Imágenes de mi padre llorando, de Donald Barthelme

Un aristócrata bajaba por la calle en su carruaje. Atropelló a mi padre.

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Después del entierro caminé de regreso a la ciudad. Iba tratando de encontrar el motivo por el que mi padre había muerto. Y lo recordé: lo atropelló un carruaje.

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Llamé por teléfono a mi madre y le dije que mi padre había muerto. Dijo que, a su juicio, era lo mejor. Yo también supuse que era lo mejor. Mi padre ya no tenía la misma vitalidad. Me pregunté si podría seguir el rastro del aristócrata cuyo carruaje lo había atropellado. Se supo de dos testigos presenciales.

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Sí, es posible que no sea mi padre el que está sentado ahí, en el centro de la cama, llorando. Puede ser alguien más, el cartero, el abarrotero, un agente de seguros o un cobrador de impuestos, quién sabe. Sin embargo, debo decir que se parece a mi padre. El parecido es muy fuerte. No sonríe a través de sus lágrimas, sino que tiene un gesto de preocupación. Me acuerdo de esa vez que estábamos en el rancho disparándoles a los pecadillos (es el resultado de una cruza de tapir y armadillo, en las praderas del Oeste). Mi padre disparó y falló. Empezó a llorar. Este llanto se parece a aquel llanto.

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"¿Tú viste el accidente?" "Sí, pero sólo en parte. Tuve la espalda volteada casi todo el tiempo". El testigo era una niñita, once o doce años. Vivía en un barrio muy pobre y yo me imaginé que si ella atestiguara, nadie lo creería. "¿Te acuerdas cómo era el hombre del carruaje?" "Como un aristócrata", dijo.

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El primer testigo declara que el hombre en el carruaje "parecía un aristócrata". Pero eso simplemente podía obedecer al aspecto del carruaje mismo. Cualquier hombre sentado en un carruaje elegante, con un conductor en el frente y tal vez uno o dos lacayos parados atrás, da una impresión aristocrática. Apunté el nombre de la niña y le pedí que me llamara si recordaba alguna otra cosa. Le di unos dulces.

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Permanecí en la plaza donde mi padre fue asesinado y le pregunté a la gente que pasaba si no había visto, o si no sabían de alguien que hubiera visto, el incidente. Al mismo tiempo sentí que el esfuerzo era inútil. Así encontrara al hombre cuyo carruaje había cometido el atropello, ¿qué iba a decir yo? "Usted mató a mi padre". "Sí", diría el aristócrata, "pero él se tiró a las patas de los caballos". Mi cochero trató de detenerse pero ya no le dio tiempo. No pudimos hacer nada por evitarlo". Luego, tal vez me ofrecería una bolsa llena de dinero.

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El hombre que está sentado en el centro de la cama se parece muchísimo a mi padre. Está llorando, las lágrimas ruedan por sus mejillas. Es obvio que algo le preocupa. Basta con que lo mire para darme cuenta de que algo está mal. Derrama lágrimas como si fuera un grifo descompuesto. Su llanto y su gemido invaden los cuartos. Con un sentimiento de ternura me llevo la mano al pecho y le digo: "Padre". Esto no lo aparta de su dolor, que sube hasta el grito y luego se hunde en un gemido. Su obstinación es inamovible; su propósito, calculado. Le digo otra vez: "Padre", pero no me hace caso. No sé si ya es hora de huir o si debo esperarme. De pronto podría contenerse y cambiar de actitud, asumiendo la serenidad. Dejé la puerta abierta sin nada que se interpusiera entre ella y yo, quité el picaporte del zaguán y además dejé andando el motor de Mustang. Pero tal vez no es mi padre el que está llorando ahí, sino otro padre: el padre de Tom, el padre de Phil, el padre de Pat, el padre de Pete, el padre de Paul. Hay que aplicar una especie de encuesta, una prueba de la voz o...

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Mi padre lanza una bola de estambre al techo. El estambre se queda colgando.

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Mi padre ve la charola con pastelitos. Luego mete el pulgar en cada pastelito hasta llegar al fondo. Uno tras otro. En la cara de cada pastelito aparece una sonrisa deforme. 

