Un hombre irascible, de Antón Chejov
Antón Chejov |
Yo soy un hombre
formal y mi cerebro tiene inclinación a la filosofía. Mi profesión es la de
financiero. Estoy estudiando la ciencia económica, y escribo una disertación
bajo el título de El pasado y el porvenir del impuesto sobre los perros.
Usted comprenderá que las mujeres, las novelas, la luna y otras tonterías por
el estilo me tienen completamente sin cuidado.
Son las diez de la mañana. Mi
mamá me sirve una taza de café con leche. Lo bebo, y salgo al balconcito para
ponerme inmediatamente a mi trabajo. Tomo un pliego de papel blanco, mojo la
pluma en tinta y caligrafío El pasado y el porvenir del impuesto sobre
los perros. Reflexiono un poco y escribo: «Antecedentes históricos: A
juzgar por indicios que nos revelan Herodoto y Jenofonte, el impuesto sobre los
perros data de...»; en este momento oigo unos pasos muy sospechosos. Miro hacia
abajo y veo a una señorita con cara larga y talle largo; se llama, según creo,
Narinka o Varinka; pero esto no hace al caso; busca algo y aparenta no haberse
fijado en mí. Canta:
Te acuerdas de este cantar
apasionado.
Leo lo que escribí y pretendo
seguir adelante. Pero la muchacha parece haberme visto, y me dice en tono
triste:
-Buenos días, Nicolás
Andreievitch. Imagínese mi desgracia. Ayer salí de paseo, y se me perdió el
dije de mi pulsera...
Leo de nuevo el principio de mi
disertación, rectifico el rabo de la letra b y quiero continuar; mas la
muchacha no me deja.
-Nicolás Andreievitch -añade-,
sea usted lo bastante amable para acompañarme hasta mi casa. En la de Karenin
hay un perro enorme, y yo no me atrevo a ir sola.
¿Qué hacer? Dejo a un lado mi
pluma y desciendo. Narinka o Varinka me toma del brazo y ambos nos encaminamos
a su morada. Cuando me veo precisado a acompañar a una señora o a una señorita
me siento como un gancho, del cual pende un gran abrigo de pieles. Narinka o
Varinka tiene un temperamento apasionado -entre paréntesis, su abuelo era
armenio-. Ella sabe a maravilla colgarse del brazo y pegarse a las costillas de
su acompañante como una sanguijuela. De esta suerte, proseguimos nuestra
marcha. Al pasar por delante de la casa de los Karenin veo al perro y me
acuerdo del tema de mi disertación. Recordándolo, suspiro.
-¿Por qué suspira usted? -me
pregunta Narinka o Varinka. Y ella a su vez suspira.
Aquí debo dar una explicación:
Narinka o Varinka -de repente me doy cuenta de que se llama Masdinka- se figura
que estoy enamorado de ella, y se le antoja un deber de humanidad compadecerme
y curar la herida de mi corazón.
-Escuche -me dice-, yo sé por qué
suspira usted. Usted ama, ¿no es verdad? Le prevengo que la joven por usted
amada tiene por usted un profundo respeto. Ella no puede corresponderle con su
amor; mas no es suya la culpa, porque su corazón pertenece a otro, tiempo ha.
La nariz de Masdinka se enrojece
y se hincha; las lágrimas afluyen a sus ojos. Ella espera que yo le conteste;
pero, felizmente, hemos llegado. En la terraza se encuentra la mamá de
Masdinka, una persona excelente, aunque llena de supersticiones. La dama
contempla el rostro de su hija; y luego se fija en mi, detenidamente,
suspirando, como si quisiera exclamar: «¡Oh, juventud, que no sabe disimular
sus sentimientos!»
Además de la mamá están sentadas
en la terraza señoritas de matices diversos y un oficial retirado, herido en la
última guerra en la sien derecha y en el muslo izquierdo. Este infeliz quería,
como yo, consagrar el verano a la redacción de una obra intitulada Memorias
de un militar. Al igual que yo, aplicase todas las mañanas a la redacción
de su libro; pero apenas escribe la frase «Nací en tal año...», aparece bajo su
balcón alguna Varinka o Masdinka, que está allí como de centinela. Cuantos se
hallan en la terraza se ocupan en limpiar frutas, para hacer dulce con ellas.
