Cosas de niños, de Theodore Sturgeon
Theodore Sturgeon |
Heme aquí a la luz de la luna, ante la tarea de escribir una oda. No escribiré una oda. No quiero escribir una oda. Escribiré... escribiré lo que ocurrió. Nunca escribiré otra oda. Soy una criatura primitiva. Soy un salvaje que muestra los dientes. Y ellos no me creerán, y se reirán... o me creerán, y entonces, por todos los poderes, pienso que yo me reiré. Pienso que me reiré. Pienso que quizá pueda reírme.
O lloraré. Pienso que quizá pueda llorar.
Ya sé: escribiré todo desde el principio, como si aún quedara alguien en la Tierra que todavía no lo sabe. Quiero comprobar si una enormidad semejante cabe en un relato.
Los inmunes, así nos llamaron. Pero no es un nombre apropiado. Nos alcanzó a todos. Pero nosotros no nos morimos. De modo que, aunque la raza humana ha muerto, nosotros vivimos aún.
La raza humana ha muerto... no la humanidad. Supongo que sería necesario definir estos términos. En la época en que nos reunimos, quedábamos seiscientas cuatro criatura humanas de varios miles de millones. Todos éramos fuertes y sanos, y la mayoría jóvenes. Podíamos vivir, aprender, amar. No podíamos propagarnos. Eso en cuanto a la raza.
Nosotros, todos nosotros, estábamos obsesionados por una misma idea: la humanidad no debía perecer. La humanidad como aspiración, generosidad, nobleza si queréis: había que preservar ese patrimonio. Nosotros no podíamos aprovecharlo. Era demasiado tarde. No comprendimos realmente el significado de ese patrimonio hasta que apareció la nueva encefalitis. Quizá comprendimos porque apareció la encefalitis. De cualquier modo lo habíamos heredado, lo teníamos, y era necesario transmitirlo, pues si no la tragedia sería demasiado grotesca.
Decidimos ofrecérselo a la nutria de mar.
Como muchas otras verdades elementales, el hecho de que la nutria de mar sucedería al hombre había sido evidente, y había pasado inadvertido. Nos habíamos entretenido pensando que otros animales --los perros, por ejemplo, los monos superiores, y (¿recordáis cómo nos apasionábamos?) el delfín-- tenían todos una inteligencia de naturaleza parecida a la nuestra, aunque no de la misma calidad. Era posible pensar como un delfín, o como un perro. Nos sentíamos muy orgullosos en verdad imaginando que los Próximos tendrían una inteligencia semejante a la nuestra. Una vez que estuvimos preparados para abandonar esta consoladora noción, fue indiscutible que nuestro sucesor lógico era la nutria: animal industrioso que conocía el uso de las herramientas, de una evolución todavía más precoz que la nuestra, y con un sentido todavía más duradero del humor.
Habíamos perdido toda esperanza en nosotros mismos. quiero que esto sea claro. Nuestra aflicción era profunda y amarga. Pero es necesario aclarar también que atravesamos este periodo de duelo y emergimos en la otra orilla, como cuadraba a nuestra madurez. Emergimos tarde, y ya de nada nos servía, pero emergimos de cualquier modo, maduros. Ya veis lo que éramos a pesar de nuestra juventud física. Éramos los Antiguos de la tierra y llevábamos ese signo con verdadera dignidad. Disponíamos también cada uno de nosotros, todos nosotros, de un poder y una opulencia inimaginables. Éramos en verdad tan pocos, estábamos tan entrenados, contábamos con tantos recursos (y ninguna necesidad de ahorrar). Un movimiento de la mano nos bastaba a cualquiera de nosotros para mover montañas. Lo más importante sin embargo, lo verdadero, era ese sentido de misión y de dignidad que habíamos conservado a pesar del terror y de la muerte: una misión más importante y una dignidad más verdadera (aunque sólo en un grado o dos) que todas las que pudo haber conocido la raza. Teníamos orgullo, claro está, aunque orgullo es una palabra inadecuada para expresar ese sentimiento. Humildemente, nos queríamos a nosotros mismos, y era esto lo que tratábamos de conservar con vida, sobre todas las cosas. Las nutrias hubiesen llegado a ser civilizadas, con o sin nosotros, probablemente, pero esta dignidad suprema era algo que sólo nosotros podíamos comunicarles. Sólo un hombre podía alcanzar esas alturas. La muerte nos dio este noble conocimiento. La vida --la vida de los Nuevos-- nos dio esta misión.
