La puta de Mensa, de Woody Allen
Cuando se es investigador privado, uno ha de aprender a confiar en sus corazonadas. Por eso en el momento en que un tipo tembloroso como un flan llamado Word Babcock entró en mi oficina y puso las cartas sobre la mesa, debí haber hecho caso del escalofrío glacial que sacudió mi espinazo.
—¿Kaiser? —preguntó—. ¿Kaiser Lupowitz?
—Eso es lo que pone en mi
licencia —admití.
—Tiene que ayudarme. Me están haciendo un
chantaje. ¡Por favor!
Se agitaba como el animador de una orquesta
de rumba. Le empujé un vaso por encima de la mesa y la botella de whisky que guardo a mano con propósitos
no medicinales.
—¿Qué le parece si se tranquiliza y me lo
cuenta todo?
—¿No... no se lo dirá luego a mi mujer?
—-Hablemos claro, Word. No puedo hacerle
promesas.
Intentó servirse un trago, pero el tintineo
podía oírse al otro lado de la calle, y la mayor parte del licor fue a parar a
sus zapatos.
—Soy un honrado trabajador —explicó—.
Mantenimiento de máquinas. Construyo y reparo vibradores. Ya sabe...
esos aparatitos tan divertidos que dan un calambre al estrechar la
mano.
—¿Y bien?
—A muchos ejecutivos les gusta. Sobre todo a
lo largo de Wall Street.
—Vaya al grano.
—Ahí voy precisamente. pero ya sabe que el
camino... es difícil. Oh, no es lo que está pensando. Mire, Kaiser, soy
fundamentalmente un intelectual. Uno se puede buscar todas las furcias que
quiera, claro. Pero mujeres inteligentes de verdad... no resultan fáciles de
encontrar a corto plazo.
—Continúe.
—Bueno, oí hablar de una chica. Dieciocho
años. Estudiante en Vassar. Por una cantidad, te viene y discute el tema
que sea... Proust, Yeats, antropología. Un intercambio de ideas.
¿Comprende dónde voy a parar?
—No exactamente.
—Mi mujer es algo grande, de veras, de veras,
no me entienda mal. Pero no es capaz de discutir sobre Pound conmigo.
O sobre Elliot. Yo no lo sabía cuando me casé con ella. Mire, necesito a
una mujer cuya mente me estimule, Kaiser. Y no me importa pagar por eso.
no busco ningún enredo... quiero una experiencia intelectual rápida, y luego
quiero que la chica se largue. Dios mío, Kaiser, soy un hombre casado y
feliz.
—¿Cuánto tiempo dura esto?
—Seis meses. Cuando me vienen ganas, llamo
a Flossie. Es una madame, y tiene un título de doctor en literatura
comparada. Ella me envía a una intelectual, ¿comprende?
Así que era uno de esos tipos cuya flaqueza
son las mujeres con cerebro. Sentí lástima del pobre imbécil. Imaginé que
habría muchos individuos en su situación, hambrientos de unas migajas
de comunicación intelectual con el sexo opuesto y por la que pagarían
un precio exorbitante.
—Ahora amenaza con contárselo a mi
esposa —gimió.
—¿Quién?
—Flossie. Escondieron
un magnetofón en la habitación del motel. Me grabaron en cinta
mientras discutía La tierra baldía y Estilos de
voluntad radical, y, bueno, estaba llegando a algunas conclusiones. Quieren
diez grandes o se lo contarán a Carla. ¡Kaiser, tiene que ayudarme! Carla se
moriría si llegara a enterarse de que no me enciende el quinqué.
El viejo tinglado de la prostitución. Había
oído rumores de que los chicos de la jefatura se traían algo entre manos en
relación con un grupo de mujeres instruídas, pero de momento estaban sin
ninguna pista.
—Llame a Flossie, quiero hablar con
ella.
—¿Cómo?
—Me haré cargo de su caso, Word. Pero
cobro cincuenta dólares al día, más los gastos. Tendrá que reparar un montón de
vibradores.
—Nunca será más de diez de los grandes, estoy
seguro —comentó con una sonrisa mientras cogía el teléfono para marcar un
número.
Le guiñé un ojo cuando me tendió el
auricular. Estaba empezando a caerme bien: Unos segundos más tarde, respondió
una voz sedosa, y le expliqué mis deseos.
—Tengo entendido que usted puede ayudarme a
conseguir una hora de charla agradable.
—Claro que sí, guapo. ¿Quiere algo en
concreto?
—Me gustaría discutir sobre Melville.
—¿Moby Dick o sus novelas cortas?
—¿Qué diferencia hay?
—El precio. Eso es todo. El simbolismo se
cobra aparte.
—¿Por cuánto me saldría?
