"Penalidades de la creación literaria", de Jaroslav Hasek

Jaroslav Hasek


La situación del literato ha mejorado mucho en los últimos tiempos. El literato de posguerra, si trabaja con dedicación y no gasta mucho, tiene siempre dinero suficiente para pagarse la ración de harina, pan, azúcar, tabaco y todavía le sobra para poder ir al teatro una vez al mes. Si no es abstemio, si considera el vino un manjar y se deleita con el ron barato, hoy en día tiene la posibilidad de quedar a deber en todas partes por esos placeres, pues también en ese sentido las condiciones han cambiado y en la actualidad los literatos gozan de mayor crédito y respeto que antaño. 

Antes de la guerra, la situación era bien distinta, les expondré unos casos a modo ilustrativo. 

Por aquel entonces en Praga se editaba una revista llamada Veselá Praha (Praga jubilosa) para la que yo escribía cuentos humorísticos. Tres cuentos por dos coronas que esperaban siempre varias gargantas hambrientas y sedientas. 

Un día le llevé seis cuentos, el editor se negó a pagarme las cuatro coronas y me ofreció un trato: yo le escribía veinte cuentos humorísticos y él me los pagaba por adelantado pero en especie. Casualmente acababa de recibir una partida de relojes como prima. (En aquel tiempo los relojes se vendían  en las tiendas a dos coronas). Me contaría por reloj lo que le habían contado a él, me podría llevar catorce, me daba uno de más porque los números no eran redondos. 

Cerré el trato con él por veinte cuentos y me llevé de la editorial catorce relojes. 

--¿Y qué vamos a hacer con esto? --me preguntó el joven que me estaba esperando y que escribía versos a razón de cinco versos por dos hellers. Noten que era un poeta poco práctico y lleno de ideales (y es que entonces todavía quedaban idealistas).

--Los venderemos por las tabernas.

El joven poeta se ruborizó. 

--Y si por las tabernas no salen, los venderemos por los tugurios --añadí.

--Yo ya le anticipo que a vender relojes con usted no voy --manifestó el joven--. Sabe perfectamente que soy miembro de la asociación de jóvenes literatos Sirinx.

--Está bien --le respondí--, en este caso usted no venderá e irá solo consigo mismo. 

Y así fuimos. Primero entramos en la taberna que queda junto al palacio  arzobispal donde se reúnen varios carniceros con unos relojes de plata bien pesados. Un carnicero nos dijo que nos compraba uno pero, de tanto darle cuerda, rompió la espiral. Al final, armándose de generosidad, el hombre nos ofreció dos cervezas como indemnización. Después vendimos el reloj de la espiral atrofiada a un señor que decía que de todos modos era robado. Se lo quedó por treinta kreuzers.

A continuación entramos en el local de enfrente, Casa Senflok, pero nos echaron enseguida acusándonos de ser unos granujas y de carecer de licencia para la venta de ambulante. 

Entonces fuimos al Ojo de pollo de Vinohrady y por  ochenta kreuzers le vendimos uno a un estudiante que había dejado el suyo en una casa de empeños y necesitaba otro porque esperaba de forma inminente la visita de su padre. 

Anduvimos por Vinohrady pero no hicimos más ventas. Nos fuimos pues al barrio judío, por aquel entonces todavía en todo su esplendor e ignorante de su cercano fin, y no sólo no vendimos ningún reloj sino que en un local de mala muerte nos robaron dos. 

En el siguiente cuchitril nos abordó un tipo con un gorro chato, nos preguntó de dónde éramos, sacó un cuaderno y lo miró. 

--Concuerda --afirmó.

Nos cogió a los dos por el cuello de la camisa y nos arrastró hasta la jefatura de policía, donde pasamos la noche porque el dichoso editor de los relojes no estaba en casa. Cuando, por fin, al día siguiente lo localizaron y nos liberó de la acusación de robo, el editor fue tan noble que me compró el resto de los relojes a mitad de precio, es decir, a cincuenta kreuzers la unidad. 

--No se olvide de los viente cuentos --me dijo con énfasis mientras me pagaba tan ínfima suma. 

Cuando, al cabo de varios días, le llevé dos, manifestó con algo menos de resolución:

--No olvide que aún me debe dieciocho. 

Todavía los está esperando.


°°°°°


Otro caso. Pongámonos en situación: trabajas para una revista grande y tu texto ya ha salido. Nosotros, gente ingenua, creíamos que íbamos a cobrar en cuanto fuéramos y dijéramos: "Ayer salió mi cuento, vengo a buscar mis honorarios".

