De cómo volví a ver a Marcos y participé en la preparación de una operación comando, de Gioconda Belli


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Managua, 1974


Al sur de Managua se alzan las sierras del mismo nombre. Uno deja la ciudad y a los pocos kilómetros cambia el clima y la vegetación se torna espesa. La carretera serpentea subiendo entre hondas cañadas desde las que surgen árboles monumentales. Caminos de tierra que se desprenden de la carretera Panamericana, conducen a las haciendas cafetaleras que pueblan toda esa zona. Desde que era niña entrar en esos caminos me transportaba a un mundo primigenio, de naturaleza virgen e indomable.
Mi prima Pía y Alfredo vivían en Mazatlán, la hacienda de café de mi abuelo. Para llegar allí, uno se internaba por las cañadas de la sierra, en un ámbito vegetal y húmedo donde olía a café tostado, a humus y soplaba un viento afilado ululando entre los espadillos. Allí tuvo lugar la reunión en que me encontré con Marcos después que cesara la vigilancia de los agentes de seguridad. Antes de encaminarme a Mazatlán, obedeciendo instrucciones de Roberto, vagué dos horas por la ciudad hasta cerciorarme de que nadie me seguía la pista.
El lugar no podía ser más hermoso y romántico. La pintoresca casa de madera, de estilo caribeño, tenía los aleros labrados como encaje. Las puertas y ventanas con cedazo la dotaban de un aire antiguo y acogedor. Parecía flotar en un jardín sobre el camino de entrada, rodeada por el aire templado, liviano y limpio, y los troncos de árboles  enormes creciendo entre mil flores e hibiscos. Envidiaba la suerte de mi prima de que mi abuelo paterno -adusto y distante- le concediera vivir allí.
Llegué puntual, aburrida e impaciente tras las dos horas de ronda. No lo esperaba y me sorprendió cuando Marcos salió a recibirme y me abrazó fuertemente como si yo fuera una vieja amiga que regresara después de un largo viaje lleno de peligros, Me pareció más hermoso, quizá porque ahora me miraba de manera más intima y afectuosa. Yo estaba un poco azorada. El aire de autoridad natural de Marcos me inhibía a mi pesar. No sabía cómo recuperar la espontaneidad ante él Pensé en sus palabras llenas de dulzura y palabras de ánimo. Con su brazo sobre mis hombros entré en la casa. Bromeé, fingí introducirme sin esfuerzo en la atmósfera de alegre recibimiento y reencuentro, pero cada vez que la mirada de Marcos se cruzaba con la mía, la rehuía perturbada. Creo que esa noche me enamoré de él. No sé si a él le pasaría lo mismo, pero me miraba como si me viera por primera vez. Parecía otro. Del ser abstraído hasta hosco que había conocido no quedaba ni la gorra de béisbol. En la cena rió, estuvo hablador y extrovertido.
Pía era una excelente cocinera. Organizaba aquellas cenas de trabajo y estudio en Mazatlán -que se repitieron desde entonces una vez a la semana- con todo el discreto encanto de que la dotaba su clase. No sé cuándo habló Marcos por primera vez de su estancia en París, pero apenas ella supo que admiraba la cocina de Francia se esmero en preparar comidas francesas, en servir alcachofas al vapor con mayonesa casera, café con pan de jengibre y hasta consiguió cigarrillos Gitanes para él. Mimaba a Marcos con una dedicación que yo admiraba y secretamente envidiaba. Ese lado femenino celebratorio del hogar, de la cocina, preocupado por las delicadezas me era ajeno. Nunca lo había apreciado por considerarlo un símbolo de la servidumbre femenina a los deseos de los hombres. Viendo a mi prima comprendí cuán seductoras podían ser esas artes, lo agradable que hacían la vida de los demás y las satisfacciones que una podía derivar del placer ajeno.
