"Los dones de los dioses", de Lord Dunsany
"Dioses antiguos, reina la paz hasta en los rincones más remotos de esta tierra en la que habito, y estamos ya demasiado cansados de la paz. ¡Por eso, oh dioses antiguos, concedednos la guerra!".
Y los dioses, atendiendo a su ruego, le concedieron la guerra. El hombre partió blandiendo su espada, y desde ese momento bastaba mirarla para que la guerra estallara por doquier. Pero entonces el hombre empezó a recordar las pequeñas cosas que había conocido antes, los días serenos del pasado, y cada noche, sobre la dura tierra, soñaba con la paz. Las cosas habituales empezaron a volverse a sus ojos cada vez más queridas, aquellas cosas monótonas pero serenas de los tiempos de paz, y recordando esas cosas, comenzó a lamentar la guerra y, una vez más, pidió un deseo a los dioses antiguos. Y presentándose ante ellos, habló así:
"Oh dioses antiguos, lo cierto es que el hombre prefiere los tiempos de paz. Así, pues, llevaos vuestra guerra y concedédnosla, pues de todos vuestros dones no hay ninguno más deseable".
El hombre regresó entonces a la morada de la paz. Sin embargo, nuevamente no tardó en cansarse de ella, de todas las cosas que ya le eran conocidas y su monotonía. Y añorando de nuevo las tiendas de campaña, se presentó ante los dioses y dijo así:
"Dioses antiguos, no deseamos vuestra paz, pues la paz no hace sino llenar de tedio nuestros días, y el hombre está mejor en la guerra".
Y los dioses volvieron a concederle la guerra. De nuevo se oyeron tambores, se vio el humo de las hogueras, el viento azotó la tierra asolada, volvió a escuchar el sonido de los caballos que se dirigen al combate, y ardieron las ciudades y todas las cosas que los trotamundos conocen. Entonces los pensamientos del hombre regresaron a las costumbres de la paz. Y de nuevo añoró la hierba sobre los prados, la luz en los viejos torreones, el sol encendiendo los jardines, las flores en los bosques, el sueño y los senderos en calma de la paz.
Y el hombre una vez más se presentó ante los dioses antiguos y volvió a implorarles:
"Dioses antiguos, el mundo y yo estamos cansados de la guerra y añoramos las viejas costumbres y los senderos en calma de la paz".
Y los dioses se llevaron la guerra y le concedieron la paz. Pero, cierto día, el hombre celebró consejo y conversó largamente consigo mismo hasta concluir: "Mis deseos que los dioses conceden, no son precisamente deseables, y si un día los dioses me concedieran uno de ellos y jamás accedieran a revocarlo, que es algo que los dioses suelen hacer, yo sería juzgado con severidad por mi deseo. Mis deseos son peligrosos, y por lo tanto no debo formularlos más".
De modo que resolvió enviar a los dioses una carta anónima que decía lo siguiente:
"Oh, dioses antiguos, este hombre que hasta en cuatro ocasiones os ha perturbado con sus deseos, pidiendo a veces la paz y a veces la guerra, es un hombre que no muestra respeto por los dioses, que los denuesta cuando no atienden a sus ruegos, y únicamente los alaba en los días santos y en las horas señaladas en que los dioses escuchan sus plegarias. Así, pues, no concedáis más deseos a este impío".
Ilustración de Sidney Herbert Sime |
"Oh dioses antiguos, concedednos una sola guerra más para que pueda volver a los campos de batalla y a las fronteras disputables por última vez".
Y los dioses le respondieron: "No hemos oído buenas cosas de ti. Tu mal proceder ha llegado hasta nosotros. Por ello nunca volveremos a cumplir tus deseos".
Traducción de Victoria León Varela
[Tomado de Cuentos de los tres hemisferios, Espuela de Plata, España, 2011.]
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