Siempre faltaba uno u otro, "¡vuelva usted mañana!", te decían. Y cuando finalmente llegabas a la caja... supongamos que tenían que pagarte cinco coronas con veintidós hellers, te daban seis coronas y el cajero esperaba que tú le devolvieras el cambio. Te miraba como si fueras un rufián. Normalmente no llevas encima ni un mísero céntimo... El cajero cogía de vuelta las seis coronas y refunfuñaba "¡busque cambio!", y ya ves al literato de peregrinación por Praga tratando de juntar sesenta y ocho hellers para poder cobrar sus  cinco coronas con veintidós hellers.

Actualmente, como digo, la situación es mucho mejor. 

Y es que antes de la guerra los editores eran unos cara duras... Cobrabas treinta y dos coronas por pliego y cuando pedías un anticipo te daban de corona en corona. Si uno tenía la insensata idea de cobrar sus honorarios en libros, los muy desvergonzados te los contaban a precio de tienda. Naturalmente, vendiendo el libro perdías el sesenta y seis por ciento de tus honorarios, y al mismo tiempo se cuidaban tanto de ti que te decían: "Sabe, nosotros ya le daríamos dinero, ya, pero tememos que se lo gaste y no le quede nada". 

Cuando querías un anticipo, tenías que llegar con algún cuento. Las circunstancias nos obligaban a mentir como bellacos, uno tenía que contar yo qué sé qué patrañas y sólo la moral lo salvaba de acabar entre rejas.

Cierta vez yo quería un anticipo de veinticinco coronas por mi libro y tuve que inventarme una historia. Mandé a mi amigo Gustav Roger Opocensky, conocido poeta, a la editorial con la siguiente nota:

¡Honorable señor! Me acaban de atropellar y me he roto una pierna. Le ruego un anticipo de veinticinco coronas por mi libro. 

Mi amigo volvió sin el dinero y con una nota por respuesta:

Aclare para qué necesita el dinero.

Yo contesté:

Para pagar el traslado a mi piso. 

Mi amigo regresó con lo siguiente:

El servicio de ambulancia lo llevará gratuitamente.

Escribí: 

El servicio de ambulancia sólo lleva a los pacientes al Hospital general. Como he insistido en recibir atención domiciliaria, se han marchado. 

Opocensky regresó al fin lleno de contento. Traía diez coronas y sobre mi nota el siguiente comentario. 

Con diez coronas tiene de sobras. 

Fue esa una época llena de contiendas que ya son agua pasada, salvo in caso que es el vivo reflejo de los tiempos y que me sigue hasta hoy con un tremendo aroma de preguerra.

Publico ahora varios libros que, modestia aparte, me gustan particularmente. Uno de ellos es Las aventuras del buen soldado Svejk (durante la guerra mundial) y , como los gastos de la edición por entregas corren de mi cuenta, hago mucha promoción por el campo. Un día, durante una de las campañas de promoción, encontré a un señor amabilísimo que me ofreció su colaboración, les llevaría el libro a los libreros de Ceske Budejovice. Al cabo de unos días recibí una carta suya de la que les selecciono el siguiente pasaje:

Por ahora he llegado a la librería del señor Svátek y me ha dicho que hace tiempo ya recibió un cuaderno de Praga y que está encantado de saber dónde se encuentra el autor porque, antes de irse a la guerra, el 21 de abril de 1915, el señor Hasek firmó un contrato según el cuál se comprometía a escribir cuentos humorísticos ambientados en la guerra para el señor Svátek, y para nadie más que para el señor Svátek, en un plazo de diez años. El señor Hasek estuvo en cautiverio y se entiende que en esas circunstancias no podía escribir, pero ahora que ha vuelto debería cumplir su palabra. El señor Svátek me ha dicho que se pondrá en contacto con un abogado para procurarse una indemnización. Le extraña que el señor Hasek haya olvidado su compromiso. O tal vez, ha dicho, le da a usted lo mismo y simplemente se hace el loco como si no supiera que el código penal actual no ha cambiado con respecto al que teníamos con Austria. Y enseguida me ha aconsejado que me lave las manos, que de todos modos nos requisarán...

Volvemos a estar donde estábamos con la historia de los relojes. 

Como Fausto, cuando era soldado de primer año me empeñé por unas cincuenta coronas a diez años de exclusividad. La persona que me empeñó me protegió en los peores momentos de campaña. Y ahora mediante el abogado venía por mi alma.

Ni el agua bendita me va a ayudar ya...


Traducción de Montse Tutusaus

[Tomado de Cómo encontré al autor de mi necrológica. Relatos de humor autobiográfico, La Fuga Ediciones, España, 2019.]

 


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