—Cincuenta, tal vez unos cien por Moby
Dick. ¿Le gustaría una discusión comparada... Melville y Hawthorne? Se lo
podría dejar por cien.
—Me parece bien —contesté y le di el
número de una habitación en el Plaza.
—¿Prefiere una morena o una rubia?
—Sorpréndame —le dije, y colgué.
Me afeité y engullí unas tazas de café negro,
mientras repasaba los esquemas de literatura del Monarch College. Apenas había
pasado una hora cuando sonaron los golpes en la puerta. la abrí, y en el umbral
se erguía una joven pelirroja metida en sus anchos pantalones como dos
cucharadas grandes de helado de vainilla.
—Hola, soy Sherry.
Sabían realmente cómo satisfacer las
fantasías de uno. Pelo largo, suelto, bolsas de cuero, pendientes de plata, sin
maquillaje.
—Me sorprende que hayas podido llegar hasta
aquí vestida de ese modo —observé—. El detective sabe distinguir a las
intelectuales.
—Con un billete de cinco no distingue nada.
—¿Empezamos? —propuse, empujándola hacia
el sofá.
Encendió un cigarrillo y fue derecho al
grano.
—Creo que podríamos comenzar
considerando Billy Budd como una justificación que Melville
sugiere de los caminos de Dios hacia el hombre, n'est-ce pas?
—Interesante, aunque no desde un punto de
vista miltoniano.
Era una finta. Me interesaba ver si valía
para el oficio.
—No. A El paraíso perdido le
falta la subestructura del pesimismo.
Valía.
—Cierto, cierto. Dios mío, tienes
razón —murmuré.
—Creo que Melville reafirmó las virtudes de
la inocencia en un sentido genuino, pero aun así sofisticado, ¿no estás de
acuerdo?
La dejé continuar. Apenas tenía diecinueve
años, pero mostraba ya la ductilidad encallecida de la pseudointelectual.
Desgranaba sus ideas con labia, pero en el fondo era todo mecánico. Cada vez
que yo le brindaba una intuición, ella fingía placer:
—Oh, sí, Kaiser. Sí, chico, es muy profundo.
Una comprensión platónica del cristianismo... ¿por qué no me habré dado cuenta
antes?
Hablamos alrededor de una hora, hasta que
ella dijo que tenía que irse. Cuando se levantó, le tendí un billete de cien.
—Gracias, cariño.
—Puede haber muchos más.
—¿Qué quieres decir?
—Había picado su curiosidad. Volvió a sentarse.
—Supongamos que quisiera... organizar una
fiesta —anuncié.
—¿Qué clase de fiesta?
—Supongamos que quisiera tener una charla
sobre Noam Chomsky con dos chicas.
—Oh, caramba.
—Si prefieres dejarlo correr...
—Tendrías que hablar con Flossie —dijo—.
Eso cuesta mucho.
Era el momento de apretarle las clavijas.
Lucí mi insignia de investigador privado y le informé que habían caído en una
trampa.
—¿Qué?
—Soy un poli, preciosa, y discutir sobre
Melville por dinero es un 802. Te va a salir una buena temporada.
—¡Asqueroso!
—Será mejor que confieses, muñeca, a menos
que prefieras contar tu historia en la oficina de Alfred Kazin, y no creo que
le haga muy feliz escucharla.
La chica se echó a llorar.
—No me entregues, Kaiser —imploró—.
Necesitaba el dinero para acabar el doctorado. Me negaron una beca. Dos
veces. Oh, Dios mío.
Lo soltó todo... la historia completa.
Educación Central Park West. Campos de verano socialistas, Brandeis. Era igual
que todas esas chicas que ves haciendo cola delante del Elgin o del Thalia, o
que escriben con lápiz "Sí, muy cierto" en el margen de algún libro
sobre Kant. Sólo que en algunas paredes del trayecto había hecho un viraje
equivocado.
—Necesitaba dinero en efectivo. Una amiga me
contó que conocía a un individuo casado cuya esposa no era muy profunda. Estaba
chiflado por Blake. Ella no podía satisfacerle. Yo dije que bueno, que por una
cantidad podía hablar de Blake con él. Me sentí muy nerviosa al principio. Tuve
que fingir casi todo el tiempo. A él no le importó. Mi amiga me dijo que había
otros. Oh, no es la primera vez que me atrapan. Me pescaron leyendo Commentary en
un coche aparcad, y otra vez me pararon y me registraron en Tanglewood. Si
ahora me cogen por tercera vez iré a la cárcel.
—Entonces llévame hasta Flossie.
Se mordió el labio y dijo:
—La librería universitaria Hunter es una
tapadera.
—¿Sí?
—Como esas barberías que camuflan centros de
apuestas en la trastienda. Ya lo verás.
Hice una breve llamada a jefatura, y luego le
dije a la chica:
—Está bien, muñeca. Puedes irte tranquilamente.