Marcos era un hombre de pasiones. La historia, por ejemplo. Si sabíamos leerla, nos decía, encontraríamos en ella todas las claves. Debíamos profundizar en nuestra propia experiencia, recalcaba -recuerdo sus dedos largos jugando con las páginas amarillentas de los libros-, era importante conocer el marxismo, estudiar filosofía -él había aprendido alemán para leer El Capital en el idioma original-, pero si no conocíamos nuestras historias al derecho y al revés, nunca podríamos entender nuestra realidad, mucho menos hacer la revolución. Armada con los conocimientos que me permitían apreciar la dinámica de las fuerzas sociales y los intereses económicos, la lectura de la historia con él fue un ejercicio que me apasionó y que me hizo desarrollar una intuición política bastante acertada.
Cada semana Marcos nos encomendaba a Alfredo y a mí una variedad de tareas. Mi trabajo en la publicidad me daba acceso a informaciones importantes sobre las vinculaciones de la dictadura con sectores económicos de peso. Algunas de mis cuentas, incluso eran negocios de la familia Somoza, como la empresa de carne, la empresa naviera, la importadora de autos Mercedes-Benz, una compañía aseguradora y otra financiera. De todas ellas sustraía documentos que consideraba podían tener alguna relevancia, datos sobre su funcionamiento, sus balances, sus vinculaciones en el exterior o con sectores de la empresa privada. También elaboraba perfiles detallados de sus principales ejecutivos, sus salarios, los dispositivos de seguridad. Así, acumulábamos datos para documentar la corrupción, conocer el grado de complicidad de ciertas personas, las contradicciones y ambiciones personales del grupo de poder que rodeaba al tirano. Yo había realizado esta labor lenta y paciente desde hacía varios años, pero las informaciones que Marcos solicitaba eran más específicas, detalladas, y obtenerlas era más arriesgado. A partir de cierto momento también nos encargó a Alfredo y a mí conseguir algunos objetos; por ejemplo, quince relojes de pulsera,  ropas de fiesta para hombres y mujeres, material de primeros auxilios, cápsulas para purificar el agua. Hasta nos encargó conseguir máscaras antigás, lo cual resultó imposible. No se necesitaba ser muy astuto para comprender que la organización tramaba un golpe grande.
En las reuniones, mientras Pía preparaba la cena, Marcos, que mordisqueaba hojas de alcachofa untadas de mayonesa, empezó a hacer vagas alusiones a una acción de "gran envergadura". ¿Qué nos parecía la idea de hacer algo grande? Alfredo y yo intercambiábamos miradas. Sin saber de qué se trataba era difícil emitir una opinión, pero como no nos atrevíamos a preguntar nos íbamos por las ramas, contestábamos con generalidades. Alfredo se tocaba la barba. ¿Una acción como qué?, preguntaba yo.
-Un golpe contundente, con repercusión internacional, que haga noticia. Ya va llegando la hora de que rompamos el silencio, de que demostremos que no es cierto que Somoza haya destruido al sandinismo como anunció en el setenta, cuando aniquiló la guerrilla en Pancasán.
-Pues sí, sería buena que la gente sepa que el sandinismo no ha desaparecido -decía yo.
-Les daré detalles más adelante -se reía, mofándose con buen humor de nuestras vagas respuestas-. No se preocupen, sólo estoy pensando en voz alta.
Ya tarde en la noche llevaba a Marcos a su casa de seguridad. Era un trayecto corto. Como no regresábamos a la ciudad no corría demasiado peligro conmigo. El sitio donde lo dejaba era la carretera a Las Nubes, cerca de El Crucero, el punto más alto de las sierras de Managua. La carretera era brumosa, fría, con casonas de recreo -oscuras en su mayoría- separadas por largos trechos. Me recordaban el escenario de Cumbres borrascosas por su atmósfera de páramo desolado. El viento cortante zarandeaba los árboles y aflojaba el esqueleto de las casas.
Sólo mucho después supe que en la casa donde lo dejaba, y cuya exacta ubicación nunca precisé, empezaban a concentrase ya para ese tiempo, los trece miembros del comando que en diciembre de ese año llevarían a a cabo la operación comando a la que Marcos se refería.
Él, sin embargo, me hacía preguntas extrañas. Un día aparecieron en el diario fotos de Bianca y Mick Jagger llegando a Nicaragua. Esa noche se giró hacia mí en el carro.