Qué tarea ardua. Pues nosotros estábamos demasiado adelantados y las nutrias eran demasiado primitivas como para que pudiésemos inculcarles algo en el breve tiempo en que compartiríamos juntos la Tierra. Seríamos polvo milenario aun antes que empezaran a comunicarse entre ellas, y no teníamos la intención de acelerar esa prehistoria. Que siguieran siendo por un tiempo lo que eran entonces: robustas, de un notable poder de adaptación, ubicuas. Que siguieran contentándose con flotar de espaldas, llevando algún molusco en el pecho que abrieran luego con una piedra hasta que un día descubrieran ellas mismas que eso no era bastante. Que ellas mismas encendieran la primera luz.
Pero habíamos decidido, una vez encendida, esa luz no oscilaría ni se apagaría nunca. No habría edades oscuras para las nutrias. Reduciríamos los conocimientos básicos a principios esenciales, y transcribiríamos estos principios en la forma más comprensible, y los dejaríamos como piedras miliares (cada una de ellas sería una declaración y una promesa).
Como material de esos jalones elegimos la nueva aleación cromo-vanadio que sería conocida como bicrován. (Ah, qué ciudades podríamos haber edificado.) Tratada apropiadamente, la aleación podía moldearse en varillas, barras, planchas. Una vez irradiada, era inalterable, casi inalterable. No tenía estructura molecular, ni siquiera red de átomos. Podría ser descrita, quizá, como una matriz de átomos. Una plancha de diez metros podía soportar una presión de varias toneladas en el centro sin torcerse más que unos micrones. Una varilla de treinta metros de largo y de medio centímetro de diámetro sostenida horizontalmente por un extremo no mostraba ningún signo de curvatura. Como punta seca, el bricován rayaba fácilmente el diamante. Una temperatura cercana al cero absoluto o a un calor de veinte grados no mejoraba sensiblemente la terminación de una plancha. ¡Y qué terminación! Un brillo de plata, con un tinte color durazno...
Grabamos, pues, en bricován la sabiduría del hombre. La tarea era titánica, no teníamos otra cosa que hacer. Era necesario, ante todo, amasar el conocimiento necesario, y destilarlo luego (y destilarlo otra vez, y otra vez, y otra vez), y codificarlo de acuerdo con unos parámetros de inteligencia apenas concebibles, para que la nueva raza pudiera entender y utilizar inmediatamente ese conocimiento, en el momento oportuno. Cuando las nutrias conquistaran el fuego, conocerían el arte de la cerámica. Cuando comenzaran a trabajar metales, conocerían las aleaciones y los hornos. Poco después descifrarían el secreto de la máquina de vapor. Y así sucesivamente. Pero nada, mientras fuera posible, antes del momento indicado.
No nos costó mucho trabajo enterrar las planchas de bricován, pertinentemente ilustradas, en estratos arcillosos. No fue fácil, en cambio, esconderlas en filones metalíferos, pues estos tenían que ser bastante profundos para impedir que el descubrimiento ulterior fuese accidental. Inscribimos ante todo nociones de lenguaje y de aritmética. En cuanto a los secretos últimos --éticos, espirituales, y tecnológicos-- había que esconderlos tres veces, para que se pareciesen a las nutrias como una serie de revelaciones sucesivas, y de modo que cada revelación anunciara la siguiente. Era necesario tener en cuenta, además, que si escondíamos demasiado las planchas corríamos el riesgo de que la Nueva Raza no las descubriera nunca.
Las cuatro ecuaciones de la teoría general de Einstein, junto con las de Heisenberg acerca de los cuantos, fueron enterradas en la bóveda más accesible, en el seno mismo de la tierra, bajo tres mil metros de aguas oceánicas, en el fondo de la perforación que fue la culminación de la ingeniería humana del siglo veinte. No es necesario que explique aquí detenidamente todos los pasos de esa tarea. Diré simplemente que a pesar de contar con inmensos recursos, con nuevas técnicas, nos costó mucho más cumplir esta tarea que a nuestros antepasados perforar el pozo.
El ocultamiento de esta última plancha nos pareció entonces nuestra máxima conquista. Recuerdo aún aquellos días con afecto y tristeza. Fue un tiempo de orgullo contemplativo. Seguíamos trabajando, por supuesto, pero habíamos concluido nuestra misión. En un cierto sentido, habíamos sobrevivido a nuestra propia muerte. Vivíamos en un instante intemporal, que no era ni vida futura ni vida eterna, luego del fin de un vasto florecimiento y antes del principio de otro nuevo. La humanidad, la muerte de la humanidad, había quedado atrás. Las nutrias no habían comenzado aún, pasarían eones antes de que fueran los Siguientes. De modo que en esos días íbamos orgullosamente de un lado a otro, humildemente conscientes de nuestra utilidad y nuestra nobleza. Habíamos transmitido la antorcha.
Y entonces...
Entonces De Wald formuló la última ecuación.