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Un declarante voluntario dijo que en una tienda había oído hablar a otros dos hombres sobre el accidente. "¿Qué tienda?" El hombre me la señaló, era una tienda de retacería en la parte sur de la plaza. Entré en la tienda, hice averiguaciones. "¿Era su padre, no? Por si le interesa saberlo, déjeme decirle que no sabía ni por dónde andaba". Así me lo dijo el empleado, detrás del mostrador. Pero otro hombre que estaba cerca, bien vestido, incluso elegante, con una leontina de oro cruzando su chaleco, no estuvo de acuerdo. "La culpa fue del cochero", dijo el segundo hombre. "Pudo detenerse, pero no le importó". "No es cierto", dijo el empleado, "ni siquiera tuvo tiempo de nada. Si su padre no hubiera estado borracho..." "No estaba borracho", dije. "Yo llegué al lugar en cuanto acababa de ocurrir y no olía a licor".

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Esto era cierto. Me lo notificó la policía, que vino a mi cuarto y me llevó al lugar del accidente. Me incliné sobre mi padre, que tenía el pecho aplastado, y junté mi mejilla a una de las suyas. La mejilla de él estaba fría. No olía  licor sino a la sangre que le salía de la boca y que me manchó el cuello de mi abrigo. Le pregunté cómo habían ocurrido las cosas a la gente que estaba parada ahí. "Lo atropelló un carruaje", dijeron. "¿El cochero se detuvo?" "No, azotó a los caballos y se lanzó calle abajo, luego dio vuelta en la esquina y tomó hacia King's New Square". "No saben si el carruaje era de..." "No, nada". Entonces hice los preparativos para el entierro. No fue sino hasta muchos días después que me vino la idea de buscar al aristócrata del carruaje.

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Nunca en mi vida había tenido que ver con los aristócratas, ni siquiera sabía en qué parte de la ciudad vivían, metidos en sus casonas. Por eso, aunque yo localizara a algún testigo del incidente, alguien que pudiera identificar con exactitud al aristócrata involucrado, tendría que enfrentarme al siguiente esfuerzo de encontrar su casa y lograr que me dejaran entrar (y aún así, ¿qué tal si estaba en el extranjero?) "No es cierto, el cochero tuvo la culpa", había dicho el hombre de la leontina dorada. "Aun en el caso de que su padre estuviera borracho, el cochero pudo hacer un esfuerzo efectivo para evitar el accidente. Su padre fue arrastrado, sabe usted. El carruaje lo arrastró unos veinte metros". Yo había notado que las ropas de mi padre estaban rasgadas de un modo extraño. "Hay algo más", dijo el empleado, "Pero no le diga a nadie que yo se lo dije. Puedo darle una pista. La levita del cochero era azul y verde".

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Es el padre de otro. Es evidente. Se comporta como un padre. Tiene el pelo canoso. El gesto tierno en la cara. Los hombros encorvados. La barriga floja. Las lágrimas que caen. Las lágrimas cayendo. Lágrimas cayendo. Las lágrimas. Más lágrimas. Parece que se empeña en avanzar por este camino de sal. Las evidencias indican que su plan es éste, llorar. Piensa en algo, más llanto. Pura extravagancia. Pero, ¿por qué quedarse? ¿Por qué mirar? ¿Por qué demorarse? ¿Por qué no volar? ¿Por qué atarme yo mismo? Yo podría estar en cualquier otra parte, leyendo un libro, viendo la televisión, construyendo un gran barco dentro de una botellita, bailando algún ritmo. Podría estar afuera, en la calle, persiguiendo niñitas de once años con su chamarra militar, hay miles, tan parecidas como monedas; yo podría estar en... ¿Por qué mi padre no se pone de pie, se arregla la ropa, se seca la cara? Sólo está tratando de descontrolarnos. Quiere llamar la atención. Está tratando de hacerse el interesante. Tal vez quiere que le pongamos en la frente un trapo húmedo, que le alcemos las manos, que le frotemos la espalda, que le demos masaje en el cuello, que le sobemos las muñecas, que le untemos los codos con ungüentos exóticos, que le pintemos escenas en miniatura sobre las uñas de los pies, donde se represente a Dios bendiciendo a los Estados Unidos. Yo no lo voy a hacer.

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Mi padre tiene la cara cubierta con un pañuelo rojo. Extiende la mano derecha, en ella sostiene una pistola de agua. "Arriba las manos", dice.