Saludo y me dispongo a marchar; pero las señoritas de diversos matices esconden
mi sombrero y me incitan a que no me vaya. Tomo asiento. Me dan un plato con
fruta y una horquilla, a fin de que proceda, como los demás, a la operación de
extraer el hueso. Las señoritas hablan de sus cortejadores; fulano es guapo;
mengano lo es también, pero no es simpático; zutano es feo, aunque simpático;
perengano no está mal del todo, pero su nariz semeja un dedal, etc.
-Y usted, Nicolás -me dice la
mamá de Masdinka-, no tiene nada de guapo; pero le sobra simpatía; en usted hay
un no sé qué... La verdad es -añade suspirando- que para un hombre lo que vale
no es la hermosura, sino el talento.
Las jóvenes me miran y en seguida
bajan los ojos. Ellas están, sin duda, de acuerdo en que para un hombre lo más
importante no es la hermosura, sino el talento. ME observo, a hurtadillas, en el
espejo para ver si, realmente, soy simpático. Veo a un hombre de tupida melena,
barba y bigote poblados, cejas densas, vello en la mejilla, vello debajo de los
ojos, todo un conjunto velludo, en medio del cual descuella, como una torre
sólida, su nariz.
-No me parezco mal del todo...
-Pero en usted, Nicolás, son las
cualidades morales las que llevan ventaja -replica la mamá de Masdinka.
Narinka sufre por mí; pero al
propio tiempo, la idea de que un hombre está enamorado de ella la colma de
gozo. Ahora charlan del amor. Una de las señoritas se levanta y se va; todas
las demás empiezan a hablar mal de ella. Todas, todas la hallan tonta,
insoportable, fea, con un hombro más bajo que otro. Por fin aparece mi
sirvienta, que mi madre envió para llamarme a comer. Puedo, gracias a Dios,
abandonar esta sociedad estrambótica y entregarme nuevamente a mi trabajo. Me
levanto y saludo. Pero la mamá de Narinka y las señoritas de diversos matices
me rodean y me declaran que no me asiste el derecho de marcharme porque ayer
les prometí comer con ellas y después de la comida ir a buscar setas en el
bosque. Saludo y vuelvo a tomar asiento... En mi alma hierve la irritación.
Presiento que voy a estallar; pero la delicadeza y el temor de faltar a las
conveniencias sociales me obligan a obedecer a las señoras, y obedezco. Nos
sentamos a comer. El oficial retirado, que por efecto de su herida en la sien
tiene calambres en las mandíbulas, come a la manera de un caballo provisto de
su bocado. Hago bolitas de pan, pienso en la contribución sobre los perros, y,
consciente de mi irascibilidad, me callo. Narinka me observa con lástima.
Okroschka, lengua con guisantes, gallina cocida, compota. Me falta apetito;
pero engullo por delicadeza. Después de comer voy a la terraza para fumar; en esto
se me acerca la mamá de Masdinka y me dice con voz entrecortada:
-No desespere usted, Nicolás...
Su corazón es de... Vamos al bosque.
Varinka se cuelga de mi brazo y
establece el contacto. Sufro inmensamente; pero me aguanto.
-Dígame, señor Nicolás -murmura
Narinka-, ¿por qué está usted tan triste, tan taciturno?
¡Extraña muchacha! ¿Qué se le
debe responder? ¡Nada tengo que decirle!
-Hábleme algo -añade la joven.
En vano busco algo vulgar,
accesible a su intelecto. A fuerza de buscar, lo encuentro, y me decido a
romper el silencio.
-La destrucción de los bosques es
una cosa perjudicial a Rusia.
-Nicolás -suspira Varinka,
mientras su nariz se colorea-, usted rehuye una conversación franca... Usted
quiere asesinarme con su reserva... Usted se empeña en sufrir solo...
Me coge de la mano, y advierto
que su nariz se hincha; ella añade:
-¿Qué diría usted si la joven que
usted quiere le ofreciera una amistad eterna?
