"Las señoritas que estudian piano", de Amado Nervo


Hace tiempo que tener maestro de piano en México es algo completamente indispensable, algo que entra en lo imprescindible de la vida. Naturalmente ser profesor de piano es un negocio, y bueno, entre nosotros. Si el profesor es modesto, cosa muy rara, cobre de diez y seis a veinte pesos mensuales por su indispensable enseñanza. Si es profesor de taco cobra ocho o diez pesos por lección.
Si suponemos que una señorita normalmente estudia ocho años el piano, y que paga mensualmente veinte pesos, tendremos que en cada casa se invierten mil novecientos veinte pesos de maestro, más mil doscientos de un piano por la primera hija que estudia. 
Si suponemos que las niñas son tres, ya tenemos una fortuna de cinco mil setecientos sesenta pesos, más mil doscientos pesos el piano, es decir, seis mil novecientos sesenta pesos invertidos en la educación musical.
Sigamos suponiendo. En la República hay, poco más o menos, cuarenta mil muchachas que estudian piano, y como hemos supuesto que cada una gasta en el término de ocho años, con piano y todo, cuando menos seis mil novecientos sesenta pesos, tendremos, multiplicando esa cantidad por cuarenta mil, la enorme suma de doscientos setenta y ocho millones cuatrocientos mil pesos, gastada en ocho años en el país.
Ahora bien, en cada temporada de ocho años, ¿cuántas artistas logramos en México?
¡Dese usted una vueltecita por esas calles de Dios y luego eche sus cálculos!
De cuarenta mil muchachas en pleno estudio, treinta y nueve mil son boxeadoras del piano y no pasan de ahí. Nos quedan mil; mas de estas mil, novecientos cincuenta aturden a sus vecinos con trocillos de zarzuela, tales como marineritos, el dúo de La verbena o las seguidillas del Certamen.
Restan cincuenta, cuarenta de las cuales tocan algo, al pertinaz teje maneje merced al cual se logra leer una mazurca de Chopin, un nocturno de Schumann, un minueto de Thomé. De matices... nada; no advertiréis el menos nuance que dicen los franceses; es aquella una música uniforme, insoportablemente uniforme. Donde el autor, merced a una habilísima inspiración, dejó un sollozo, un grito, un gemido, los amanerados dedos de la que toca algo, hunden dos o tres teclas blancas y ya está.
Pero nos quedan aún las diez últimas: ¿Serán artistas? ¿Sabrán dar a la música ese colorido sin el cual se convierte en el más fastidioso de los ruidos? Supongamos que sí. Ya es tiempo de suponerlo.
Tendremos entonces, en un lapso de ocho años, en la República, diez artistas. ¿Se quiere saber lo que ha costado, supuestos los anteriores cálculos?
Veintisiete millones de pesos cada una, poco más o menos.
Entre esas diez no habrá, empero, sino por rarísima casualidad, una gran pianista...
Y ahora, a tocar, señoritas.

Amado Nervo, El Nacional,  1896.

[Tomado de  Ecos de México. Música para piano del siglo XIX: pasiones líricas y páginas sonoras, México,  CONACULTA-INBA, 1998] 

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