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Pero una levita de azul y verde es algo muy común. Ver un saco azul con pantalones verdes, o al revés: si yo viera a un cochero usando una levita así, no me llamaría mucho la atención. Es cierto que la mayoría de las levitas son de color azul y pardo, o azul y blanco, o azul y otro tipo de azul más intenso (para los pantalones). Pero en estos días uno se encuentra a cualquier sirviente imitando las más exquisitas combinaciones de colores, que adoptan sus amos. Incluso los he visto con pantalones rojos, aunque, por un acuerdo tácito, antes los pantalones rojos estaban reservados para la aristocracia. Así, no tiene mucha importancia el color de las levitas de los cocheros. Aunque sí era algo. Ahora podía ir a rondar por la ciudad, sobre todo en los establos y en los expendios de ginebra y lugares así, mirando casualmente a la levita de los lacayos que se reunieran ahí. Era muy posible que más de uno, en la nobleza, vistiera a sus sirvientes con esta levita azul y verde; pero, por otra parte, era improbable que así estuvieran vestidos más de seis sirvientes. Así que, en efecto, el empleado de la retacería me había dado una pista útil, en caso de que yo tuviera energía para seguirla hasta el fin.

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Ahí está mi padre, de pie junto a un perro demasiado grande, un perro de diez cuartas de alto por lo menos. Mi padre salta y se monta en el lomo del perro, jineteándolo. Mi padre hinca los talones en las costillas del perrazo. "¡Arre!".

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Mi padre escribió algo con sus crayolas, sobre la blanca pared.

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Estaba tirado en mi cama cuando alguien tocó la puerta. Era la niñita a quien yo le di dulces cuando empezó la búsqueda del aristócrata. Estaba asustada y sin embargo resuelta; era obvio que tenía alguna información para mí. "Yo sé quién fue", dijo. "Yo sé cómo se llama". "Dímelo". "Primero tienes que darme cinco coronas". De suerte tenía cinco coronas en mi bolsillo; si la niña hubiera llegado más tarde, después de comer, no habría tenido nada para darle. Le alargué el dinero y ella dijo: "Lars Bang". La miré algo sorprendido. "¿Cómo es posible que un aristócrata se llame así?" "Es su cochero", dijo. "Su cochero se llama Lars Bang". Y huyó.

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Cuando oí este nombre, que suena y parece rústico, vulgar, no muy distinto de mi propio nombre, me invadió una sensación de repugnancia y pensé en dejar las cosas como estaban, aunque había invertido cinco coronas en la información que me había dado. Mientras iba tras sus pasos, cuando aun no sabía el nombre, el aristócrata (y por tanto, sus sirvientes), parecían vulnerables: después de todo habían sido responsables de un crimen, o de una especie de crimen. Mi padre estaba muerto y ellos eran responsables o al menos tenían que ver con el incidente, y aunque fueran miembros de la aristocracia o sirvientes de ella, aun así podría recaer el peso de la justicia común; podían ser citados para que en alguna medida repararan el daño que habían hecho. Ahora, sabiendo el nombre del cochero, y estando por lo mismo mucho más cerca de su amo que cuando nada más tenía la pista de la levita azul y verde, me dio miedo. Porque, después de todo, el aristócrata debía ser un hombre muy poderoso, para nada acostumbrado a rendir cuentas a hombres como yo; de hecho, era tan grande su desprecio por la gente como yo que, cuando uno de nosotros resultaba tan tonto como para lanzarse bajo su carruaje y estorbarle el paso, el aristócrata decidía aplastarlo o permitía que su cochero lo hiciera; se permitía arrastrarlo por la tierra una distancia de veinte metros para luego continuar alegremente su camino hacia la King's New Square. No era muy probable que un hombre así, razoné, se dignara a atender cortésmente lo que yo tenía que decirle. Era muy posible que ni siquiera me ofreciera una bolsa de dinero, ni una sola corona, ni un ore, sino que más bien, haciendo con la cabeza un movimiento abrupto y de impaciencia, me echaría encima a sus sirvientes. Me golpearían, tal vez me matarían. Como a mi padre.

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Pero si no es mi padre el que está sentado ahí en la cama llorando, ¿por qué yo estoy parado enfrente de la cama, en actitud de súplica? ¿Por qué deseo con todo mi corazón que este hombre , mi padre, deje de hacer lo que está haciendo?