Yo balbuceo algo incomprensible,
porque, en verdad, no sé qué contestarle; en primer lugar, no quiero a ninguna
muchacha; en segundo lugar, ¿qué falta me hace una amistad eterna? En tercer
lugar, soy muy irritable. Masdinka o Varinka se cubre el rostro con las manos y
dice a media voz, como hablando consigo misma: «Se calla...; veo que desea mi
sacrificio. ¿Pero cómo lo he de querer, si todavía quiero al otro?... Lo
pensaré, sí, lo pensaré; reuniré todas las fuerzas de mi alma, y, a costa de mi
felicidad, libraré a este hombre de sus angustias».
No comprendo nada. Es un asunto
cabalístico. Seguimos el paseo silencioso. La fisonomía de Narinka denota una
lucha interior. Se oye el ladrido de los perros. Esto me hace pensar en mi
disertación, y suspiro de nuevo. A lo lejos, a través de los árboles, descubro
al oficial inválido, que cojea atrozmente, tambaleándose de derecha a
izquierda, porque del lado derecho tiene el muslo herido, y del lado izquierdo
tiene colgada de su brazo a una señorita. Su cara refleja resignación.
Regresamos del bosque a casa, tomamos el té, jugamos al croquet y escuchamos
cómo una de las jóvenes canta:
Tú no me amas, no...
Al pronunciar la palabra «no»,
tuerce la boca hasta la oreja.
Charmant, charmant, gimen en francés las otras
jóvenes. Ya llega la noche. Por detrás de los matorrales asoma una luna
lamentable. Todo está en silencio. Se percibe un olor repugnante de heno
cortado. Tomo mi sombrero y me voy a marchar.
-Tengo que comunicarle algo
interesante -murmura Masdinka a mi oído.
Abrigo el presentimiento de que
algo malo me va a suceder, y, por delicadeza, me quedo. Masdinka me coge del
brazo y me arrastra hacia una avenida. Toda su fisonomía expresa una lucha.
Está pálida, respira con dificultad; diríase que piensa arrancarme el brazo
derecho. «¿Qué tendrá?», pienso yo.
-Escuche usted; no puedo...
Quiere decir algo; pero no se
atreve. Veo por su cara que, al fin, se decide. Me lanza una ojeada, y con la
nariz, que va hinchándose gradualmente, me dice a quema ropa:
-Nicolás, yo soy suya. No lo
puedo amar; pero le prometo fidelidad.
Se aprieta contra mi pecho y
retrocede poco después.
-Alguien viene, adiós; mañana a
las once me hallaré en la glorieta.
Desaparece. Yo no comprendo nada.
El corazón me late. Regreso a mi casa. El pasado y el porvenir del impuesto
sobre los perros me aguarda; pero trabajar me es imposible. Estoy rabioso. Me
siento terriblemente irritado. Yo no permito que se me trate como a un
chiquillo. Soy irascible, y es peligroso bromear conmigo. Cuando la sirvienta
me anuncia que la cena está lista, la despido brutalmente:
-¡Váyase en mal hora!
Una irritabilidad semejante nada
bueno promete. Al otro día, por la mañana, el tiempo es el habitual en el
campo. La temperatura fría, bajo cero. El viento frío; lluvia, fango y
suciedad. Todo huele a naftalina, porque mi mamá saca a relucir su traje de
invierno. Es el día 7 de agosto de 1887, día del eclipse de sol. Hay que
advertir que cada uno de nosotros, aun sin ser astrónomo, puede ser de utilidad
en esta circunstancia. Por ejemplo: cada uno puede, primero, marcar el diámetro
del sol con respecto al de la luna; segundo, dibujar la corona del sol;
tercero, marcar la temperatura; cuarto, fijar en el momento del eclipse la
situación de los animales y de las plantas; quinto, determinar sus propias
impresiones, etcétera. Todo esto es tan importante, que por el momento resuelvo
dejar aislado el impuesto sobre los perros. Me propongo observar el eclipse.
Todos nos hemos levantado muy temprano. Reparto el trabajo en la forma
siguiente: yo calcularé el diámetro del sol y de la luna; el oficial herido dibujará
la corona. Lo demás correrá a cargo de Masdinka y de las señoritas de diversos
matices.
