Sobre la nariz, de Verónica Murguía



Verónica Murguía

El domingo pasado me dediqué a leer cuentos. Naturalmente, leí muchos cuentos rusos, entre los que estaba La nariz, de Gogol, una pequeña obra maestra del absurdo protagonizada por un barbero, un oficial que un día se despierta sin nariz, y por la nariz misma, que aparece primero dentro de un pan y luego anda por la calle sola y más dispuesta a hacer carrera que cuando estaba pegada a la cara de su dueño. Una delicia.

En la noche prendí la televisión y vi con estupor un programa que registra minuciosamente las transformaciones de personas que solicitan con fervor que les hagan cirugías plásticas múltiples, pagadas por la televisora y perpretadas por un equipo de cirujanos que admiten las cámaras en el quirófano para filmar las sangrientas --obviamente, pero sí espanta un poco-- operaciones. El programa en cuestión sigue a los aspirantes desde que se les comunica que su solicitud fue aceptada (¡y reaccionan como si les dieran el Nobel!) y los acompaña a lo largo de unos, muy terribles, calvarios en pos de lo que ellos creen que es un físico aceptable. Párpados, senos, nalgas, la parte superior de los brazos, panzas, muslos, arrugas, ojos, orejas y, por supuesto, narices, son recortadas, cosidas, curadas con láser, pulidas, estiradas, engrosadas, subidas o aplastadas y todo el mundo queda feliz.

Lo que causó mi azoro no fue la idiotez adobada de cursilería de los narradores, o la vulnerabilidad tremenda de los solicitantes. Uno de los procedimientos, incluso me maravilló: la cirugía láser que deja a los pacientes con vista mejor que 20/20. No sé qué sea mejor que 20/20, pero lo imagino como un don mágico, uno de los poderes del Hombre Araña. Además, es el único procedimiento incruento y dura dos minutos. Es algo increíble. 

No, lo que me indignó un poco fue el caso de una mujer que parecía necesitar una rinoplastia --cirugía de la nariz-- porque su enorme nariz le impedía tener pareja y una vida social satisfactoria. Cuál no sería mi sorpresa al ver la toma de perfil, porque su nariz era, de verdad, del mismo tamaño que la mía, y si me apuran, de forma parecida. Mi nariz no tiene la culpa de nada de lo que me ha pasado en la vida conyugal o en la vida en general. A la mujer esta le recortaron la nariz y le quedó a una distancia extrañísima entre el labio superior y el principio del tabique. Da la impresión de que se está tapando los dientes con el labio, como si los tuviera constantemente destemplados, una cosa rarísima. 

Desde el domingo me he estado fijando mucho en las narices de la gente que pasa frente a mis narices y creo haber detectado muchas rinoplastias. Tal vez me equivoco, pero me parece que el síndrome Michael Jackson está vivito y coleando entre nosotros, aunque afortunadamente en menor escala (y, ¿quién tiene el dinero para pagar millones de dólares y quedar como un murciélago depilado?). Una hojeada, en la cola del súper, a las revistas que se ocupan de la farándula y de la gente bien, satisfizo mi curiosidad científica: a las actrices de la tele y a la mujeres de cierta clase social les gustan las narices muy pequeñas y con el tabique afilado.

No tengo nada en contra de las cirugías plásticas, al contrario, pero quiero defender las narices grandes, porque me parece que tienen una mala prensa inmerecida. En las ilustraciones de los cuentos para niños, los malos tienen la nariz grande y ganchuda. Las brujas, en especial, son muy narizonas. La prueba irrefutable de que Pinocho mentía, era el súbito crecimiento de su nariz. Mucho más dañosa ha sido la propaganda antisemita que asocia la nariz judía o árabe a defectos como la avaricia. Hay montones de avaros o malvados con naricitas. 

En el libro La seducción secreta, de Piet Vroom, un estudio ameno acerca del olfato y su importancia en la vida humana, el autor afirma que algunas cirugías pueden trastornar la percepción de los olores: la extracción mal hecha de pólipos nasales, o las rinoplastias que modifican el flujo de aire que lleva las moléculas odoríferas a las membranas, mismas que a su vez enviarán información al bulbo olfatorio. Un mundo sin olores es, según los estudiosos, entre ellos el genial Francisco González Crussí, un mundo en que el amor, el deseo sexual, la memoria y el placer de comer quedarían irremediablemente empobrecidos. Nomás hay que pensar en cómo se vuelve insípida la comida con un resfriado común. 

Un precio demasiado alto por achicarse la nariz.


[Tomado de Los mejores ensayos mexicanos (edición 2005), Editorial Joaquín Mortiz - Fundación para las Letras Mexicanas, México, 2005

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