echada hacia atrás, volvió a estar, de nuevo, entre nosotros. Su sentimiento religioso era débil y, probablemente, cumplió como meras formalidades los últimos actos de arrepentimiento ante el sacerdote que le enfrentaba sus pecados.
Nuestro grupo, con Troppmann incluido, subió inmediatamente la escalera de caracol que habíamos bajado un cuarto de hora antes y que estaba sumergida en la más completa oscuridad. El quinqué se había apagado.
Fue un minuto terrible.
Todos nos apresuramos a alcanzar el rellano superior. Nos empujábamos, chocábamos con los hombros. Uno de nosotros perdió el sombrero. alguien, detrás, gritaba encolerizado: "Pero, ¡por Dios!, encended la lámpara, iluminad esto."
Y aquí mismo, entre nosotros, ¿cómo estaba el desgraciado contra el que nos estrujábamos?
¿No pasaría por su cabeza la idea de arrojarse... donde, aprovechando la oscuridad? No importaba dónde, ¿a un rincón alejado de la prisión y romperse allí la cabeza contra el muro? al menos la muerte se la habría dado él mismo.
No sé si este pensamiento se les había ocurrido también a los demás pero se demostró que era gratuito. Todo nuestro grupo, con el hombrecillo en el centro, emergió en el corredor desde las profundidades de la escalera. Evidentemente, Troppmann pertenecía a la guillotina y comenzaba la marcha hacia ella.
Execution of Jean-Baptiste Troppmann 19th January 1870, circa 1870 |
X
Esta marcha se parecía mucho a una fuga. Troppmann caminaba delante de nosotros con pasos elásticos, rápidos, casi a saltos. Él se apresuraba y nosotros nos apresurábamos también tras él. Algunos incluso le adelantaron, por la derecha y por la izquierda, para mirarle, una vez más, a la cara. Así cruzamos el corredor y descendimos por otra escalera. Troppmann saltaba de cuatro en cuatro, los escalones. Recorrimos otro corredor, saltamos más escalones y nos encontramos en la habitación con un solo taburete, de la que ya he hablado y donde se hacia la "toilette" del condenado.
Entramos por una puerta, por la puerta de enfrente, apareció el verdugo, con paso grave, corbata blanca, vestido de negro, con aspecto de diplomático o de pastor.
Detrás de él, entró un viejecito regordete, también vestido de negro: su primer ayudante, el verdugo de Beauvais.
El viejecito llevaba en la mano una bolsa de piel.
Troppmann se detuvo delante del taburete. Todos se colocaron a su alrededor. El verdugo y su ayudante, el viejecito, se colocaron a su derecha; el sacerdote, también a la derecha, un poco más hacia adelante.
El viejo abrió con una llave la cerradura del bolso, sacó una correa de piel con hebillas, largas y cortas, y arrodillándose con dificultad detrás de Troppmann, empezó a ligarle los pies. Troppmann, involuntariamente, puso un pie sobre el extremo de las correas. El viejecito intentó soltarle y dijo dos veces:
-Perdón, señor.
Después tocó a Troppmann en la pantorrilla. El otro se volvió rápidamente y, con su habitual saludo cortés, levantó el pie y separó la correa.
Mientras, el sacerdote leía en un librito plegarias en francés.
Se aproximaron otros dos ayudantes, quitaron con rapidez la camisola a Troppmann, le pusieron las manos a la espalda, se las ataron en cruz y le cubrieron el cuerpo con correas. El verdugo en jefe daba órdenes señalando con el dedo aquí y allá. Llegó un momento en que no había en las correas la cantidad de agujeros necesarios para los clavos de las hebillas. el que había hecho los agujeros pensó que serían manipulados por un hombre fuerte. El viejecito comenzó a hurgar en su bolso, se llevó la mano a los bolsillos y, después de haber rebuscado, sacó de uno de ellos una lezna curva con ayuda de la cual se puso a perforar, con esfuerzo, la correa. Sus inhábiles dedos, inflamados por la gota, le obedecían mal. además, la piel era espesa y nueva. Hacía un agujero, probaba: había que apretar un poco más. Probablemente, el sacerdote adivinó que la cosa no iba bien. Por dos veces miró por encima del hombro y retrasó las palabras de la plegaria para dar tiempo al viejo a terminar su trabajo.