-¿De qué proceden los eclipses?
-pregunta Masdinka.
Yo contesto:
-Los eclipses proceden de que la
luna, recorriendo la elíptica, se coloca en la línea sobre la cual coinciden el
sol y la tierra.
-¿Y qué es la elíptica?
Yo se lo explico. Masdinka me
escucha con atención, y me pregunta:
-¿No es posible ver, mediante un
vidrio ahumado, la línea que junta los centros del sol y de la tierra?
-Es una línea imaginaria -le
contesto.
-Pero si es imaginaria -replica
Masdinka-, ¿cómo es posible que la luna se sitúe en ella?
No le contesto. Siento, sin
embargo, que, a consecuencia de esta pregunta ingenua, mi hígado se agranda.
-Esas son tonterías -añade la
mamá de Masdinka-; nadie es capaz de predecir lo que ocurrirá. Y, además, usted
no estuvo jamás en el cielo. ¿Cómo puede saber lo que acontece a la luna y al
sol? Todo ello son puras fantasías.
Es cierto; la mancha negra
empieza a extenderse sobre el sol. Todos parecen asustados; las vacas, los
caballos, los carneros con los rabos levantados, corren por el campo mugiendo.
Los perros aúllan. Las chinches creen que es de noche y salen de sus agujeros,
con el objeto de picar a los que hallen a su alcance. El vicario llega en este
momento con su carro de pepinos, se asusta, abandona el vehículo y se oculta
debajo del puente; el caballo penetra en su patio, donde los cerdos se comen
los pepinos. El empleado de las contribuciones, que había pernoctado en la casa
vecina, sale en paños menores y grita con voz de trueno: «¡Sálvese quien
pueda!» Muchos veraneantes, incluso algunas bonitas jóvenes, se lanzan a la
calle descalzos. Otra cosa ocurre que no me atrevo a referir.
-¡Qué miedo! ¡Esto es horrible!
-chillan las señoritas de diversos matices.
-Señora, observe bien, el tiempo
es precioso. Yo mismo calculo el diámetro.
Me acuerdo de la corona, y busco
al oficial herido, quien está parado, inmóvil.
-¿Qué diablos hace usted? ¿Y la
corona?
El oficial se encoge de hombros,
y con la mirada me indica sus dos brazos. En cada uno de ellos permanece
colgada una señorita, las cuales, asidas fuertemente a él, le impiden el
trabajo. Tomo el lápiz y anoto los minutos y los segundos: esto es muy
importante. Marco la situación geográfica del punto de observación: esto es
también muy importante. Quiero calcular el diámetro, pero Masdinka me coge de
la mano y me dice:
-No se olvide usted: hoy, a las
once.
Me desprendo de ella, porque los
momentos son preciosos y yo tengo empeño en continuar mis observaciones.
Varinka se apodera de mi otro brazo y no me suelta. El lápiz, el vidrio
ahumado, los dibujos, todo se cae al suelo. ¡Diantre! Hora es de que esta joven
sepa que yo soy irascible, y cuando yo me irrito, no respondo de mí. En vano
pretendo seguir. El eclipse se acabó.
-¿Por qué no me mira usted? -me
susurra tiernamente al oído.
Esto es ya más que una burla. No
es posible jugar con la paciencia humana. Si algo terrible sobreviene, no será
por culpa mía. ¡Yo no permito que nadie se mofe de mí! ¡Qué diablo! En mis
instantes de irritación no aconsejo a nadie que se acerque a mí. Yo soy capaz
de todo. Una de las señoritas nota en mi semblante que estoy irritado y trata
de calmarme.
-Nicolás Andreievitch, yo he
seguido fielmente sus indicaciones, observé a los mamíferos y apunté cómo, ante
el eclipse, el perro gris persiguió al gato, después de lo cual quedó por algún
tiempo meneando la cola.
Nada resulta, pues, de mis
observaciones. Me voy a casa. Llueve, y no me asomo al balconcito. El oficial
herido se arriesga a salir a su balcón, y hasta escribió: «He nacido en...»
