Impresiones de viaje por el señor Ministro de Relaciones, de Vicente Riva Palacio (fragmento)

I

Había llegado el momento de partir; se iban a cumplir mis deseos; iba yo a conocer la Europa. Mariano Otero y yo habíamos hablado mucho de Europa, y este Mariano Yáñez me había dicho muchas veces: "Pepe, a ti te conviene ir a Europa."
Me acuerdo bien cómo me vestí esa mañana. Me puse unos pantalones que había yo estrenado la primera vez que fui diputado; el chaleco de la noche que me recibí, la levita que tuve en la prisión, en el cuartel de los Gala, cuando Santa-Anna me puso preso; la camisa y los calcetines que debía haber estrenado el día 27 de septiembre cuando iba yo a pronunciar la arenga cívica, y el sombrero era el que usaba yo en Querétaro cuando estaba allí el gobierno del señor Peña y Peña.
Me levanté muy temprano, y pude observar que las mañanas son muy oscuras cuando aún no ha salido la luz, lo cual me causó mucha novedad.
Entré a la diligencia y tomé el camino de París; cuando amaneció iba yo en el camino de París, muy cerca ya del Peñón Viejo.
El camino de París es muy accidentado entre México y el Peñón Viejo, porque suele haber accidentes de ladrones, y los viajeros que van de México a París suelen tener accidentes.
Con Mariano Yáñez había yo hablado ya de estos peligros.
¡Qué sentimiento tan triste embarga el ánimo cuando uno se separa de su patria para ir a París!
¡París, ciudad de los placeres y del lujo, ya me tienes enmedio de tu babilónico movimiento, como una gota de agua que cae en el océano! ¡Heme aquí, París, vamos a ver qué haces conmigo! Estas hermosas reflexiones me embargaban, cuando nos detuvimos en Ayotla a desayunarnos.
Ayotla es una pequeña villa situada en el camino de México a París, a cierto grado de latitud; sus calles son regularmente rectas; sus habitantes parecen de un genio dulce y no huían de los viajeros que íbamos a París; nos ofrecieron unas frutas cubiertas de espinas que ellos llaman tunas; compré varias de ellas con objeto de llevarlas a París.
El conductor pronunció el terrible en avant, y toamos la ruta que conduce a París con toda la velocidad de aquel voiture.
El fastidio comenzaba a consumirme: a qué horas llegaremos a la capital de la Francia, decía yo en mi interior, y tarareaba una cancioncilla francesa que había aprendido en la sastrería de Lamana.
Después de Ayotla, el camino de parís comienza a subir por la hacienda de Buenavista al monte de Riofrío; no se pueden aguantar los caminos de este país; en Francia se vive de otro modo; la civilización disminuye en razón inversa de los cuadrados de la distancia que separa de París. atravesamos unos grandes bosques, y al mediodía y con mucho frío, llegamos los viajeros que íbamos a París a un hotel situado en Riofrío.
Ese hotel tiene u restaurante regularmente servido, y aconsejo a todos los viajeros que vayan a París no dejen de detenerse en él, entre otras razones, por ser el único que allí se encuentra.
En mi calidad de ministro plenipotenciario, me dirigí a la patrona, la cual, no pudiendo menos que reconocer mi alto carácter diplomático, me sirvió con gran esmero.
¡Oh! Mucho es lo que vale para los viajes al extranjero la investidura de una misión diplomática; porque como yo iba de ministro a España, naturalmente desde que tomé el camino de París comencé a hacerme reconocer en mi alta categoría oficial.
El monte de Riofrío es la parte más elevada y más boscosa de todo el camino a París, y puede asegurarse que no hay otro que se le semeje, a pesar de que yo he procurado darme a reconocer en todo ese camino con mi alto carácter diplomático, porque ya Mariano Otero me había dicho que eso debía tener grande influencia con todas las personas que me encontrara en el tránsito. Acabamos de comer, y la patrona, que era una francesa, me dijo en francés, porque ya desde aquí comencé a ejercitar el idioma, me dijo en francés: debe vuesencia un peso. Merci, le contesté naturalmente y le entregué el primer peso que después de la primera peseta gastada en el desayuno, dos reales —gastado en alimentos: Ayotla, desayuno, dos reales— Riofrío, almuerzo, cinco francos. Desde ese momento comencé a contar en francos.
Sonaban las cinco de la tarde cuando rendimos la primera jornada en el camino de México a París. Habíamos llegado a Puebla. Comenzaba ya a comer el pan de la proscripción: es verdad que yo he nacido en Puebla, y ahora ya estoy radicado en México. ¡Oh, cuán triste es abandonar los patrios lares!, como decía Otero: "No te canses, Pepe; este licenciado don Teodosio Lares tiene buen talento y ha de figurar mucho."