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¡Así es!... ¡Ahí está i padre!...¡Sentado ahí en la cama!... ¡y está llorando!... ¡como si tuviera fuego en el corazón!... ¡Padre!... ¿qué pasó?.... ¿Quién te hizo daño?... ¡nomás dime quién!... y yo lo voy a... a... ¡Padre, toma, agarra este pañuelo!... ¡y este pañuelo!... ¡y este pañuelo!... Voy corriendo por una toalla... por un doctor... por un cura... por una hada... qué puedo... no quieres... si quieres... ¿un té caliente?.... ¿un plato de sopa ardiendo?... ¿un trago?... ¿un toque de mariguana?... ¿una casaca roja?... ¿una casaca azul?... ¡Padre, por favor!... mírame, Padre... ¿quién te insultó?... ¿ya no tienes salida?... ¿estás arruinado?... ¿te acusan de algo?... ¿una infamia?.... ¿te están difamando?... carajo... ¡no lo voy a permitir!... ¡no pasará!... Yo voy a... moveré montañas... cambiaré el curso de todos los ríos... etc.

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Mi padre está jugando con el salero y el pimentero, y con la azucarera. Alza la tapa de la azucarera y echa pimienta en el azúcar.

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O también: mi padre mete la mano en una ventana de la casa de muñecas. Su mano tira la silla, el ropero y la cama de la muñeca.

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Al día siguiente, antes del mediodía, el propio Lars Bang vino a verme a mi cuarto. "He oído que usted me está buscando". Fue una sorpresa. yo me esperaba a un hombre gordo, más bien corpulento, igual que los otros cocheros que uno ve sentados en la caja de los carruajes; en vez de eso, Lars Bang era alto, de una apariencia casi femenina, más parecido a un secretario o valet que a un cochero. No llegó con amenazas, al contrario de lo que yo temía; casi estaba dispuesto a ayudar y en esta disposición no había el más ligero toque de malicia. A balbuceos, le dije que, no hacía muchos días, mi padre, un hombre bueno aunque propenso a ciertas debilidades, incluyendo su amor por la botella, había sido atropellado por un aristócrata cerca de la King's New Square; que según mis informes el coche lo había arrastrado por un espacio de veinte metros; y que yo deseaba aclarar algunos puntos del incidente. "Pues entonces", dijo Lars Bang, moviendo la cabeza con amabilidad, "yo soy el hombre que busca, porque mi coche es el que está en medio de esto. algo lamentable. Por desgracia, de momento no tengo tiempo para darle a usted los detalles del incidente, pero si usted se diera una vuelta por la dirección escrita en esta tarjeta, a las seis en punto de la tarde, creo que podré satisfacerlo". Dicho esto, se fue, dejándome con la tarjeta en la mano.

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Le hablé a Miranda y le resumí rápidamente lo que había pasado. Me pidió que le dejara ver la tarjeta blanca y se la di, porque la dirección no me decía nada. "Ah", dijo. "El número 17 de la rue du Bac, eso está pasando el puente de Vixen, un barrio muy especial. Ahí sólo viven los aristócratas de gran alcurnia, y a la gente común y corriente ni siquiera le permiten ir al parque principal que está entre las casas y el río. Si te encuentran vagando por ahí en la noche, te expones a una golpíza de aquéllas". "¡Pero si me dieron cita!", le dije. "Tengo cita con el cochero". Mirando gritó: "¡Pero qué tonto eres! ¿Crees que los cuidadores te van a creer eso? y aunque lo creyeran (tu cara es de una persona honesta). ¿crees que te dejarían ambular en ese barrio de ricos, donde tantos ladrones anhelarían estar sueltos  ahí por una o dos horas después de que oscurece? ¡Pues ve!" Luego me aconsejó que llevara algo, un galón de cerveza o unas doce botellas de vino, de modo que si algún guardia me detenía, pudiera decirle que estaba haciendo un reparto a tal casa y a tal otra, para que así me tomaran por un hombre honrado que estaba haciendo algo también honrado, y me salvara de la golpiza. Me di cuenta de que tenía razón y antes de ir hacia allá compré en la vinatería doce botellas de vino fino (porque no servía de nada fingir que estaba repartiendo un vino que ningún aristócrata se tomaría); eso me costó treinta coronas de un dinero que Miranda me prestó. Envolvimos con paja las botellas, para evitar que se golpearan y rompieran, y metimos todo en un costal que yo pudiera cargar sobre la espalda. Recuerdo que pensé en esa rima, en ese acoplamiento, de las dos palabras: saco y espada [1]. Así equipado atravesé la ciudad.

[1] Sack y back (N. del A.)