Finalmente, terminó la operación durante la cual confieso francamente que me había invadido un sudor frío. Todos los clavos habían entrado donde debían.
Al atado de las hebillas le sucedió otra formalidad.
Pidieron a Troppmann que se sentara en el taburete ante el que se mantenía de pie. El mismo anciano gotoso iba a proceder al corte de sus cabellos. Sacó unas tijeras pequeñas y, torciendo los labios, con precaución, cortó primero el cuello de la camisa de Troppmann, la misma camisa que le habían puesto hacía un momento, cuyo cuello se hubiera podido cortar antes. La tela estaba plisada y no cedía al corte mal afilado.
El verdugo en jefe lanzó una mirada al trabajo y pareció descontento: el corte no era lo suficientemente grande. Hizo una indicación con la mano: el viejecito gotoso volvió a comenzar su faena y cortó un gran pedazo de tela que dejó al descubierto la parte alta de la espalda y los omóplatos.
Troppmann hizo un movimiento: hacía frío en la habitación.
Entonces el viejo pasó a los cabellos. Posó su regordeta mano de izquierda en la cabeza de Troppmann, que la inclinó obedientemente, y con la derecha empezó a cortarle el pelo.
Mechones de cabellos castaños, tupidos, se deslizaron sobre sus hombros y cayeron sobre el parqué. Uno de ellos se deslizó hasta mis botas.
Troppmann continuaba inclinando la cabeza obedientemente; el sacerdote seguía retrasando el recitativo de la plegaria.
No podía separar mi vista de sus manos, antes manchadas de sangre y ahora colocadas una sobre otra sin defensa; sobre todo no podía apartar la mirada de ese cuello fino de adolescente. La imaginación, a pesar mío, trazaba sobre él un rayo transversal.
Aquí, pensaba yo, dentro de unos minutos, caerá el hacha de doscientos kilos quebrando las vértebras y cortando los músculos y los nervios.
El cuerpo parecía no esperar nada semejante, tan terso, sano y blanco como era...
Casi sin darme cuenta me planteé esta pregunta: ¿En qué piensa, en este momento, esta cabeza tan dulcemente inclinada? ¿Se mantiene firme, con los dientes apretados, sólo por obstinación, con la única idea de no demostrar un desfallecimiento? ¿O bien desfilan por ella los recuerdos del pasado, en avalanchas extremadamente variadas y, quizá, insignificantes? ¿Contempla la mueca agonizante de un miembro cualquiera de la familia Kink, o bien esta cabeza intenta, sencillamente, no pensar en nada y no hace más que repetirse a sí misma: Vamos a ver... esto no es nada..., ¿menos que nada?
Y lo repetirá hasta que la muerte se desplome sobre ella, cuando ya haya pasado el tiempo de la aflicción...
Y el viejecito cortaba, continuamente cortando. Los cabellos crujían bajo la presión de las tijeras.
Finalmente, también esta operación llegó a término.
Troppmann se enderezó bruscamente y sacudió la cabeza.
Generalmente, éste es el momento en que los condenados que todavía pueden hablar dirigen sus últimas súplicas al director de la prisión, recuerdan las deudas o el dinero que dejan, dan gracias a sus guardianes, piden que hagan llegar a sus padres una última carta o bien un mechón de sus cabellos como último adiós.
Pero Troppmann no era, evidentemente, un condenado corriente. Desdeñó semejantes ternezas y no pronunció ni una sola palabra. Esperaba silenciosamente. Se le arrojó sobre los hombros una chaqueta corta. El verdugo la cogió por el codo.
-Veamos, Troppmann -clamó la voz del señor Claude en medio de aquel silencio sepulcral-, dentro de un momento todo habrá terminado. ¿Persiste en declarar que tuvo cómplices?
-Sí, señor, persisto -respondió Troppmann con el mismo tono agradable y firme de barítono, y se inclinó un poco hacia adelante como si se excusara cortésmente y lamentara no poder continuar de otra manera.
-Pues bien, vamos -dijo el señor Claude. Y nos pusimos en camino.
Salimos al gran patio de la prisión.
XI
Eran las siete menos un minuto, pero el cielo apenas había aclarado y el mismo vapor oscuro lo envolvía todo y borraba los contornos de las cosas.
Apenas franqueamos el umbral, el mugido de la muchedumbre nos alcanzó como una oleada incesante y terriblemente agitada.