-¿No crees que Bianca se dejaría secuestrar? -me preguntó-. Sería publicidad para ella, Incluso se lo podríamos proponer; que se deje secuestrar, que su marido nos de un poco de dinero... -se quedó en silencio un instante-. No. La gente no verá con buenos ojos que secuestremos a una mujer.
Me reí de que pensara de manera tan tradicional. La gente ya no consideraba a las mujeres seres aparte, flores delicadas, dije. La liberación femenina nos situaba en un plano de igualdad. Bianca no era una quinceañera endeble.
-El pueblo sigue siendo muy tradicional -me dijo-. No. Olvidémoslo mejor.
Marcos habitaba un cenote, un mundo sumergido en el que nadie entraba. De allí emergía a ratos a caminar por los bordes, la orilla, sin alejarse nunca del cenote sagrado en el que se sumía. Al salir a la superficie me veía, reparaba en mí. Era como si de pronto viera un pájaro de brillantes colores y quisiera tocarlo con cuidado, con curiosidad. Así fue la primera vez que me tomó la mano en el automóvil. Como si hasta entonces viera mi mano sobre la palanca de cambios y le pareciera un objeto curioso. El gesto me tomó por sorpresa. Veníamos por la carretera. Encerró mi mano en las suyas y empezó a tantearlas dedo por dedo, a reconocerla en la oscuridad.
-Vos me gustás, ¿sabes? -me dijo. Asentí con la cabeza. Se me secó la boca. El carro, la noche entraron en un espacio donde la gravedad pesaba como en Júpiter. Aquel hombre era un ser mítico para mí, lejano y cercano a la vez. Con él no funcionaban las mismas fórmulas aplicadas al común de los mortales. Me era imposible definir mis propios sentimientos. Creo que en algún momento pensé que no funcionaría aquello si yo me dejaba llevar por la adoración adolescente que me inspiraba. Él salía de su mundo, sus ojos me asediaban, buscaban algo más allá de mi piel y yo no podía hacer nada más que abrir mis puertas, dejarlo entrar, verlo mirarme, tratar de adivinarlo. Ni sé qué me dijo o qué le dije, o si fue toda una ceremonia sin palabras, pero a los pocos días de eso, de camino a su casa en las borrascosas cumbres donde soplaba el viento, me dijo que doblara en un callejón entre la hierba alta; un callejón extraño, trunco que no llevaba a ninguna parte. Apagué el motor, los faros. Quedamos ocultos en la oscuridad, rodeados por la maleza que las ráfagas de viento restregaban contra la carrocería. Era como estar sobre una plataforma, listos para ser lanzados hacia la noche estrellada. El ulular del viento y el canto sostenido de los grillos resonaban dentro del auto como sonidos del espacio sideral. Marcos me llevaría con él a su mundo y yo jamás regresaría. El día jamás volvería a ser día. Cerré los ojos para volver en mí misma y poder lanzarme al vacío no en un trance hipnótico sino en pleno uso de mi voluntad. Marcos se movió del asiento. Metió la mano bajo su camisa. Sacó su pistola, la puso entre ambos, en el espacio entre los asientos.
-¿Y allí qué andas? -tratando de mantener contacto con la realidad, señalando una pequeña bolsa negra de mano de la que nunca se despegaba.
-Una granada de fragmentación -dijo, poniéndola a sus pies-. El día que me vaya me quiero ir acompañado. Costarles caro.
Tragué saliva. Tantas veces había tenido la bolsa cerca de mí, en el carro , sobre la mesa, sin imaginar lo que contenía.
-No se puede detonar sola, no te preocupes -me dijo, sonriendo. Su cara dulce, quieta, fuera del cenote. Me miraba. Nos tocábamos los rostros, el pelo. Cerré los ojos y puse mi oído en su pecho. Sentí ganas de llorar. Era tan fácil detener un corazón. La pistola. La granada. Marcos me besó. Me bebía el alma a través de los dientes. Sus manos un poco torpes buscaban los cierres de mi blusa. En el confinado espacio de mi pequeño Alfa Sud -color pezón, como decía Róger- tropezábamos y golpeábamos con el timón, el freno de mano, todos los condenados artefactos de la automovilística. Busqué el mecanismo para inclinar los asientos. Un disco manual. Lento. Duro. Maldije a los italianos. Marcos se puso a darle vueltas en lo que me pareció una eternidad. Medio vestidos, medio asustados en el espacio constreñido, hicimos el amor. Logré concentrarme en estar allí, en ser simplemente una mujer hechizada y enamorada a al vez. Sería por el peligro, el riesgo perenne, no saber si sería la última vez, pero fue hermoso, con la intensidad de una pasión que no encontraba palabras o que no tenía otra manera de explicarse. No hablamos mucho después, pero desde entonces, el callejón, los gemidos en la oscuridad fueron nuestro ritual de despedida.