Comimos en la casa de diligencias; el precio de alojamiento era de diez francos por jour; me dieron un apartement regular, una cama muy grande, tan grande, que podía haber cabido en  ella todo el gobierno del señor Peña y Peña cuando estábamos en Querétaro, incluso Otero, este Mariano Yáñez, este Joaquín Cardoso y yo. ¡Oh!, y cómo recordaba yo la casa de diligencias de Querétaro cuando estuvo allí el gobierno del señor Peña y Peña, y que estábamos allí Otero, este Mariano Yáñez, este Cardoso y yo. ¡Oh, qué recuerdos! ¡Qué triste es el recuerdo de la patria en el extranjero! ¡París!, ¿cuándo me recibes en tu seno, festiva cortesana del moderno mundo civilizado? Vuelvo a repetirte, ya me tienes aquí; ¿haber [sic] qué haces conmigo?
Comimos en la casa de diligencias un bullon, una sopa, una vianda y algo de confituras; mi estómago o puede acostumbrarse todavía a las comidas extranjeras. ¡Cómo echaba yo de menos aquellos almuercitos al estilo del país, que teníamos en Querétaro cuando estaba allí el gobierno del señor Peña y Peña! ¿Cuándo podré volver a comer chile y mole de guajolote?
Hice la observación de que el camino de México a París es muy concurrido en los puntos en que atraviesa las grandes ciudades, y es extraño que otros grandes viajeros como Humboldt y Bonpland no hayan hecho esta observación antes.
Después de comer salí a dar una vuelta por la ciudad, y me pareció agradable: se nota bastante aseo, sus calles son rectas, y aconsejo a los viajeros que vayan de México a París, que para entrar a esta ciudad no dejen de pasar por las calles. La gente en general es tímida; al menos no tuve ocasión de observar ninguna sublevación popular en el tiempo que permanecí, y gobernando una persona a quien no tuve el honor de conocer.
En el hotel se detienen también las diligencias con los viajeros que vienen por el camino de los Estados unidos, de Prusia, de Inglaterra, de España, y de las demás naciones de Europa; de manera que la casa de diligencias de Puebla, puede considerarse como el rendez vous de los viajeros de todo el mundo que se dirijan a México, después de haber desembarcado en Veracruz.
¡Oh! ¡Qué triste es el crepúsculo caminando lejos de su país, y cuando el sol declinando en el occidente alumbra nuestra patria en lejanas regiones, y uno tiene que comer el pan de la extraña tierra! Yo había nacido en Puebla, pero hace tanto tiempo que hasta me había olvidado.
Compré en el Portla algunas figurillas de pinole que me costaron cuatro o cinco céntimos, y regresé al hotel. Algunas personas de la ciudad, que sabían ya el alto carácter diplomático que yo representaba, me fueron a ofrecer sus respetos. Para viajar en tierra extraña es muy útil una envestidura diplomática, y lo estaba yo palpando. No me habían registrado en la aduana; y todas aquellas personas, indudablemente me iban a visitar por el alto carácter diplomático que o representaba.
Se habló en la tertulia de la elevada misión que llevaba yo a Europa. Aquellas buenas gentes estaban encantadas de  encontrar tanta afabilidad en un hombre de un carácter diplomático tan elevado.
Los que hemos vegetado en las altas regiones del poder, no comprendemos bien la satisfacción que siente el pueblo al hallarse en contacto con nosotros.
Tengo pensado hacerle esta reflexión a Lamartine cuando lo encuentre en París. Creo que será de mi misma opinión. Les hablé a mis tertulianos de las bellezas de París; les describí la plaza de la Concordia, el bulevar de la Magdalena, la calle de Rivolí: les hablé del carácter de Napoleón III, de la amabilidad de Chautebriand y de la benévola acogida que debía yo tener entre los literatos españoles, tanto por mi alto carácter diplomático, cuanto porque yo era literato y ellos debían haber oído hablar de la arenga cívica que iba yo a pronunciar el 27  de septiembre, cuando este Santa-Anna me mandó poner preso.
¡Cómo envidia uno la tranquilidad de los países extranjeros porque en México son muy revolucionarios!
Se retiró la tertulia, me acosté y me quedé dormido, pensando a qué sastre mandaría hacer yo el uniforme que debería ponerme en Madrid, atento al alto carácter diplomático que yo representaba.
Aquel día había yo gastado en hotel y extras quince francos catorce céntimos. Era la primera noche que yo pasaba lejos de mi país, en el camino de México a París.

