Los asesinos, de Charles Bukowski
Charles Bukowski |
Harry acababa de abandonar la carga de camiones, se había
largado porque no podía aguantar más, y ahora iba bajando por la calle Alameda
hacia el bar Pedro's para tomarse una taza de café de a níquel. Era de
madrugada pero él recordaba que solían abrirlo a las cinco de la mañana. Te
podías sentar en Pedro's un par de horas por un níquel. Podías pensar un rato.
Podías hacer memoria de las cosas que habías hecho mal, o las que habías hecho
bien.
Estaba abierto. La chica mexicana que le sirvió el café le
miró como si fuera un ser humano. Los pobres sabían de la vida. Una buena
chica. Bueno, una chica bastante agradable. Todas ellas significaban
problemas. Cualquier cosa significaba problemas. Recordaba una frase que había
oído en alguna parte: La Definición de la Vida es Problemas.
Harry se sentó en una de las desvencijadas mesas. El café era
bueno. Treinta y ocho años y estaba acabado. Miró fijamente el café y recordó
las cosas que había hecho mal —o bien—. Simplemente se había cansado del juego
idiota de los seguros, de las pequeñas oficinas y altos compartimientos de
cristal, de los clientes; simplemente se había cansado de estar engañando a su
esposa, de que ella le engañara a él, de apretujar secretarias en los
ascensores y pasillos; se había cansado de las fiestas de Navidad y las fiestas
de Año Nuevo y de los cumpleaños, y pagos de plazos de coches nuevos, y pagos
de muebles, y luz, y gas, y agua —todo el condenado tinglado de necesidades.
Se había cansado y lo había abandonado, eso era todo. El
divorcio llegó lo suficientemente pronto y la bebida llegó lo suficientemente
pronto y, de repente, se vio fuera. No tenía nada, y descubrió que tampoco era
muy bonito no tener nada. Era otro tipo de carga insoportable. Si por lo menos
hubiera otros caminos más agradables. Parecía como si sólo hubiese dos
elecciones: vivir dentro de la carrera de atropellos o ser un marginado hundido.
Mientras Harry levantaba la mirada, un hombre se sentó
enfrente de él, también con una taza de café. Aparentaba tener alrededor de
cuarenta años. Iba vestido tan pobremente como Harry. Lió un cigarrillo, y
mientras lo encendía miró a Harry.
—¿Cómo va?
—Esa es una buena pregunta —dijo Harry.
—Sí, ya lo creo que sí.
Allí sentados bebieron su café.
—Un hombre se pregunta cómo ha podido caer aquí. —Sí, dijo
Harry.
—Por si interesa, mi nombre es William. —Yo me llamo Harry.
—A mí me puedes llamar Bill. —Gracias.
—Tienes una cara como si hubieses llegado al final de algo.
—Sólo pasa que estoy cansado de estar marginado y de estar pasado. Estoy hecho
una mierda.
—¿Quieres volver a la sociedad, Harry?
—No, no es eso. Pero me gustaría salirme de todo esto.
—Está el suicidio.
—Escucha —dijo Bill— lo que necesitamos es un poco de pasta
fácil para tener un respiro.
—Sí, claro. ¿Pero cómo?
—Bueno, tiene sus riesgos.
—¿Como qué?
—Yo solía hacer robos en casas. No está mal. Ahora podría
tener un buen compañero.
—De acuerdo, estoy dispuesto a intentar lo que sea. Estoy ya
enfermo de judías aguadas, rosquillas de una semana, el albergue de la Misión,
las lecturas de la biblia, los ronquidos . ..
—Nuestro principal problema es cómo llegar a donde podamos
actuar.
—Yo tengo un par de pavos.
—Está bien, nos encontraremos a medianoche. ¿Tienes un lápiz?
—No.
—Espera, pediré uno prestado.
Bill volvió con un trozo de lápiz. Cogió una servilleta y
escribió en ella.
—Coges el autobús de Beverly Hills y le dices al conductor
que te deje aquí ¿ves? Entonces caminas dos manzanas hacia el norte. Yo estaré esperando.
¿Lo harás?
—Estaré allí.
—¿Tienes mujer, tío? —preguntó Bill.
—La tuve —contestó Harry.
Hacía frío aquella noche. Harry bajó del autobús y subió las
dos manzanas hacia el norte. Estaba oscuro, muy oscuro. Bill estaba allí
fumando un cigarrillo liado. No estaba muy a la vista, estaba apoyado en un
gran arbusto.
—Hola, Bill.
—Hola, Harry. ¿Estás listo a empezar tu nueva y lucrativa
carrera?