Pisando los adoquines del patio, nuestro pequeño grupo, que ahora era menos compacto, se dirigió rápidamente hacia las puertas.
Algunos de nosotros, entre los que me contaba, se habían quedado atrás y yo, aunque caminaba con los demás, me mantenía un poco separado.
Troppmann trotaba con pasos cortos y apresurados. Las ligaduras le obstaculizaban la marcha. ¡Qué pequeño me parecía, casi un niño!
De repente, con lentitud, como unas fauces, se abrieron los dos batientes de las puertas, acompañadas por un gran rugido de la masa alegre, satisfecha. Súbitamente, el monstruo de la guillotina nos miró, con sus dos postes negros y su cuchilla suspendida.
Tuve un estremecimiento que me heló el corazón. Me parecía que un frío invadía el patio. A pesar de todo, miré, una vez más, a Troppmann. Éste se echó para atrás, con la cabeza alta, doblando las rodillas como si alguien le hubiera dado un golpe en el pecho.
-Va a desvanecerse -murmuró alguien cerca de mí.
Pero se recuperó enseguida y avanzó con paso firme.
Detrás de sus pasos, aquello de nosotros que deseaban ver cómo caía su cabeza, se precipitaron a la calle... Yo no tuve bastante dominio sobre mí mismo y me detuve delante de la puerta.
Vi al verdugo levantarse como una torre negra, en el lado izquierdo de la plataforma. Vi a Troppmann separarse del grupo que estaba abajo y comenzar a subir los escalones. Había diez escalones. Le vi pararse y volverse; le oí decir:
-Decid al señor Claude... [1]
Después, al llegar arriba, unos hombre situados a derecha e izquierda, se precipitaron sobre él como una araña sobre una mosca.
A continuación, le vi caer hacia adelante y vi las suelas de sus zapatos cortar el aire.
Me detuve y esperé. La tierra parecía moverse bajo mis pies...
Me pareció que esperaba muchísimo tiempo. [2]
Tuve tiempo para darme cuenta de que, a la aparición de Troppmann, el ruido de la multitud calló como un monstruo que se duerme.
Un silencio sin respiración.
Delante de mí se encontraban un centinela, un joven de mejillas rosadas. Pude advertir que me miraba con una sorpresa estúpida, con terror. Pensé que este soldado podía haber nacido en un pueblecito perdido, en el seno de una buena y pacífica familia... ¡Y hay que ver lo que tocaba contemplar!
Entonces se oyó un ligero ruido de madres que chocan. Era la caída de la media luna superior de la guillotina con la recortadura transversal que dejaba pasar la cuchilla, la media luna que sujeta el cuello del criminal e inmoviliza su cabeza; después, algo retumbó sordamente, rugió y eructó como si se tratara de la expectoración de un animal. No puedo encontrar una comparación más exacta.
Todo se cubrió de niebla.
Alguien me sostuvo por le brazo; miré: era el ayudante del señor Claude, el señor J., al que, he sabido después, mi amigo Ducamp había encargado que me observara.
-Está usted muy pálido ¿quiere agua? -me dijo sonriendo.
Le di las gracias y volví al patio que, en aquello momentos, me pareció como un refugio contra el terror que hacía estragos al otro lado de las puertas.
XII
Nuestro grupo se reunió junto a poste que había cerca de la puerta para despedirnos del comandante y dejar a la multitud el tiempo de dispersarse.
Allí me dirigí y supe que, estando ya en la tabla, Troppman volvió de repente la cabeza de tal manera que no entró en la media luna y los verdugos se vieron obligados a arrastrarle hasta ella tirándole de los cabellos. Entonces mordió a uno de ellos, el verdugo jefe, en un dedo.
Inmediatamente después de la ejecución, mientras el cuerpo era arrojado a la carreta y se lo llevaban a toda prisa, dos hombres aprovecharon el inevitable tumulto, lograron romper el cordón que formaban los soldados y, subiendo hasta la guillotina, empaparon sus pañuelos en la sangre que se filtraba a través de las grietas del suelo.
Yo oía todas las conversaciones como en un sueño. Me sentía muy fatigado, y no era el único. Todos estaban agotados aunque, aparentemente, se sintieran mejor, como si de sus hombros hubiera desaparecido un gran peso.