Pero desde mi ventana veo cómo una de las señoritas de marras lo llama, con el
fin de que vaya a su casa. Trabajar me es imposible. El corazón me late con
violencia. No iré a la cita de la glorieta. Es evidente que cuando llueve yo no
puedo salir a la calle. A las doce recibo una esquelita de Masdinka, la cual me
reprende, y exige que me persone en la glorieta, tuteándome. A la una recibo
una segunda misiva, y a las dos una tercera. Hay que ir, no cabe duda. Empero,
antes de ir, debo pensar qué es lo que habré de decirle. Me comportaré como un
caballero. En primer lugar, le declararé que es inútil que cuente con mi amor; no,
semejante cosa no se le dice a las mujeres; decir a una mujer «yo no la amo»,
es como decir a un escritor: «usted escribe mal». Le expondrá sencillamente mi
opinión acerca del matrimonio. Me pongo, pues, el abrigo de invierno, empuño el
paraguas y me dirijo a la glorieta. Conocedor como soy de mi carácter
irritable, temo cometer alguna barbaridad. Me las arreglaré para refrenarme. En
la glorieta, Masdinka me espera. Narinka está pálida y solloza. Al verme
prorrumpe en una exclamación de alegría y se agarra a mi cuello.
-Por fin; ya abusas de mi
paciencia. No he podido cerrar los ojos en toda la noche. He pensado durante la
noche, y a fuerza de pensar, saqué en consecuencia que cuando te conozca mejor
te podré amar.
Me siento a su lado; le expongo
mi opinión acerca del matrimonio. Por no alejarme del tema y abreviarlo hago
sencillamente un resumen histórico. Hablo del casamiento entre los egipcios;
paso a los tiempos modernos; intercalo algunas ideas de Schopenhauer. Masdinka
me presta atención, pero luego, sin transición, me dice:
-Nicolás, dame un beso.
Estoy molesto. No sé qué hacer.
Ella insiste. ¿Qué hacer? Me levanto y le beso su larga cara. Ello me produce
la misma sensación que experimenté cuando, siendo niño, me obligaron a besar el
cadáver de mi abuela. Varinka no parece satisfecha. Salta y me abraza. En el
mismo momento, la mamá de Masdinka aparece en el umbral de la puerta. Hace un
gesto de espanto; dice a alguien: «¡spch», y desaparece como Mefistófeles, por
escotillón. Incomodado, me encamino nuevamente a mi casa. En ella me encuentro
a la mamá de Varinka, que abraza, con lágrimas en los ojos, a mi mamá. Ésta
llora y exclama: «Yo misma lo deseaba». A renglón seguido: «¿Qué les parece a
ustedes?» La mamá de Varinka se acerca a mí, me abraza y me dice: «¡Que Dios te
bendiga! Tú has de amarla. No olvides jamás que ella se sacrifica por ti.»
He aquí que me casan. Mientras
esto escribo, los testigos del matrimonio se encuentran cerca de mí y me dan
prisa. Decididamente esta gente no conoce mi irascibilidad. Soy terrible. No
respondo de mi. ¡Por vida de!... Ustedes adivinarán lo que puede ocurrir. Casar
a un hombre irritado, rabioso, es igual que meter la mano en la jaula de un
tigre. Veremos cuál será el desenlace final...
Estoy casado... Todos me felicitan.
Varinka se apoya contra mí y me dice:
-Ahora si que eres mío. Sé que me
amas, ¡dilo!
Su nariz se hincha. Me entero por
los testigos de que el oficial retirado fue bastante hábil para esquivar el
casamiento. A una de las señoritas le exhibió un certificado médico según el
cual, a causa de su herida en la sien, no tiene sano juicio, y, por tanto, le
está prohibido contraer matrimonio. ¡Qué idea! Yo también pude presentar un
certificado. Uno de mis tíos fue borracho. Otro era distraído. En cierta ocasión,
en lugar de una gorra, se cubrió la cabeza con un manguito de señora. Una tía
mía era muy aficionada al piano, y sacaba la lengua al tropezar con un hombre.
Además, mi carácter extremadamente irritable induce a sospechas. ¿Por qué las
buenas ideas acuden a la mente siempre demasiado tarde?...
[Tomado de Ciudad Seva www.ciudadseva.com]
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