La única noche que bajamos a la ciudad fuimos a un barrio de clase media. Dejamos el auto aparcado y caminamos por calles sembradas de almendros bajos. Era la hora de la cena. Desde la acera a través de las ventanas iluminadas vimos las familias: una mujer con su bebé en brazos, un hombre en pantuflas y camiseta viendo la televisión.
-Te confieso que a menudo envidio sus vidas -me dijo Marcos, melancólico.
La casa donde él pasaría la noche esperaba inquilinos. Era un cascarón. Sin muebles, sin electricidad. Una casa diminuta, una pequeña isla árida y desierta. Nos sentamos en el suelo. Marcos puso la pistola y la bolsa con la granada contra la pared. Nos acurrucamos el uno junto al otro.
-No te vayas -me dijo, bajito- quedate conmigo.
-No puedo. Mis hijas...
El piso frío y duro fue más incómodo,más hostil que la palanca de cambios y el timón. Cuando me despedí de Marcos en la puerta de la casa, me sentí como una madre que deja a su hijo en un internado lúgubre e inhóspito. Ni una manta siquiera. Estaba acostumbrado, me dijo. En la clandestinidad se dormía con los zapatos puestos. No tenía de qué preocuparme, insistió.
De regreso a mi casa, en la soledad de mi cama, recordé fragmento de un poema del poeta.
¿Qué hace que un hombre deje a su mujer?
Todo lo que es acurruco y tibio.
¿Estaríamos dementes todos nosotros? ¿Qué misterio genético hacía que la especie humana trascendiera el mandato de la supervivencia individual cuando la tribu, el colectivo estaba en peligro? ¿Qué hacía que las personas fueran capaces de dar su vida por una idea, por la libertad de otros? ¿Por qué era tan fuerte el impulso heroico? Para mí lo que resultaba más extraordinario era la felicidad, la plenitud que acompañaba el compromiso. La vida adquiría rotundo sentido, propósito, norte. Se experimentaba una absoluta complicidad, un vínculo entrañable con cientos de rostros anónimos, una intimidad multitudinaria en la que desaparecía cualquier sentimiento de soledad o aislamiento. En la lucha por la felicidad de todos la primera felicidad que uno encontraba era la propia.
A principios de noviembre Marcos nos reveló a Alfredo y a mí los detalles esenciales del operativo. El comando penetraría en alguna de las fiestas de Navidad que contara con la presencia de personajes importantes del régimen somocista, los mantendría como rehenes hasta que la dictadura aceptara negociar su rescate. Era todo lo que necesitábamos saber. A partir de ese momento, dijo,  pasábamos a formar parte del equipo de información y logística del comando.
-Es esencial recabar inteligencia sobre fiestas navideñas de embajadas, en las casas de banqueros, de ministros. No sabremos con precisión cuándo ni dónde llevaremos a cabo el operativo hasta que tengamos esta información.
Imposible que no lo supiera aún, pensé. Estaría tratando de despistarnos, pero Marcos insistía. A diario hacía la misma pregunta: ¿No han oído nada? Luego me enteré de que el comando se preparó sin saber exactamente el local donde tendría lugar el operativo. Lo supieron a las nueve de la mañana del propio día. Haciéndose pasar por técnicos de acondicionadores de aire, Roberto y otro compañero penetraron en la casa y levantaron el croquis del interior apenas unas horas antes.
Mientras careció de datos específicos Marcos decidió, en un gesto muy latinoamericano, enviarnos a levantar croquis de todos los lugares donde era previsible que se celebrara una fiesta como la que tenía en mente.