II

Cerró por fin la noche. ¡Qué triste es la primera noche de proscripción! ¡Qué agitada es la noche de un diplomático! La patria, pendiente de uno en el extranjero. ¿Qué pensará este Luis Napoleón? ¿Qué estará meditando esta Isabel? Como yo raigo una misión tan importante, y estoy aquí con un alto carácter oficial. ¡Oh París, París!, no puedes distraerme con el bullicio de tus calles; aquí me miras inquieto en medio de tus atronadoras alegrías. Bien me decía este Mariano Yáñez: no te canses, Pepe, tú naciste para la diplomacia. Estas meditaciones me embargaban el ánimo al ir cerrando mis ojos en Puebla la primera noche que salí de México a París.
La casa de diligencias no ofrecía grandes comodidades; me pareció indigno en aquella ciudad un ministro plenipotenciario acometido por las chinches, Otero tenía razón; cuando uno está cansado, ¡qué chinches lo han de despertar!
Por fin me quedé dormido, y soñé que comía yo costillas a la milanesa en Milán, arroz a la valenciana en Valencia, queso de Suiza en Suiza, bayonesa en Bayona, rabioles en Rabiol, y macarrones en Macar... ¡Y no todo eso falsificado en México!
De repente sentí que me despertaban; era el garçon, es decir, el mozo como les dicen los mexicanos, que llegaba a despertarme, anunciándome que la diligencia iba a partir.
¡Cuán fugaces son las horas de descanso para un diplomática! Me acordaba yo de una canción que cantaba yo allá en mi tierra, en puebla, cuando era joven:

Triste Chactas, ¡cuán rápida ha sido
La halagüeña ilusión de tu gloria!

