El individuo y la sociedad, de Henri Roorda

Todo lo que hay en mí de bueno se lo debo a la sociedad. Si tuviera que contar únicamente con mis fuerzas de vertebrado superior, sería incapaz de alimentarme y de defenderme en el mundo actual. El individuo que puede vivir solo en el desierto se desarrolló en primer lugar en el medio social, que fue el que lo dotó de toda suerte de armas necesarias.
No sabría hablar si no hubiera nacido entre seres humanos. Fueron los hombres los que me enseñaron a pensar. Fue la sociedad la que me reveló todas las cosas hermosas que me hicieron amar la vida. Sé también que, para perdurar, la sociedad precisa de la violencia y de la mentira; pero fueron sus escritores los que me hablaron de la justicia y quienes implantaron en mí el espíritu de rebelión. Debo a los demás todo lo que poseo: mis ideas y mis alegrías tanto como mis vestidos.
Pero muy pronto la sociedad termina por arrebatarnos aquello que nos concedió antes. Tras haber impreso en nuestro espíritu imágenes de exaltación, nos impide, mediante su moral y sus leyes, satisfacer nuestros deseos y hasta nuestras necesidades más imperiosas. Sus educadores comienzan por cultivar en nosotros el gusto por lo bello, pero luego ella se encarga de afear nuestra vida convirtiéndonos en máquinas.
La sociedad es siempre más fuerte que todos nosotros: se desembaraza fácilmente de los individuos que le resultan molestos. Mas en muchos casos es el individuo el que tiene razón: es entonces el representante de una sociedad mejor. Al rebelarse asó contra la sociedad, cumple a veces con su verdadero deber social.
Para que la vida prosiga es preciso que los hombres consientan, todos los días, durante largas horas, en convertirse en verdaderas máquinas. Pero la máquina no lo ses todo. Convierte en autómatas y maniáticos a aquellos que tienen como tarea enriquecer la vida interior de los seres jóvenes. Desde hace treinta y tres años enseño a mis alumnos matemáticas elementales. Todos los años, todos los días, recito reglas y fórmulas inmutables. (No hace falta que diga que mis digresiones son contrarias al Reglamento.) hay frases que tuve que pronunciar tantas veces que el hastío que siento las retiene a menudo en mis labios.
El Estado no ofrece a quienes instruyen a los escolares ocasión de renovar su tarea y de rejuvenecer de esta manera su pensamiento. ¿Consiste su base en transmitir entusiasmo a los jóvenes? no, el entusiasmo es peligroso.
por mi parte, me gustan los inicios, las salidas, los impulsos renovados.

¡Ah, qué perfume desprenden las flores primeras!

Todos los días he de hablarles a los niños que me confían de cosas que ocuparán un lugar insignificante en sus vidas. En el fondo de mi corazón, perdono a los "perezosos" que encuentran aburrido todo este asunto. Para llamar su atención debo hacer ruido y gastar muchas dosis de buen humor. La escuela comete el grave error de enseñar a todo demasiadas cosas que son sólo interesantes para determinados especialistas. se dice que el niño debe aprender a obedecer. ¡De acuerdo! Pero a cambio de que los adultos aprendan a mandar de manera razonable.
Estaba hecho para que me gustara el oficio que ejerzo. Y, además, mi sentido de la cordialidad hubiera sido verdaderamente eficaz si, en lugar de ser el maestro de mis alumnos, hubiera podido ser su entrenador. Me deprimiría menos la perspectiva de volver a dar mis lecciones si lo que me pagan me dijeran: "Dé a estos niños lo mejor de su pensamiento". no tengo nada en común con esos funcionarios que se sienten orgullosos de se una "rueda" más del engranaje social. Necesito emocionarme con las verdades que enseño.


Trad. Miguel Rubio

[Tomado de "Mi suicidio", Editorial Trama, España, 1997]

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