La idea era entrar en una Embajada a hacer un croquis del interior que llevaba a una asociación inmediata con la música y las imágenes de Misión Imposible -que era, al igual que Star Trek, mi serie favorita de televisión-. Sin contar con Martin Landau ni ningún otro miembro del equipo de apoyo, decidí recurrir a la poesía. Para no sentir ningún escrúpulo moral escogí la Embajada de Pinochet, la de Chile.
Pedí una cita con el agregado cultural. Deseaba información sobre editoriales que pudieran interesarse en publicar mi libro de poemas, dije.
Llegué vestida con un traje pantalón de lino blanco a lo Diana Bain. El funcionario me hizo pasar a su despacho deshaciéndose en cortesías. De su cara sólo recuerdo las cejas hirsutas y el bigote espeso. Era un hombre anodino con la actitud servil y pusilánime que es epidémica entre los empleados públicos de las dictaduras. En la pared, el general Pinochet con pose de Napoleón Bonaparte miraba al infinito. El agregado cultural, por su parte, se alisaba los bigotes negros mirándome con una mirada viscosa que me daba ganas de sacudirme la ropa y salir corriendo de allí. La Embajada era una casona residencial adaptada para servir de oficina. Reparé en puertas, ventanas, mientras hablábamos de la ausencia de editoriales en Nicaragua. Sacudiendo la melena para atrás y sorbiendo café, asumí mi papel de poeta y mujer refinada que ve sus horizontes limitados por el atraso de su país. En cambio, ¡Chile! Qué país más culto -suspiraba. No me extrañaba que hubiera sido allí donde Rubén Darío escribiera su Azul. Escogí un intervalo de silencio para bajar los ojos, tímida y modosamente, y preguntarle al funcionario si podría ser tan amable de mostrarme el baño de señoras. Con una sonrisa benévola y pícara, el hombre me condujo a la puerta que daba a un pasillo y me indicó el camino. Cuando salí del baño tomé la dirección opuesta de su oficina. Caminé rápidamente tratando de cubrir tanto terreno como me permitían mis piernas. Crucé un jardín interior, seguí por otro pasillo hasta que, en una de las oficinas cuya puerta abrí disculpándome, alguien se ofreció a llevarme de vuelta al despacho del agregado.
-Es fácil perderse en este laberinto. ¿Cuántas habitaciones tiene esta casa? Parece muy grande -comenté a mi guía.
Salí de la Embajada. Misión cumplida. Me alejé unas cuantas cuadras. Dentro de mi automóvil estacionado bajo unos árboles frondosos, dibujé el croquis.
-Magnífico -me dijo Marcos con una gran sonrisa cuando se lo entregué. Era su máximo elogio, el que usaba cada vez que quería sonar exageradamente impresionado.
Mi libro de poesía lo usé de la misma forma en varias embajadas.
Una tarde, entrado noviembre, Marcos quiso que lo llevara a unos senderos apartados. Quería explorar rutas de escape para el comando. Recorrimos caminos de tierra que bajaban de las sierras y terminaban al fondo de un enorme asentamiento de precaristas llamado el Open. Era cerca de las cinco de la tarde. Hora del crepúsculo tropical. Tras la lluvia a mediodía, el aire limpio olía a tierra mojada. Salimos de un bosquecillo de árboles medianos a un descampado. A lo lejos se veía el comienzo del barrio, las casas de zinc y bloques, el humo de los fogones de leña. Me indicó que siguiera de largo bajando hacia Managua por un camino paralelo pero distante de la carretera, a cuyas orillas se apreciaban altos túmulos de tierra removida, camiones de construcción y el esqueleto metálico de un edificio muy grande. alzándose solitario en medio de los terrenos agrícolas. Raro despliegue. ¿Qué irían a construir allí? ¿El galerón central de una fábrica? La hora crepuscular amarillenta y tenue delineaba el conjunto  con trazos surrealistas. De la nada surgió de pronto un soldado de la Guardia Nacional con su Garand de reglamento. Mi corazón se desprendió como un fruto pesado de una rama. Instintivamente aceleré un poco la velocidad fingiendo que no lo había visto levantar el brazo, hacer la señal de alto. Quería salir corriendo.
-Esconde la pistola, esconde la pistola -logré decir a Marcos, ahogada del susto.
