Conversaciones, de Ulises Granados

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Ulises Granados
Conversaciones I


Me senté con mi maestro en un café a discutir sobre mi escritura, tratando de aclarar algunas dudas.
—Supongamos que esto es una minificción, ¿debería dispararle ahora mismo? —le dije mientras sostenía una pistola contra su cara.
—No debiste haber dudado, ahora ya no tendría la misma fuerza y tendrías que planear un argumento. Lo has complicado todo.
—Ok, tiene razón. ¿Y qué hago ahora?, ¿le cuento una historia de amor en la que yo salga herido para que podamos reírnos juntos unos minutos, unos años? —pregunté, agitando los brazos exageradamente, como hacen los malos actores.
—No, no, ya no hay tiempo para eso: el amor no es breve.
—Mmm… ¿describo alguna epifanía?, ¿un cambio en mi estado de ánimo con su subsecuente alteración en el ambiente?
—Pero si no has contado nada aún y nadie sabe dónde estamos, cómo es el clima, qué hora es.
—¿Entonces?... ¿Un final sorpresivo?
—Demasiado tarde.
Salí del café sosteniendo el arma todavía cálida con las manos temblorosas. Después de todo, siempre es difícil corregir a un maestro.




Conversaciones II


Me encontré con mi maestro en un inmenso jardín adornado con pirúes. Estaba sentado bajo la sombra, esperándome.
—Tenemos que hablar sobre tu estilo —dijo.
—¿Mi estilo?
—Me preocupa. El estilo es una expresión y como tal es un argumento estético, incluso ideológico. ¿Conoces la historia del burro y el tigre?
—No.
—Un burro se extravía dentro de la jungla, pero no deja de caminar. No sabe que está perdido. Sus pasos lo llevan, uno tras otro, hasta un montículo sombreado, donde reposa un tigre. El burro jamás ha visto a un tigre y el tigre jamás ha visto a un burro. Son la primera impresión que tiene el uno del otro. El tigre, curioso, desciende del montículo y camina en círculos alrededor del burro, que se pone nervioso con sólo sentir que el tigre lo ronda. Impulsado por la inquietud y la ignorancia, el burro tira una coz que impacta justo en la quijada del tigre, pero no logra hacerle ningún daño importante. El tigre se pregunta, dado que no conoce al burro, si esa será toda su fuerza, y sigue rondándolo con la misma tranquilidad. Espantado de ver que el tigre continúa al acecho, tira otra coz, revelando que, en efecto, esa es toda su fuerza. El tigre, por supuesto, lo devora enseguida. Tú eres como el burro, pero crees que eres un tigre. Te extravías, pero crees que rondas; tus zarpazos son patadas suaves; tus rugidos, rebuznos.
Impulsado por mi inquietud e ignorancia, le rompí la nariz de un puñetazo, y me fui, dejándolo inconsciente bajo lo sombra de un pirú.




Conversaciones III


Mi maestro y yo acordamos que ambos asistiríamos tanto a su funeral como al mío. Naturalmente, el suyo llegó primero. Y allí estábamos los dos, según lo acordado.
Reímos mucho al ver la cantidad de gente que lo lloraba; él, porque no podía creer que tantos de sus enemigos estuvieran allí, clamando entre sollozos por su muerte; yo, porque aún lo tenía a mi lado. Aun así, no todos en el lugar eran hipócritas; además de familiares, de viejos amores, había algunas personas que igual que yo lo consideraban un ejemplo y lo lloraban sinceramente.
Mira, allá a lo lejos —señaló mi maestro a una sombra—, allá está mi propio maestro. Es aquel hombre que no se acerca y apenas muestra su silueta difusa. Sabrá dios si viene a verme o a verte. Los precursores pueden ser vanidosos, tanto que podrían venir a buscar el reconocimiento de las nuevas generaciones en lugares como éste. Esperemos que nadie más lo mencione hoy.
Volvimos a reír mucho; él, por lo que dijo; yo, porque él permanecía aún a mí lado.
Luego vino mi funeral y estuve ahí, según lo acordado, acompañado de mi propio alumno, esperando a mi maestro. Le narré a mi alumno lo sucedido en aquel funeral y los dos reímos mucho; yo, por lo que dije; él, porque en este funeral pasaba exactamente lo mismo.
A lo lejos, un par de hombres comenzaron a discutir con gran estrépito, así que mi alumno se acercó para tratar de hablar con ellos y serenarlos, para que mostraran el respeto que se merecía el difunto; yo le seguí de cerca.
Cuando llegamos, uno de los dos hombres ya había dejado inconsciente al otro a golpes, pero aún no se le quitaba de encima. Al vernos, se levantó con rapidez, dejando ver una silueta difusa y golpeada debajo suyo, y aún jadeando se presentó con mi alumno.
Mucho gusto —le dijo, señalándome—, soy su maestro.




Conversaciones IV


Nos sentamos, mi maestro y yo, a ver el flujo de un río.
Imaginé que mi maestro tendría algo que decirme sobre el tiempo y su comportamiento, pero el río seguía pasando y nosotros permanecíamos en silencio frente a aquel paisaje en transcurso, envejeciendo los tres juntos.



Conversaciones V


Un sábado por la mañana, discutía acerca del arte del relato con mi maestro.
Lo último que debes hacer al narrar una historia es desviar la atención abruptamente —me dijo—, sobre todo en un texto breve. No quieres perder al lector.
En ese momento sonó el timbre de la casa. Era un niño harapiento que traía un mensaje escrito en un papel. Decía: “Soy sordomudo. Cualquier moneda que…”.
—¿Conque eres sordomudo?
—Así es, señor.
—¿Y sabes lo que implica ser sordomudo?
—Sí, señor, lo sé.
—¿Y eres sordomudo todo el tiempo?
—De lunes a viernes y de nueva a seis, señor. Los fines de semana soy ciego. Debo haberme confundido de papel.
—No te preocupes. Te agradezco la visita —le dije, dándole las monedas que traía conmigo.
Mi maestro y yo nos tomamos el día.



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