El petirrojo, de Gore Vidal

Gore Vidal
Gore Vidal

Cuando tenía nueve años yo era más duro. Disfrutaba de todo tipo de cosas desagradables: las peleas de los demás (fui espectador a temprana edad), accidentes de automóvil, historias de suicidios y un peep-show particular que tenía lugar en un parque de diversiones cercano a Washington en el que a través de agujeros practicados sobre una alta empalizada de imitación, uno podía ver un enorme elefante de escayola corneando a un hindú también de escayola. Pero lo que más me gustaba eran las revistas que vendían en las tiendas, en cuyas cubiertas podían verse fotos de chicas enredadas en telarañas gigantes y en el interior las más excitantes escenas de tortura. Solía sentarme durante horas sobre el suelo de baldosas en cierta tienda y estudiar todas ellas detenidamente. A veces incluso leía las historias. Me gustaba mucho lo directas que eran, el estilo tan natural. Hacía ya tiempo que me aburría con las monótonas historietas para niños de nueve años, y aún no había descubierto los libros de Oz que, al cumplir los diez, contribuyeron al ocaso de mi época dura. 

A los nueve tenía un amigo íntimo: un chico delgado de cabellos pálidos, ojos pálidos y piel pálida que se llamaba Oliver. Supongo que hoy será abogado o constructor. La mayoría de los chicos de nuestro grupo de Washington acaban siendo una cosa o la otra. Que yo sepa ninguno ha llegado a ser nada interesante, como estrella de cine o artista, aunque algunos se han divorciado una o dos veces y varios muestran síntomas de alcoholismo. 

A Oliver le encantaban la violencia y la tortura tanto como a mí y era casi tan duro como yo, lo que era realmente duro. Nuestra conversación era una mezcla de jerga gansteril y de guardería infantil. Organizábamos sociedades secretas, alentábamos la guerra entre bandas del colegio, y a veces incluso íbamos a robar a los ultramarinos.

Todos teníamos mundos de ensueño muy elaborados. Ahora puedo adivinar cómo sería el de Oliver; en cuanto al mío, lo recuerdo vívidamente: el clima, el paisaje e incluso varios argumentos de mi vida imaginaria, cuando tenía nueve años y era un depravado. Sé que poseía una gran fuerza física y que vivía en un castillo, llevaba una capa y a menudo una corona. No solamente era más fuerte que los chicos de mi edad, tambien era más fuerte que la gente mayor: esa raza alienígena de voz profunda y rostro duro. En mi mundo ideaba toda suerte de torturas para mis enemigos. Las víctima más constante y satisfactoria era la profesora, una mujer informe de cabello corto gris y desaliñado, con una horrible y escuálida nariz de rosas membranas translúcidas. Casi siempre estaba resfriada, con una calentura en el labio superior. Era una mujer severa, maligna, y, cuando se enfadaba, una bruja. Recibió su recompensa en mi mundo. 

Fue en una tarde clara y brillante de mediados de octubre, poco después de mi noveno cunpleaños, cuando Oliver y yo vimos el petirrojo. 

Primero permítanme que les diga que nuestra escuela es lo que llaman una escuela rural, a varios kilómetros de la ciudad, con amplias y cuidadas zonas verdes, en donde los chicos menos imaginativos daban rienda suelta a su violencia con el fútbol y las peleas. Oliver y yo casi nunca nos uníamos a ellos; despreciábamos aquella simplicidad. A veces nos obligaban a jugar, y entonces yo escogía una parte del campo en la que poco me iba a distraer de mis pensamientos, y allí me quedaba, soñando de pie. En estos sueños yo era el personaje, nunca el espectador. 

Hamamelis virginiana

La escuela estaba en una gran casa de campo de Virginia, a unos diez minutos en autobús desde Washington. La casa era del estilo que en el sur llamamos georgiano, aunque en realidad era una graciosa mezcla de estilos de finales del diecinueve: ladrillo rojo, altos ventanales en planta baja, y en su interior una escalera de caracol. Los techos eran altos con grietas en las paredes, y uno podía sentir en cada rincón la presencia de generaciones y generaciones de vida feudal sureña. En realidad, la casa era la reliquia de un rico yanqui que marchó al sur durante una administración republicana en el poder, construyó esta casa, se imaginó ser un caballero, la dejó a sus hijos, murió, y éstos, comportándose como auténticos herederos, la vendieron sin tardanza. 

Pero para nosotros, sus sesenta alumnos, el terreno era más interesante que la casa: suaves prados desaparecían serpenteando por el bosque, en donde se alzaban oscuros y delgados árboles que con el otoño lucían los colores del bufón, y entre lo que se podía entrever el lento fluir del pardo río Potomac rugiendo incesantemente en la lejanía con un sonido triste y solitario como el del mar. 

El día del petirrojo era como cualquier otro día de otoño. Cogí el autobús de la escuela frente a mi casa y charlé con Oliver durante el trayecto. No tengo la menor idea de cuál podría ser el tema de nuestras conversaciones a los nueve años. 

Supongo que hablábamos de los profesores, los otros chicos, las peculiaridades de nuestros padres. Recuerdo que una vez me volví hacía él y le dije con solemnidad (esto fue un año más tarde, tras el divorcio de mi madre): "Hemos luchado juntos contra viento y marea mi madre y yo". Recuerdo que cuando cumplí los diez hablaba casi completamente en clichés altisonantes y había comenzado a mostrar un talento alarmante para la poesía didáctica. Pero en aquel día de otoño, con nueve años, estuve más espontáneo, más original y más desesperado de lo que jamás he vuelto a estar.