-¿Qué pasa? ¿Qué pasa?
El guardia corría con el Garand en alto. Aparté los ojos de él para asegurarme de que Marcos escondía la pistola. En ese preciso instante el aire se hizo trizas a mi alrededor con la detonación de un disparo.
-Frená, frená -me gritó Marcos. El guardia disparó de nuevo. Oímos el proyectil zumbar milímetros arriba de la capota del vehículo. Pisé el freno con todas mis fuerzas. El carro se detuvo con un chirrido, levantando polvo. Me agarré al volante. La única idea clara que tuve fue que Marcos no podía morir, no en ese momento.
Los disparos cesaron. El soldado corrió hacia nosotros.
-Decíle cuando venga que andamos paseando -me dijo Marcos-. Calmate y decíle que andamos paseando.
Me recompuse. Me pasé la mano por la cabeza. El guardia con su casco de soldado asomó la cabeza por la ventanilla. Nos miró.
-¿No vio que le di el alto? -gritó-. ¿Qué andaban haciendo aquí? Estos son los terrenos del general Somoza.
-Andábamos paseando -le dije toda humilde, con cara de niña buena. En Nicaragua no se discutía con un soldado armado-. Nos asustó -sonreí modosa.
-A pasear a otra parte -dijo levantando el brazo, señalando la salida a la carretera imperiosamente-.
Arranqué despacio. Marcos apretaba entre las manos la bolsa negra con la granada de fragmentación.
-¿Jalaste la espoleta? -le pregunté, casi sin respirar.
-No. No hice nada. No te preocupes -me dijo, tocándome el brazo, tocándome como quien apacigua a un niño o a un gato-. ¿Estás bien? ¿Te sentís bien? ¿Podés conducir?
Llegamos al empalme con la carretera. Cerca de allí se construía una nueva urbanización de lujo: Residencial Satélite Asosoca. Un semáforo intermitente relampagueaba amarillo a pocos metros de donde retomamos la autopista.
Estoy bien, le dije, sorprendida de lo bien que estaba dado que casi nos matan. Sólo el corazón me latía a rebate, las manos me sudaban. En un barrio residencial cercano, de clase media, estacioné el vehículo ante la insistencia de Marcos. Allí esperamos a que me dejaran  de temblar las piernas. Me abrazó. A él ni el corazón se le oía alterado.
-Nos salvamos por poquito -dijo sonriendo, pasándome la mano por la cabeza.
Dos años después, el 7 de noviembre de 1976, bajo la luz del semáforo de entrada al reparto Residencial Satélite Asosoca, Marcos fue interceptado por jeeps de la Brigada Especial contra Actos Terroristas mientras era perseguido por agentes de la Oficina Nacional de Seguridad. Los soldados acribillaron a los dos compañero que iban con él, no bien se bajaron del vehículo. Marcos se batió a balazos desde el asiento trasero del auto pero lo ametrallaron. Luego lo arrojaron al pavimento y, a pesar de que ya estaba muerto, le descargaron encima el fuego de sus ametralladoras. Su cadáver saltaba roto y sangrante bajo el impacto de los disparos. Mi amigo Fernando Cardenal, un sacerdote jesuita, lo vio todo. Me lo contó después. Me contó cómo brillaba la luz sobre Marcos. La luz ámbar intermitente del semáforo sobre su sangre.
-Era como si aun muerto le tuvieran miedo -me dijo.
Pensé que la muerte lo había aguardado agazapada en el lugar donde pudimos morir juntos. Quizá la primera vez no me tocaba a mí y por eso él logró burlarla.
Siempre que paso por ese sitio siento, a la par del dolor, la presencia insondable del destino, del misterio de la existencia. Por largo tiempo me persiguió la obsesión de reconstruir su último instante. ¿Habría tenido miedo? ¿Qué pasaría con la granada que llevaba siempre consigo? Tan solitaria la muerte. Imposible el consuelo de comentarla juntos. Lo único que nos queda a los vivos es la angustia de imaginar esa honda impotencia final.


[Tomado de El país bajo mi piel. Memorias de amor y guerra, Seix Barral, México, 2017].















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