De Wald había trabajado incesantemente, aun antes que hubiéramos concebido la idea del proyecto, aun antes que la nueva forma de encefalitis hubiera causado su primer millón de víctimas. De Wald había partido de los notables trabajos de Heisenberg y se proponía encontrar una única expresión algebraica que no sólo abarcara las cuatro ecuaciones de Einstein sino que resumiera también las fórmulas de Heisenberg en algo tan claro como e=mc2.
Por supuesto, nos reunimos muchas veces y discutimos apasionadamente, pero las discusiones eran formales (teníamos tiempo para eso entonces, y nos gustaba). Nadie ignoraba lo que era necesario hacer. La suprema justicia de un descubrimiento semejante nos parecía a todos evidente. Algunos hablaron de justicia poética, y otros de Dios. Yo --no soy un hombre de ciencia-- lo atribuí al arte. Que nuestra especie desapareciera sin ruido, como algo fútil, o que pudiésemos dejar nuestra hora inacabada era algo realmente contrario a la belleza. El descubrimiento de De Wald, por otra parte, en ese momento tan preciso, era la cima del arte. Hasta era posible decir que justificaba todas las cosas, vistas objetivamente, aun la muerte trágica de la raza. Al cabo de un millón de años, desde el punto de vista de otra especie, sería la historia más maravillosa de todos los tiempos.
Emprendimos entonces alegremente la tarea enorme de recuperar del seno de la tierra las planchas de bricován ahora envejecidas. Y mientras tanto preparamos la nueva plancha, ya que no era posible borrar o rectificar la de Einstein y Heisenberg. Oh, era bueno empezar a trabajar otra vez.
Al fin, todo estuvo dispuesto para el último acto. La ocasión era propicia para una ceremonia extraordinaria. Gregorio compondría una música de circunstancias, y Fluger mismo, por supuesto, diseñaría el estrado donde se exhibirían juntas la plancha recobrada y la nueva. Y no me sorprendió realmente que me pidieran una oda. No titubeé un segundo y acepté en seguida, pues si el arte nace de la inspiración, había allí motivos suficientes para sentirse inspirado.
La noche anterior a la ceremonia pedí que me dejaran solo en la hermosa costa oceánica. Yo ya había compuesto un borrador de la oda, pero sabía que esa vigilia me ayudaría a completar la versión definitiva.
Y en verdad el lugar y el momento eran particularmente adecuados para esa tarea. Caía ya la noche cuando quedé solo en un sitio desde donde podía ver con una sola mirada el mar y el cielo, la playa plateada y el hermoso estrado de Fluger sobre dos arcos centelleantes que se alzaban vertiginosamente desafiando a la gravedad. Sí, allí también estaba presente la justicia que mencioné antes. Cuántas veces se ha dicho que un arco de Fluger no hubiera podido existir nunca sin el bricován, y viceversa.
Y el sol se puso envuelto en un resplandor, apropiadamente. Aun cuando nosotros...
Y en el este, se aclaró el cielo y asomó la luna... como una nueva luz para la tierra...
Luego, maravilla de maravilla, un chapoteo interrumpió el murmullo del mar, y una pequeña forma oscura se deslizó entre las sombras luminosas. Oh, pensé, despavorido, no es posible, pero... sí, nada podía estar más justo... y en ese momento el borde metálico de la luna se alzó golpeando y agrietando la copa de sombra y advertí que yo había la verdad de esta verdad. Era una nutria marina que se arrastraba por las arenas hacia el estrado.
Frente a mí, a unos treinta metros, se detuvo de pronto. Si yo no la hubiera visto antes hubiera pensado que era un montículo de arena, o la sombra de un montículo. Pero la luna brillaba cada vez más y alcancé a distinguir el leve temblor de los cómicos mostachos. La nutria, sin embargo, no miraba. Las nutrias nunca miran directamente a nada, y en esto son como los pájaros. A mí no me veía, pues yo estaba justo frente a ella. Qué cuadro perfecto en todo su simbolismo... ¡Qué apropiado en verdad!
La nutria se movió de pronto, escurriéndose el estrado, deteniéndose de cuando en cuando en esas pausas breves de las nutrias, como un autómata con un cable suelto.
La seguí silenciosamente, divertido y encantado a la vez. En ese momento sentí que debía ser así: yo sólo, yo, posiblemente el hombre más calificado de toda la historia para apreciar una escena semejante, vería a este adelantado de los Nuevos en el santuario donde se exhibían las concepciones más altas de la humanidad.
Y yo no me equivocaba, por supuesto, no me equivocaba. Nada podía estar fuera de su sitio en aquella escena encantada. Todos los poderes del espíritu del arte no permitirían que nada en aquel momento perturbara la escena.
Cuando al fin subí al estrado y me deslicé detrás de las cortinas, la nutria estaba delante de las dos planchas de bricován: la que acabábamos de recobrar, con las revelaciones de Einstein y Heisenberg, y la que acabábamos de fabricar y que reemplazaría a la otra.