—Estoy listo.
—Muy bien. He estado echando una ojeada por estos lugares.
Creo que he elegido un buen sitio. Aislado. Huele a dinero. ¿Estás asustado?
—No. No estoy asustado.
—Perfecto. Ten sangre fría y sígueme.
Harry siguió a Bill por la acera a lo largo de una manzana y
media, entonces Bill se metió entre dos arbustos que daban a un gran jardín con
césped. Caminaron sigilosamente hacia la parte trasera de la casa, un gran
chalet de dos pisos. Bill se paró en una ventana. Entreabrió la persiana con
su cuchillo, entonces escucharon inmóviles. No se oía ni una mosca. Bill desmontó
la persiana y la quitó. Empezó a trabajar en la ventana. Estuvo manipulando en
la ventana por largo rato y Harry empezó a pensar: Dios, estoy con un aficionado.
Estoy con una especie de loco. Entonces se abrió por fin la ventana y Bill
subió por ella. Harry pudo ver su culo colarse dentro bamboleando. Esto es
ridículo, pensó. ¿Hacen esto los hombres?
—Vamos, entra —le dijo Bill en voz baja.
Harry trepó hasta dentro. Olía de verdad a dinero, y a barniz
de muebles.
—Cristo, Bill. Ahora sí que estoy asustado. Esto no tiene
sentido.
—No hables tan alto. Tú quieres librarte de esas judías
aguadas, ¿no?
—Sí.
—Bueno, entonces sé un hombre.
Harry se quedó quieto mientras Bill abría lentamente cajones
5 metía cosas en sus bolsillos. Parecía que estaban en un comedor. Bill se
estaba llenando los bolsillos de cucharas, cuchillos y tenedores.
¿Cómo vamos a sacar algo con eso?, pensó Harry.
Bill siguió metiéndose los cubiertos de plata en los
bolsillos de su abrigo. Entonces se !e cayó un cuchillo. El suelo era duro, sin
alfombra, y el sonido se produjo fuerte y claro.
—¿Quién anda ahí?
Bill y Harry no contestaron.
— ¡Dije que quién anda ahí!
—¿Qué pasa, Seymour? —dijo una voz femenina.
—Me ha parecido oír algo. Algo me ha despertado.
—¡Oh, duérmete!
—No. He oído algo.
Harry escuchó el sonido de una cama y a continuación los
pasos de un hombre. El hombre entró por la puerta del comedor y se encontró con
ellos. Iba con un pijama, era un hombre joven, de unos 26 ó 27 años, con el
pelo largo y una perilla.
—Muy bien, vosotros, capullos, ¿qué estáis haciendo en mi
casa?
Bill se volvió hacia Harry.
—Entra en el dormitorio. Seguro que hay un teléfono allí.
Asegúrate de que ella no lo utilice. Yo me ocupo de éste.
Harry se fue hacia el dormitorio, vio la puerta, entró, vio a
una chica rubia de unos 23 años, con el pelo largo y suelto, con un camisón de
fantasía, sus pechos transparentándose a través de él. Había un teléfono en la
mesita de noche y ella no estaba utilizándolo. Se llevó asustada el dorso de la
mano a la boca. Estaba erguida en la cama.
—No grite —dijo Harry— o la mato.
Se quedó allí de pie mirándola, pensando en su propia mujer,
pero nunca en la vida había tenido una mujer como aquélla. Harry empezó a
sudar, sentía vértigo, se miraban fijamente el uno al otro.
Harry se sentó en la cama.
—¡Dejad tranquila a mi mujer, si no os mataré! —dijo el
joven. Bill acababa de entrar con él. Lo llevaba agarrado por el cuello con su
cuchillo apoyado en medio de la espalda.
—Nadie va a hacer daño a tu mujer, tío. Sólo dinos dónde
tienes tu apestoso dinero y nos iremos.
—Te he dicho que todo el que tengo está en mi cartera.
Bill apretó su brazo contra el cuello y clavó el cuchillo un
poco más. El joven hizo una mueca de dolor.
—Las joyas —dijo Bill—, llévame a donde estén las joyas.
—Están arriba...
—Muy bien. ¡Llévame allí!
Harry vio cómo Bill se lo llevaba fuera. Harry siguió mirando
fijamente a la chica y entonces ella le miró. Unos ojos azules, con las pupilas
dilatadas de terror.
—No grite —le dijo— o la mato. ¡Así que pórtese bien o la
mato!
Ella estaba paralizada, sus labios empezaron a temblar. Eran
del más puro rosa pálido, y entonces, la boca de Harry se pegó a la suya.