La Atala, se llam la Atala. ¡Qué cocoreadas le he de dar a Chateaubriand! ¿En qué calle vivirá Chateaubriand? Esto pensaba yo abotonándome el último botón de la levita. Me calé mi gran chapeau, me embocé en mi capa y me dirigí al comedor de la casa de diligencias. Allí estaban reunidos ya los viajeros que iban a París, y por las conversaciones tuve el disgusto de saber que algunos se quedaban en Quecholac, otros en Tepeyahualco y otros en Córdoba. ¡Cómo hay hombres que sean capaces de no ir a París; con razón dice este Joaquín Cardoso que no es tan común el sentido común!
Después de desayunarme, y mientras nos avisaban que el carruaje estaba listo, quise apuntar en mi cartera algunas reminiscencias históricas y datos estadísticos de aquella ciudad que iba yo a abandonar. Helos aquí:
La ciudad de Puebla fue fundada por los ángeles , así me lo contaron desde chiquito, aunque sobre esto hay opiniones.
En esta ciudad nací yo en la calle de Herreros; a Otero le caía muy en gracia que hubiera y nacido en la calle de Herreros y me apellidara Lafragua; estas coincidencias indican  la predestinación. Lamartine. (¡Y qué ratos tan divertidos he de pasar con Lamartine!) Lamartine ha dicho: "La nobleza es la predestinación de la gloria." ¿Dónde vivirá este Lamartine? ¡Ah!, si viviera Voltaire, ¡qué bonitos ratos nos habíamos de pasar, hablando de muchas cosas!
Sonaron las tres de la mañana, nos avisaron que era el momento de partir, bajamos apresuradamente, nos colocamos en la diligencia, ¡en route! dando tumbos, comenzamos la segunda jornada en el camino que conduce de México a París.
¡Qué lejos veía yo a México ya!, ¡qué envidia me estarían teniendo Mariano Yáñez y los otros amigos! Yo mismo me envidiaba de ministro plenipotenciario, y caminando hacia París por la garita de Amozoc. ¡Qué ganas tengo ya de contarle a Bretón de los Herreros todo mi viaje! ¡Cómo se ha de reír don Modesto de las Fuentes, el célebre Fray Gerundio, cuando le refiera todo lo que pasa allá en México; y luego, qué divertidos han de estar Cardoso y Mariano Yáñez cuando les cuente yo todos mis chistes con los literatos españoles!
Comenzaba a manecer, y advertí que a mi lado iba un extranjero; era una ocasión muy oportuna para ejercitar el francés durante todo el viaje; el hombre iba durmiendo; sin embargo, como no había que perder tiempo, acerqué mi rostro al suyo y le dije con la mayor política: ¿Cómo la porta vous? El hombre no despertaba; yo vacilé, pero no me ocurría otra cosa que decirle; y la frase era la más propia para comenzar una conversación. Volví a insistir: Monsiur, monsiur ¿cómo la porta vous? El hombre abrió desmesuradamente los ojos, y me miró sin contestarme, volvía a preguntarle: ¿Cómo la porta vous? 
—Caballera, me dijo, yo ser american; no entender francés.


Por fin llegamos a Veracruz, el camino que conduce de México a París. Desde Puebla hasta Veracruz presenta pocas cosas dignas de atención, pues como decía Mariano Otero, quien ve a un indio en un pueblo, o a un mono, ya los vio a todos. Entramos en la casa de diligencias, y tenía yo muchas ganas de ver el mar. ¡Oh, el mar! ¡Cómo he de hablar del mar con Víctor Hugo! ¿Qué ganas tenía Otero de ir al mar! ¡Como que es una cosa averiguada que en Guadalajara no hay mar! ¡Oh! Cuando veo el mar, me acuerdo de París. ¡París! Y a propósito de París, esa idea que ideó mi mente, recordé que lo primero que tenía que hacer, era sacar mi  Chantreau. El Chantreau es una gran cosa para viajar en el extranjero. ¡Qué ganas tengo yo de conocer a Chantreau! Le voy a decir estas palabras: "Aquí tiene usted a un discípulo, porque ya he aprnedido el hermoso idioma de Molière en su gramática de usted, y puedo asegurarle que no hay un mexicano que no lo conozca." Estas hermosas reflexiones me embargaban, mientras que en mi maleta buscaba yo mi Chantreau: por fin lo encontré. ¡Oh, mi Chantreau! Tú me vas a dar la llave de esa gran civilización europea. ¡Oh!, con el francés se puede hacer cuanto se quiera.. Embebido en estos pensamientos, y mi Chantreau debajo del brazo, me dirigí al muelle en busca de la mar. Llevaba yo mi Chantreau debajo del brazo porque como en los puertos hay tantos extranjeros, era muy fácil que se me ofreciera ejercitar el idioma, y ¿qué hacía yo si se me olvidaba alguna frase?
En efecto, a pocos pasos me encontre´con una persona que me saludó cortésmente, y por el aire me pareció un francés. Como traía yo fresca la idea del Chantreau, quise comenzar con él una conversación, porque en el aire le conocí que había comprendido que yo tenía un alto carácter diplomático. Ocurrióseme uno de los diálogos del Chantreau, y naturalmente el primer diálogo. Me acerqué a él afablemente y le dije:
¿Faites moi le plaisir de me donner le livre?
Aquel hombre debía se run estúpido, porque me miró asombrado, se miró asimismo después, y se retiró violentamente, diciéndome con un acento marcadamente veracruzano: "Usted perdone" ¡Horror! Aquel hombre era un jarocho, y yo lo había tomado por un francés; por fin, llegué al muelle, y me encontré con el mar de manos a boca.
¡Oh!, ¡el mar!, ¡el mar! Es mucha agua, más agua que las lagunas de Texcoco con las de Chalco, y otra veinte lagunas más. El mar es salado, y encima de él van los buques. ¡Quién había de creer que había tanta agua en la tierra! Así le decía yo a un francés que afortunadamente me encontré allí; pero no podía yo conseguir que aquel hombre me contestara en francés por más que yo le había dicho muchas veces: Faites moi le plaisir, faites moi le plaisir.
Él siguió hablándome castellano, a pesar de mi alto carácter diplomático.
Al otro lado de aquel mar estaba París esperándome con ansia, esperando al representante de México.
¡Oh París! ¡Cuántos francos necesitaré gastar diarios para poder vivir con un rango correspondiente a mi alto carácter diplomático! Porque Mariano Otero me había dicho muchas veces: "No te canses, pepe; la exterioridad lo hace todo an Europa." Así raciocinaba yo admirado de ver que el mar no se quería estar quieto, porque el mar no se está quieto nunca; y eso lo tengo ya por propia experiencia, a pesar de que no lo había querido creer.
La noche iba cayendo, pero desgraciadamente ese día no vi al sol ocultarse dentro del mar en las playas de Veracruz, que me han dicho que es muy bonito ver la puesta del sol en el mar, aunque no sé cómo podrá combinarse esto, porque siempre en Veracruz sale el sol por el mar, y es difícil que se vuelva a meter por allí, a no ser que esto dependa del cambio de estación. Ya consultaré esto con Arago en París, con quien espero tener mucha amistad.
Volví a mi hotel anchanté, aunque algo triste, porque era un día más perdido, y no había podido yo ejercitar el francés; sin embargo, quise dar un repaso; encendí mi vela, abrí mi Chantreau, y me quedé una hora después repitiendo: el sombrero, le chapeau; la casaca, l'habit; los calzones, les culottes; el forro, le doublure; la faltriquera, la poche; el corbatín, le col; los anteojos, les lunettes; una peluca, une perruque; un levitón, un surtout.