Llegamos a la escuela, entramos a clase, y ya no recuerdo nada más. Supongo que algo ocurriría en esas clases, pero no recuerdo qué. Durante los diez años que pasé en diferentes escuelas, casi no recuerdo nada de lo que ocurrría en clase. Tengo un solo recuerdo claro de mis primeros seis años de colegial. Por algún motivo construimos un modelo de la vía Apia sobre cartón, y dado que entre mis numerosos talentos poseía el de construir figuras, me pidieron que hiciera las de ese lugar. Eran hermosos y espléndidos romanos de acertadas proporciones, ataviados con togas del más blanco papel de seda, y todos quedaron impresionados. Pero, por desgracia, no se mantenían en pie, y la pofesora, esa horrible mujer de escuálidos labios, aplastó las piernas de todos ellos hasta que quedaron como gruesas columnas, arruinando completamente la clásica simetría que yo les había conferido. Al enterarme monté tal exhibición de mi sensibilidad ultrajada que la profesora tuvo que llamar al director, quien trató de apaciguarme proponiéndome que hiciese más largas las togas con el fin de que nadie pudiese ver las piernas. Y me recordó que se me habían encargado figuras (muy admirables las que había realizado, por cierto) para ser montadas en cuadrigas. 

Aparte de este episodio, no recuerdo nada más de aquellos seis años de escuela, aunque me acuerdo de las tardes pasadas en el exterior, especialmente esa tarde en particular del mes de octubre. El cielo estaba apagado, con grandes nubes blancas que se desplazaban y cambiaban de forma tan lentamente que uno se quedaba hipnotizado mirando cómo los castillos se convertían en elefantes, los elefantes en cisnes y los cisnes en profesores. Aquel día Oliver y yo nos alejamos discretamente de nuestros compañeros que jugaban.

Nos dirigimos a prisa a un extremo del jardín, donde un risco boscoso se asomaba casi verticalmente al río que corría abajo. Ocultos a los ojos de los demás, por una hilera de siemprevivas y con el río al fondo, nos sentamos cómodamente sobre la hierba. Yo comencé a inventarme una historia, y Oliver me escuchaba con atención halagadora. 

Petirrojo americano

Fue él quien primero advirtió la presencia del petirrojo. 

--Mira --dijo interrumpiéndome y señalando algo sobre la hierba. Miré y vi el pájaro. Tenía un ala rota y aleteaba débilmente intentando volar aún. Nos acercamos y lo examinamos con cuidado, con precaución, temiendo algún aguijonazo o mordedura inesperados o algún contagio siniestro. 

--¿Qué hacemos? --pregunté. Uno siempre debía hacer algo con todo aquello que se le cruzase en su camino. 

Oliver sacudió la cabeza; no se le ocurría nada. 

--Está malherido. No vivirá mucho y además no sabríamos qué hacer.

--Quizá vendría bien buscar agua de hamamelis o algo --propuse yo; pero dado que eso significaba acudir a la autoridad escolar decidimos no curarlo. 

He olvidado de quién nació la idea. Espero que fuese de Oliver. Decidimos eliminar el sufrimiento del petirrojo: había que matarlo. La decisión fue tomada sin problemas, pero llegado el momento de la ejecución no sólo no se nos ocurrió nada, sino que nos asustamos. 

Acordándome de un cuadro que había visto de san Esteban, propuse que lo matásemos con una piedra. Oliver cogió la primera piedra (estoy casi seguro de que fue Oliver) y la dejó caer directamente sobre la criatura, pero la piedra cayó junto a ésta, y el pájaro agitó sofocado las alas. Entonces yo cogí otra piedra y la dejé caer encima y ahora, algo horrible, había sangre sobre sus alas, que sacudía en medio del aire luminoso, agitando las hojas muertas a su alrededor. 

Entonces nos asustamos y nos enfadamos aún más y cogimos más piedras y las arrojamos contra el petirrojo con todas nuestras fuerzas, cualquier cosa con tal de paralizar el movimiento de aquellas alas y el sonido de aquel dolor. Las piedras se sucedieron unas a otras hasta que el pájaro quedó cubierto a excepción de su cabeza... y todavía seguía con vida: no quería morir. Oliver (ahora estoy seguro de que fue Oliver) agarró por fin una enorme piedra y la aplastó con todas sus fuerzas contra el vértice de la pirámide que habíamos formado, dando por concluida la tumba. Luego escuchamos con atención: ya no salía ningún ruido del montón de piedras. 

Nos quedamos allí un largo rato, sin mirarnos a la cara, con la pila de piedras entre nosotros: Ningún ruido aparte de los gritos distantes de nuestros compañeros que jugaban en el jardín. El sol brillaba; nada había cambiado en el mundo, pero de repente, sin decir palabra y al unísono, nos pusimos a llorar. 

1948

Traducción de Richard Guggenheimer.

[Tomado de La ciudad y el pilar de sal y Siete relatos de juventud, Barcelona, Grijalbo - Mondadori,  2000]





















[Tomado de Cómo escuchar la música, México, Fondo de Cultura Económica, 1992]

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