Pensé entonces (un pensamiento murmurado apenas, pues yo temía quebrar el cuadro): ¿estás rezando, criatura?
La nutria, incorporándose, apoyó de pronto las dos patas delanteras en la primera plancha, y al moverse torpemente pareció como si acariciara la superficie de metal. Y sentí entonces algo muy raro: vergüenza, esa impresión de culpa que queda en uno luego de haber cometido una torpeza, una gaffe, una falta de educación insignificante en sí misma, pero que se recuerda siempre penosamente. Me sentí como un intruso, un espía ignorante y grosero. Para escapar a esta impresión, para que no se quedara ningún recuerdo inadecuado, aparté la única nota discordante en aquella sinfonía de elementos apropiados: yo mismo. Me deslicé sin hacer ruido detrás de las cortinas y volví a la arena congratulandome de ser quizá el único hombre con una sensibilidad tan perfecta.
No quise perturbar, pues, ese acto casual de acción de gracias, y esperé sin moverme hasta que al fin vi a la nutria que corría de vuelta hacia el mar. Había recogido un trozo de madera o una cosa parecida en alguna parte y advertí que se detenía a excavar a orillas del mar. Apenas alcancé a vislumbrar las dos almejas que había desenterrado, y en seguid al nutria desapareció en el agua. Me incorporé, quizá para contemplar una vez más , una última vez, a la criatura con quien yo había vivido mi más maravilloso momento, y (como era justo) tuve mi recompensa. La nutria flotaba tranquilamente de espaldas a la luz de la luna, con una almeja en el pecho. Rompió la almeja golpeándola toscamente con la herramienta que había llevado de la playa, comió la carne del molusco, tiró al mar la herramienta inútil, y desapareció entre las olas.
Me quedé mirando el agua y sintiendo todo el amor que había despertado en mí el animalito, gracioso y astuto, y al fin me volví hacia el lugar donde yo velaría esperando la inspiración. Si hubiese ido allí, seguramente hubiera escrito un oda, una condenada oda. Pero decidí subir una vez más al estrado para revivir aquel momento increíble.
A la luz brillante de la luna contemplé el santuario de la humanidad, de la dignidad y el valor del hombre, y que era, en verdad, un acto de fe en la vida que había sido, y en la vida que sería, cuando mis ojos vieron... lo que mucho después, quizá una hora después, admitió mi mente.
A la derecha de la fórmula de Einstein, breve, inmortal y perfecta, que expresaba la conversión masa-energía, leí estas palabras escritas, sí, escritas en la plancha de bricován: Bueno, a veces.
Y en las fórmulas de Heisenberg había dos correcciones, unas cifras garrapateadas que parecían haber sido grabadas con un solo movimiento de uña en el metal impenetrable...
Pero el golpe del que tardé tanto en recobrarme (quizá una hora) lo recibí cuando miré la plancha de De Wald. Pues bajo esa cima de la intuición matemática, la obra más trascendental del espíritu humano, la síntesis de De Wald, la nutria había escrito: ¡Qué disparate!
No escribiré más odas. Vosotros que leéis estas líneas y veréis las dos planchas, podéis elegir libremente. Podéis suicidaros si queréis. O podéis discutir ociosamente acerca de la verdadera causa de esa encefalitis que nos ha destruido, y hasta podéis preguntaros agónicamente si la nutria no sabía que yo estaba allí, mirándola, y no conocía el significado de esas planchas y de ese estrado, y si ella y su especie no querían deshacerse de una vez de los pocos hombres que quedaban vivos, llevándolos por los caminos de la locura o de la muerte. O llamad a unos buzos si queréis para recoger la herramienta de la nutria, esa herramienta que empleó para abrir el molusco --está ahí, cerca de la orilla-- y comprobad si en verdad es la punta de la plancha de De Wald que la nutria quebró con las garras desnudas. Recoged el trozo de metal y comprobad si se ajusta a la plancha rota, y luego, que lo vea todo el mundo y que los ridículos laboratorios humanos lo estudien hasta el hartazgo. Quizá al fin alguno de vosotros estalle en carcajadas, llore de risa, como he hecho yo hasta caer agotado, incapaz de olvidar la enormidad de esta ridícula comprobación: ¡qué infantil es la escritura de la nutria! Haced pues cualquiera de estas cosas, o no hagáis ninguna de ellas sino algo que se os ocurra a vosotros mismos, algo que encontraréis seguramente en el vasto almacén de vuestro orgullo y de vuestro conocimiento.
En cuanto a mí, he regresado alegremente a la vida primitiva. Me he identificado con mis decididos antecesores: me voy de caza.
Título original: Like young. Traducción de M. Figueroa.
[Tomado de Minotauro. Fantasía y ciencia-ficción. No 7, Argentina, Septiembre-Octubre, 1965.]
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