Pero ninguno de nosotros, absolutamente ninguno, ofrecía el aspecto de un hombre que ha asistido a la ejecución de un acto de justicia social. Todos intentaban apartarse de esta idea y rechazar la responsabilidad del asesinato.
Ducamp y yo nos despedimos del comandante y volvimos a nuestras casas.
Delante de nosotros, un océano entero de seres humanos, hombres, mujeres y niños, movía sus olas desagradables y sucias.
Casi todos callaban.
Solamente unos "blusones" se increpaban entre ellos.
-¿Dónde vas tú?
-¿Y tú?
Y los golfillos saludaban con silbidos a las "cocottes" que pasaban en coche.
¡Qué rostros tan sombríos, macilentos y soñolientos! ¡Qué expresión de fatiga, de decepción, de desanimado desprecio, sin motivo alguno! Es verdad que no vi muchos borrachos. Quizá ya habían tenido tiempo de recogerlos o bien se habían recuperado por sí mismos.
La vida diaria volvía a reclamar a estas gentes.
¿Por qué, qué sensación les había sacado de los raíles de su existencia? Es terrible pensar en lo que se ocultaba debajo de todo esto.
A doscientos pasos aproximadamente de la prisión, encontramos un simón libre al que subimos. Durante el camino, Ducamp y yo discutimos sobre lo que acabábamos de ver, a propósito de lo cual él había escrito, hacía poco tiempo, palabras tan elocuentes y ciertas en la Revue des Deux Monds. Hablamos de la barbarie inútil y superflua de todo este procedimiento medieval gracias al cual la agonía de un criminal dura treinta minutos, de las seis y veintiocho a las siete... del asco por todos los disfraces, por el corte de cabellos, por los viajes por escaleras y corredores...
-¿Con qué derecho se realiza todo esto? ¿Por qué se mantiene este rito indignante? ¿Es justificable la pena de muerte? ¿Es justificable la pena de muerte?
Hemos contemplado la impresión que produce este espectáculo en el pueblo; su lado edificante es inexistente. Apenas una milésima parte de la masa, no más de cincuenta o sesenta personas, han podido ver algo a la escasa luz de esta hora tan temprana, a través de las filas de soldados y de la grupa de los caballos. ¿Y los demás? ¿Qué utilidad, por mínima que sea, han podido sacar de esta noche de insomnio, de borrachera, de holgazanería y de perversión?
Recordaba al joven que gritaba tontamente y cuyo rostro observé durante unos minutos. ¿Volvería hoy a al trabajo odiando más que ayer la holgazanería y el vicio?
¿Qué provecho he obtenido yo mismo? ¿Un sentimiento de admiración involuntaria por el asesino, el monstruo moral que ha dado pruebas de su desprecio por la muerte? ¿Cómo puede desear el legislador que se produzcan impresiones como la mía? ¿Con qué objetivo moral se puede seguir hablando después de tantos desmentidos proporcionados por la experiencia?
Pero no quiero plantear un discurso que me llevaría demasiado lejos.
¿Existe hoy alguien que ignore que el asunto de la pena de muerte es actualmente una de esa cuestiones irremisibles en cuya resolución trabaja la humanidad contemporánea?
Sería un motivo de contento para mí y me perdonaría a mí mismo, por una curiosidad insana, si mi relato proporcionara algún argumento a los defensores de la abolición de la pena de muerte o, al menos, a la supresión de la costumbre de su práctica en público.[3]
[1] No oí el final de la frase. Era: "Decid al señor Claude que persisto." Troppmann no quiso privarse de esta última alegría de dejar el tormento de la duda en la mente de sus jueces y del público.
[2] En realidad, desde que Troppmann puso el pie en los escalones hasta el momento en que arrojaron su cadáver en el cesto, sólo transcurrieron unos segundos.
[3] Hasta 1939 no se sustrajo a la vista del público y se reservó para el patio de la prisión. La pena de muerte fue abolida, en Francia, en 1981 (N. de la T.)
[Tomado de "Relatos", Plaza & Janés, España: 1999]
Que crudo relato. En verdad me imaginé estando allí y no hubiese podido presenciar semejante tortura. Ojo por ojo y el mundo se quedará ciego. Y pensar que en algunos países sigue vigente la pena de muerte.
ResponderEliminarGracias por subir este relato me costo encontrarlo.
Gracias por compartir.
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