Llegó por fin el momento de embarcarme. El paquete inglés esperaba con ansia el momento de recibir a bordo al ministro de México en España. Llegué al muella seguido de mis numerosos amigos. La falúa del capitán del puerto se acercó para transportarme al vapor: ¡Oh! Yo he nacido para marino. ¡Qué hermoso es ser marino! ¡Si Mariano Yáñes y cardoso me vieran en la falúa de la capitanía atravesando las movedizas ondas del océano al acompasado golpear de los remos! ¡Oh! ¡El mar! ¡La marina! ¡Los marineros! Me sentí arrebatado en aquellos momentos desafiando las tempestades, y poniéndome en pie, no pude resistir, y lleno de entusiasmo, comencé a cantar:

Con diez cañones por banda,
Viento en popa a toda vela,
No surca el mar, sino vuela
Un velero bergantín.

Decididamente erré la vocación; yo debí haber sido marino, cuando yo me sentía dominando aquel elemento. ¡Mon Dieu de la France!, entonces me acordé del Chantreau y de que no había vuelto yo a ejercitar mi francés; me acerqué a uno de los remeros, y procurando darme todo el aire de un almirante que se digan dirigir la palabra a uno de sus viejos marinos, crucé mis manos por detrás, y mirándolo fijamente, le dije: ¿Cómo la porta bu Monsiur? Aquel hombre debía ser un tuno, porque a su vez me miró fijamente, y con cierta sonrisilla sardónica me contestó sin moverse: ¿Et vous? En aquel momento conocí que lo que me faltaba era práctica en el idioma, porque no me ocurrió qué decirle para continuar la conversación; pero afortunadamente no me abandonó mi sangre fría ni mi Chantreau, abrí el libro precipitadamente, y lo primero que se me presentó a la vista lo tuve que decir.

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