La entrada. Introducción a "Las voces del laberinto. Historias reales sobre la esquizofrenia", de Ricard Ruiz Garzón

Ricard Ruiz Garzón
Estimado señor Paul Auster:
Le escribo porque mi hijo ha muerto. Se suicidó hace tres meses. En primavera. Tenía veinticinco años.
Le vi saltar por la ventana. Le vi morir. Y una vez abajo, vi también un libro en su mano izquierda. El mismo que estuvo leyendo toda la noche, se arrojó con él. Parece imposible, pero no lo soltó al chocar contra el suelo. Perdió hasta un zapato, pero conservó el libro. Costó Dios y ayuda arrancarlo de sus dedos. Días después, al hojearlo, hallé una extraña dedicatoria, y también una página marcada. El libro era El Palacio de la Luna, y las palabras señaladas, sus palabras, señor Auster, eran estas: "Yo había saltado desde el borde del acantilado y justo cuando estaba a punto de dar contra el fondo, ocurrió un hecho extraordinario: me enteré de que había gente que me quería. Que le quieran a uno de ese modo lo cambia todo. No disminuye el terror de la caída, pero te da una nueva perspectiva de lo que significa ese terror. Yo había saltado desde el borde y entonces, en el último instante, algo me cogió en el aire. Ese algo es lo que defino como amor. Es la única cosa que puede detener la caída de un hombre, la única cosa lo bastante poderosa como para invalidar las leyes de la gravedad".
Le ahorro mis sentimientos al leer entonces algo así, señor Auster. Encontré más páginas marcadas, y también más fragmentos, y más palabras. Pero nada que me aclarase la dedicatoria. Curiosamente la letra es del propio Robert. Escrita en rotulador rojo, decía:

De Marina. Mi ARIadNA

Eso era todo. Un hombre desconocido, una velada alusión mitológica y una novela sobre el azar y el destino. Nada más. En cuanto a usted, señor Auster, no se preocupe. No voy a acusarle. He decidido leer su obra, la favorita de Robert, para buscar lo que él me ocultó. Como muchas madres, conocí a mi hijo mucho menos de lo que creía. Quién sabe, quizá puedan cambiar eso sus libros. Y tal vez me ayude escribirle a usted. Aunque no sé si le enviaré esta carta, o las siguientes. De hecho, ni siquiera sé si son cartas. En todo caso, me ocurre lo que a su Anna Blume: le escribo porque usted no sabe nada. Por que en su casa de Brooklyn, sumido en su proyección internacional como autor de éxito, lo ignora todo sobre Robert. Sobre lo mucho que su obra significó para él. Puede que sea mejor así. No importa que nunca lea esto. Al fin y al cabo, le escribo por eso. Porque está lejos de nosotros y no sabe nada. 
Fue una noche muy larga, señor Auster. Como la semana, como el año que le precedieron. Como la carta de Robert que llegó sobre las nueve. Ni saludó. Abrió la puerta, arrastró sus pasos y se encerró en su cuarto sin mirarme. Había sido igual la noche anterior, y la anterior a esa, y cualquiera de las de ese fatídico mes de mayo. Otro mal día en el trabajo, pensé. Otra jornada gris y anodina en las grises y anodinas mesas de edición de Sonimagen. Robert llevaba dos semanas montando videos en una productora del barrio. Necesitaba dinero para sus cortos, así que entró en el circuito de la BBC. De la grabación en video de Bodas, Banquetes y Comuniones. Mi hijo adoraba ese chiste, tanto como aborrecía el trabajo. Le trataban mal, le pagaban peor y encima tenía que bregar con horas y horas de felicidad enlatada. Cada minuto allí era a su juicio una concesión al fracaso, un paso definitivo en la asunción de su mediocridad. Porque Robert quería ser director de cine, y allí se sentía como un neurocirujano rebanando filetes en una carnicería. Hasta tres veces aquella semana había prometido no regresar al día siguiente. Las tres había traspasado la puerta de su cuarto, se había afeitado sin desayunar y había salido de casa con el mismo semblante que un reo camino del paredón. 
Tampoco en lo personal le iban bien las cosas, señor Auster. Su extravagancia, su impaciencia y su falta de mano izquierda le habían aislado poco a poco del mundo, y aunque contaba con buenos amigos apenas mantenía con ellos otro contacto que el circunstancial. Había sufrido hacía poco un desengaño, del que no sé detalles, y me consta que aún padecía los efectos de una lejana y confusa relación sentimental. Atendía muy pocas llamadas, rehuía de todas las citas y se mostraba reacio a cualquier intento serio de conversación. La mayor parte del tiempo, por tanto, la pasaba enjaulado en la penumbra de su cuarto. Había instalado allí dos monitores, una mesa de montaje y sendos aparatos de video que conectaba sin interrupción. Como utilizaba auriculares y nos tenía prohibido el acceso, deduje su obsesiva dedicación del zumbido de las máquinas y de las sombras que cada noche se filtraban por la rendija de su puerta.  Algunas de sus sesiones eran maratonianas, casi enfermizas. Pero nunca nos mostró el resultado de sus trabajos, sobre el que guardaba una celosa reserva. Cuando salía, cerraba con doble llave y bajaba la persiana. Mi perspectiva de la habitación, en consecuencia, fue durante mucho tiempo la que me procuró el orificio del ojo  de la cerradura. Existía una copia de la llave, desde luego. Mi marido jamás hubiera consentido otra cosa. Pero la utilicé en muy contadas ocasiones. En la última de ellas, ante la amenaza de un ataque de nervios, accedí con la copia al interior del cuarto. No sé cómo pudo saberlo. Pero lo supo. El registro fue tan inútil y su reacción tan furibunda que jamás volví a intentarlo. 
Le he mencionado a mi marido. Fue profesor de educación física en el mismo centro donde yo enseño. Jamás hablaba con Robert. Taciturno y propenso a la depresión desde que perdió la mano derecha en un accidente de tráfico, había obtenido una baja permanente y distraía su tiempo, como ahora, entrenando equipos diversos de fútbol base. Padre e hijo se regían por horarios casi incompatibles. No se buscaban, pero si coincidían, en alguna noche sin entrenamientos o en ratos muertos del fin de semana, ni se dirigían la palabra. Sospecho que esta indiferencia le duele ahora a Miguel en lo más hondo. Entonces, en cambio, parecía más interesado en las estadísticas de la liga regional que en el bienestar de su único hijo. Para ser justos, no obstante, debo admitir que yo le ocultaba información. En los peores momentos, cuando Robert aporreaba paredes o estrellaba vasos de vidrio contra el techo, preferí guardar silencio. Siempre atribuí sus desmanes a las asignaturas pendientes entre él y yo. Por eso no alerté a Miguel. Mientras mi hijo no me levantara la mano, pensaba, estaría todo bajo control. Ignoro a quién de ellos quería proteger más con mi actitud.
No importa. Estaba tratando de explicarle qué ocurrió la noche del 11 al 12 de mayo. La que usted llamaría la noche previa a los hechos. Esa noche, por ser viernes, cenamos los tres en casa. Robert tardó en salir de su cuarto, pero mostraba tal desencanto en su rostro que no me atreví a responderle. Pálido y ojeroso, encogido como un anciano sobre la mesa de la cocina, ofrecía un aspecto tan desvalido que hasta su padre le preguntó si quería que fuéramos al médico. Robert negó con la cabeza, sin levantar la vista del mantel. Seguí flaco, muy flaco, demasiado para la constitución atlética de la que siempre había hecho gala. El pantalón le hacía arrrugas alrededor de la cintura, las zapatillas le bailaban y la camisa del pijama parecía de alguien tres tallas mayor que él. Se pasó toda la cena removiendo la comida de un lado a otro, sin probar bocado. Dispuesta a aceptar cualquier desplante, insistí para que  probase al menos las croquetas de pollo. No reaccionó. Me arriesgué a repetir el ruego. Siempre que le repetía algo, contestaba:
--Taladras, mamá. Te tengo enquistada en el cerebro. Satura, ¿cómo no te das cuenta?