Estaba bebido y su boca sucia, rancia; la de ella era blanda, fresca, delicada,
temblorosa. Él la cogió de la cabeza con sus manos, apartó la suya hacia atrás
y la miró a los ojos.
—Tú, puta —dijo—. ¡Tú, maldita puta!
La besó de nuevo, más fuerte. Cayeron juntos en la cama, bajo
el peso de Harry. Él se estaba quitando los zapatos, manteniéndola sujeta
debajo suyo. Empezó a quitarle las bragas, bajándoselas a lo largo de las
piernas, todo el tiempo sujetándola y besándola.
—Tú, puta, condenada puta...
—¡Oh NO! ¡Cristo, NO! ¡Mi mujer NO, cabrones!
Harry no los había oído entrar. El joven dio un grito. Luego
Harry oyó un gorgoteo sordo. Se incorporó y miró a su alrededor. El joven
estaba en el suelo con la garganta cortada; la sangre surgía rítmicamente a
borbotones que iban encharcando el suelo.
—¡Lo has matado! —dijo Harry.
—Estaba gritando.
—No tenías por qué matarlo.
—No tenías por qué violar a su mujer.
—Yo no la he violado y tú lo has matado.
Entonces ella empezó a gritar. Harry le tapó la boca con su
mano.
—¿Qué vamos a hacer? —preguntó.
—Vamos a matarla también. Es un testigo.
—Yo no puedo matarla —dijo Harry.
—Yo la mataré —dijo Bill.
—Pero no deberíamos desperdiciarla así.
—Bueno, pues ve y tómala.
—Ponle algo en la boca.
—Ya me ocupo de eso —dijo Bill. Cogió un pañuelo de la cómoda
y lo introdujo en la boca de la chica. Luego rasgó la funda de la almohada en tiras
y la amordazó.
—Vamos, tío, empieza.
La chica no se resistió. Parecía encontrarse en estado de
coma.
Cuando Harry acabó, Bill se montó encima de ella y la poseyó
también. Harry miró. Esto era. Era así allí y en el resto del mundo. Cuando un
ejército conquistador entraba en las ciudades, poseían a las mujeres. Ellos
eran el ejército conquistador.
Bill acabó y se levantó.
—Mierda, esto sí que estuvo bien.
—Escucha, Bill, vamos a dejarla viva.
—Hablará. Es un testigo.
—Si le perdonamos la vida, no hablará. Esa será nuestra
condición.
—Hablará. Conozco la naturaleza humana. Más tarde hablará.
—¿Para qué va a decir nada a gente que hace lo mismo que nosotros?
Y en caso de que hablara ¿por qué no va a hacerlo, después de lo que hemos
hecho?
—Eso es lo que quiero decir —dijo Bill—. ¿Para qué dejarla
viva?
—Vamos a preguntarle. Vamos a hablar con ella. Vamos a preguntarle
qué piensa.
—Yo sé lo que piensa. La voy a matar.
—Por favor, no lo hagas, Bill. Vamos a mostrar un poco de decencia.
—¿Mostrar un poco de decencia? ¿Ahora? Es demasiado tarde. Si
hubieses sido lo suficientemente hombre como para haberte guardado tu estúpida
polla lejos de ella...
—No la mates, Bill, no puedo... soportarlo...
—Vuélvete de espaldas.
—Bill, por favor...
—¡Te digo que te vuelvas de espaldas, imbécil!
Harry se dio la vuelta. No pareció que hubiera el menor
sonido. Los minutos pasaron.
—¿Bill, lo has hecho?
—Lo he hecho. Date la vuelta y mira.
—No quiero mirar. Vámonos. Vámonos de aquí.
Salieron por la misma ventana que habían entrado. La noche estaba
más fría que nunca. Bajaron por la parte oscura de la casa y salieron a la
calle a través del seto.
—¿Bill?
—¿Sí?
—Ahora me siento bien, como si no hubiese pasado nunca.
—¿Sí?
—Ahora me siento bien, como si no hubiese pasado nunca.
—Pero pasó.
Fueron caminando hacia la parada del autobús. Los servicios
nocturnos pasaban muy de tarde en tarde, probablemente tendrían que esperar
cerca de una hora. Llegaron a la parada y se examinaron mutuamente en busca de
manchas de sangre y, extrañamente, no encontraron ninguna. Liaron dos
cigarrillos y se pusieron a fumar.
Entonces Bill, de repente, escupió su pitillo.
—Maldita sea. Maldita suerte la nuestra.
—¿Qué pasa, Bill?
—¡Nos olvidamos de coger su cartera!
—Oh, mierda —dijo Harry.
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