Pero no salgas de la ciudad.
Inclinó su rostro hacia el mío con gratitud.
—Puedo conseguirte fotos de Dwight Macdonald
leyendo —ofreció.
—Otra vez será.
Entré a la librería universitaria Hunter. El
dependiente, un joven de ojos sensitivos, me salió al encuentro.
—¿En qué puedo servirle? —preguntó.
—Estoy buscando una edición especial de Avisos
a mí mismo. Tengo entendido que el autor ha hecho imprimir varios miles de
ejemplares en panes de oro para los amigos.
—Tendré que comprobarlo —respondió—.
Tenemos línea directa con la casa Mailer.
Le miré fijamente.
—Sherry me envía —anuncié.
—Oh, en ese caso pase a la
trastienda —indicó.
Apretó el botón. Una pared de libros se
abrió, y penetró como un tonto en el bullicioso palacio de los placeres regentado
por Flossie.
Paredes empapeladas de rojo y una decoración
victoriana marcaban el tono. Muchachas pálidas y nerviosas con gafas de montura
negra y pelo corto yacían indolentemente en sofás hojeando clásico Penguin
provocativamente. Una rubia de ancha sonrisa me lanzó un guiño, indicando con
la cabeza una habitación de arriba y dijo:
—Wallace Stevens, ¿eh?
Pero no se trataba únicamente de experiencias
intelectuales, lo que se vendía allí eran también experiencias emotivas. por
cincuenta pavos, me dijeron, te podías "comunicar guardando las
distancias". Por un centenar, una chica te prestaba sus discos de Bártok,
cenaba contigo y te dejaba mirar mientras sufría un ataque de angustia. Por
ciento cincuenta, podías escuchar la radio de FM con unas gemelas. Por tres
billetes tenías el servicio completo: una hebrea morena y delgada fingía ligar
contigo en el Museo de Arte Moderno, te dejaba leer su tesis, te metía en una
discusión a gritos en el pub de Elaine sobre los conceptos de Freud acerca de
la mujer, y luego simulaba el suicidio que tú eligieses... la velada perfecta,
para ciertos individuos. bonito negocio. Gran ciudad, Nueva York.
—¿Te gusta mi juguete? —preguntó una voz
a mi espalda.
Me volví y de pronto me encontré frente a
frente con el cañón de una 38. soy un hombre de estómago bien templado, pero
esta vez me dio un vuelco. Era Flossie, sin duda. La voz era la misma, pero
Flossie era un hombre. Su rostro estaba cubierto por una máscara.
—No se lo va a creer —prosiguió—. Ni
siquiera tengo el título. Me expulsaron por malas calificaciones.
—¿Es por eso que lleva máscara?
—Ideé una intrincada máquina para apoderarme
de The New York Review of Books, pero para eso tenía que hacerme
pasar por Lionel Trilling. Fui a México para operarme. Hay un médico en Juárez
que presta a la gente los rasgos de Trilling... por una buena cantidad. Pero
algo salió mal. Me sacó parecido a Auden, con la voz de Mary McCarthy. Por eso
crucé la frontera de la ley.
Con presteza, antes de que su dedo pudiese
apretar el gatillo, me puse en acción. Lanzándome hacia adelante, hice chocar
un codo contra su mandíbula y me apoderé del revólver mientras caía. Se
derrumbó como una tonelada de ladrillos. Gemía aún cuando llegó la policía.
—Buen trabajo, Kaiser —aprobó el
sargento Holmes—. Cuando acabemos con ese tipo, el F.B.I. quiere tener una
charla con él. Un pequeño asunto relacionado con jugadores de ventaja y una
edición anotada del Infierno de Dante. Sacadlo fuera,
muchachos.
Más avanzada la noche, busqué a una vieja
conocida mía que se llamaba gloria. Era rubia. Y se había graduado cum
laude. La diferencia está en que su título era de educación física. ¡Qué
alivio!
Traducción
a cargo de José Luis Guarner
[Tomado
de "Cuentos sin plumas", Tusquets Editores, México, 1990]
Jajajaja, qué mamarrachada...
ResponderEliminarUna versión teatral será montada pronto en la Casa de la Red en Cuernavaca www.casadelared.org
ResponderEliminarJAJJAJA GENIAL
ResponderEliminarEs muy bueno, ironia en su estado puro. Me encanta!
ResponderEliminar¡Fabuloso! Al fin, leer es otra forma de desmedido placer.
ResponderEliminarehhh... me costó un poco entender al principio pero despues ya era como ah bien esa me gusta y me dió gracia, me gustó mucho, buscare mas libros o cuentos de el.
ResponderEliminarJaja. Me ha recordado a las inverosímiles capítulos de Historia de un condón.
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