Esta vez no lo dijo. No dijo nada, nada en absoluto. Me miró, como si le costara un esfuerzo infinito, y asintió levemente. Levantó el tenedor, acercó una croqueta y la partió por la mitad. Una convulsión sacudió su cuerpo. Durante más de un minuto no se movió. Estuvo mirando ambas mitades con expresión de asco, como si acabase de cometer un crimen abyecto. Como si la croqueta sufriese por la mutilación un dolor indescriptible. Miró el tenedor, miró los restos de pollo y contuvo una arcada. Por un instante, vi terror en sus ojos. Vi pánico. Acercó los dos pedazos de croqueta y los unió, intentando recomponer la figura original. Mimó los bordes, presionó en el centro, acható los extremos. Fue inútil. A cada nuevo intento, la croqueta se desmoronaba un poco más. Resignado, molesto, Robert aplastó una mitad con el tenedor hasta que la hizo puré. Luego arrojó el tenedor al suelo, como si se desprendiese de un arma comprometedora, y fijó la vista de nuevo en el mantel. Respiró hondo una o dos veces, relajó un tanto los músculos de su cara y al final, con un hilo de voz, murmuró:
--Estoy acabado.
Por primera vez en muchos años, se acostó sin cerrar la puerta. Y hasta las seis menos veinte de la mañana no apagó el flexo. Apenas dormimos. Yo me eché en el sofá del salón, a un par de metros de su cama, para ver sus piernas bajo la colcha sin que él me viera a mí. También intuía desde allí la mesita de noche, donde sus manos depositaban de forma intermitente un librito de tapas rojas. Miguel salió a buscarme un par de veces, en vano. Robert leyó toda la noche. el roce de sus dedos sobre el papel marcó la cadencia de mis horas hasta el amanecer. A las siete, se levantó y, sin mirarme, se encaminó hacia el cuarto de baño. Al rato, me acerqué y descubrí que no había nadie. Miré en la cocina, volví a mirar en su cuarto y no lo encontré. Alarmada, regresé al pasillo y descubrí un débil haz de luz: la puerta de la calle estaba entornada. Robert estaba fuera, descalzo, sentado en pijama junto al rellano de la escalera. Le pregunté qué hacía allí.
--Tengo que ir a trabajar --respondió.
--Hoy es sábado, no tienes nada que hacer hasta mediodía --le recordé--. Además, hoy no irás a trabajar. Luego llamaré yo a la  productora. Tú entra y descansa un poco. 
Se dejó conducir como un cachorrillo. Sentí la fragilidad del cristal en sus huesos mientras le guiaba. Por un instante me miró con ternura. Lo acosté, y desperté a Miguel. 
--Robert no está bien --le dije--. Habría que llamar a un médico, pero temo que me oiga y se asuste. ¿Por qué no bajas tú y llamas desde una cabina?
Miguel obedeció. Mientras yo preparaba café, oí a Robert en su escritorio. La puerta seguía abierta, pero él estaba vestido y trasteaba junto al video. Su expresión y ano era la del pajarillo aterido de antes. Había extraído la cinta de película de un casete y cortaba los trozos con unas tijeras. Al verme, me fulminó con la mirada y cerró de un portazo. 
--Robert, por favor --le dije--. Por favor. 
Por toda respuesta, mi hijo abrió y me enseñó el cuarto con aire histriónico. Todos sus gestos exhibían algo artificial, impostado. Señaló su cámara y la acarició. Luego, arrojó los cortes de película a la papelera, tomó el libro rojo de la mesilla y salió.
--Cuánto calor --comentó.
Nos acercamos a la ventana del comedor, la de la avenida Icaria, como si miles de ojos siguieran  nuestros pasos. Robert amagó una reverencia, sonrió y abrió el porticón de par en par. A continuación, abanicándose con el libro, se asomó a la ventana. Temerosa, me interpuse entre él y el vidrio y propuse una infusión en la cocina. Contra todo pronóstico, asintió. Giró sobre sí mismo, cabeceó y se alejó  por el pasillo tarareando una tonada. El graznido de una gaviota lo detuvo en seco. Fue como accionar un resorte, como el advenimiento de una señal largo tiempo esperada. Regresó, escudriñó el cielo sobre mi cabeza, identificó al ave que había roto el silencio y abrió los ojos como si no tuviera párpados. Sus sienes palpitaban a un palmo de mí, señor Auster. Latían endiabladamente. 
Fue entonces cuando todo se precipitó. La sirena de una ambulancia resonó al final de la calle. Robert tembló y las venas de su cuello se tensaron como maromas. Su rostro se contrajo en una mueca de desesperación. Resopló con furia, gimió y todo su cuerpo cedió a una crisis nerviosa. Incapaz de reaccionar a aquel ataque, traté de sujetarlo. Entonces se oyó el tintineo de unas llaves y alguien abrió la puerta de la entrada. Grité:
--¡Miguel!
Casi al mismo tiempo, con los ojos sin norte y la mandíbula sellada en una contracción involuntaria, mi hijo se zafó de un empujón y saltó por la ventana. Cuando Miguel llegó, aún se debatía entre las cuerdas del tendedero. Con su única mano, mi marido asió a Robert por una pierna y se afianzó contra el marco de la ventana. Yo y ano vi más. Desaparecí. Sentada en el suelo, paralizada, no moví un dedo. Cerré los ojos y esperé resignada la exclamación agónica de Miguel. No grité, no ayudé, no luché. Cuando mi marido aulló y se abalanzó hacia las escaleras, supe que todo había acabado. Me quedaban por saber otras cosas, entre ellas que mi hijo había forzado su caída al alcanzar con sus manos la ventana del piso inferior. Nadie podrá borrar ese forcejeo de la mente de Miguel. En la mía, en cambio, se grabó por siempre su cuerpo roto a una altura de cinco pisos. Si no le seguí al verlo, fue porque mi marido luchaba en vano por reanimarle. Le hablaba, le decía cosas que él ya no podía oír. Yo estaba lejos, muy lejos. Por un instante, nuestros ojos se cruzaron y Miguel rompió a llorar desconsolado. Cuando llegué abajo, casi a la vez que la ambulancia, no sentía nada. Alguien me habló, me dieron el libro, escuché un grito, toqué a Robert, Miguel me abrazó. Nada. Vacía, hueca, perdida, señor Auster, recuerdo que pensé una única cosa: que los sollozos de mi marido entre mis pechos sonaban exactamente igual que aquel graznido de la gaviota...

[Tomado de "Las voces del laberinto. Historias reales sobre la esquizofrenia", Plaza & Janés, Barcelona, 2005.]

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