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Está ahí la cama de mi padre. En ella está mi padre. En actitud de derrota. Con la gracia de un venado, las mismas orejas largas. Por un brevísimo segundo muestra una brevísima sonrisa. ¿Ya notó que estoy ahí? Me acuerdo de una vez que fuimos a tirar a las montañas del Oeste (más allá del Vulture Roost). Primero le disparamos a una hilera de latas de cerveza, luego a una de botellas de whisky, lo cual fue mejor porque las botellas se quebraban. Luego le disparamos a algunos mezquites y a la chatarra de una camioneta Ford que alguien había dejado ahí. Pero ningún animal vino a nuestra fiesta (ruidosa, lo admito). Una larga lista de animales nos fallaron: venado, codorniz, conejo, focas, leones marinos, lagartos. Era muy aburrido derribar mezquites de modo que mi padre y yo nos escondimos tras unas rocas: él se escondió tras sus rocas y yo tras las mías, y comenzamos a dispararnos entre nosotros. Esto sí fue interesante.

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Mi padre se está viendo en el espejo. Lleva puesto un sombrero de paja que tiene ramas de plástico azules y amarillas. Dice: "¿Qué tal me veo?".

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Lars Bang me quitó el saco y empezó a esculcarlo sin pedirme permiso; sacó una de las botellas envueltas en la paja. "¡Muy buena marca!", exclamo, leyendo la etiqueta. "¡Seguro que es un regalo para el señor!". Luego, sin perderme de vista, cogió un sacacorchos y descorchó la botella.. En la mesa estaban sentados otros dos hombres, vestidos con levitas azules-verdes, y junto a ellos había una hermosa muchacha de pelo negro, muy joven, que no decía nada y no miraba a nadie. Lars Bang sacó vasos, pateó una silla en mi dirección y sirvió vino para todos. "¡A tu salud!", dijo (en lo que yo creía un tono irónico) y bebimos. "Este joven", dijo Lars Bang señalándome con la cabeza, "viene aquí a pedirnos consejo sobre un asunto muy complicado. Un asesinato, eso fue lo que me dijiste, ¿no?". "No, no dije eso para nada. Sólo estoy buscando información sobre un accidente". El vino se acabó de inmediato. Sin mirarme, Lars Bang abrió otra botella y la puso en el centro de la mesa. La hermosa muchacha de pelo negro me ignoraba como a todos los otros. Por mi parte sentí que hasta ese momento me había conducido bien. No protesté cuando se repartió el vino con liberalidad (después de todo los criados tienen la costumbre de gravar una especie de impuesto a todo lo que entra por la puerta de atrás). Y tampoco permití que se usara la palabra "asesinato", sino que especifiqué que la palabra adecuada era "accidente". De modo que yo estaba, en general, sentado a la mesa confortablemente, y tomando el vino (para el cual no soy más firme que mi padre). "Bueno, pues", dijo al fin Lars Bang, "voy a relatar las circunstancias del accidente, y tú mismo juzgarás si es que yo, o mi amo, Lensgreve Aklefeldt,, tuvimos la culpa o no". Recibí esta noticia con una leve conmoción. ¡Un conde! En efecto, se me había ocurrido pedirle una explicación a un hombre de posición altísima. En sólo un instante se esfumó toda la confianza que había ido acumulando. ¡Un conde! Madre santa, apiádate de mí.

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Ahí está mi padre, asomándose por la puerta abierta antes de entrar a una casa vacía. Lo acompaña un perro (un perro chico, no el mismo perro que antes). Se asoma en la estancia vacía. Dice: "¿hay alguien aquí?"

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Ahí está mi padre, sentado en la cama, llorando.

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"Fue un viernes", dijo Lars Bang de entrada, como si estuviera contando un chiste de cantina. "La hora, pues era cerca del mediodía y mi amo me ordenó que lo llevara a King's New Square, donde tenía que ir a atender algún negocio. Rumbo al lugar, llevábamos una velocidad media, porque mi amo no tenía mucha prisa. Juzga tú mi asombro cuando al cruzar la plaza de los retaceros, de pronto nos detuvo un hombre muy viejo, totalmente borracho, que se aferró a mis dos caballos delanteros y empezó a golpearles las patas con un bastón, del modo más violento imaginable. Los pobres y nobles brutos se encabritaron, por supuesto, llenos de miedo, porque", dijo Lars Bang, utilizando un tono piadoso, "están acostumbrados a las mejores atenciones, y nunca reciben un latigazo ni de parte mía ni del otro cochero, Rik, porque el conde es especialmente estricto en esto, de que se dé un buen trato a sus animales. Los caballos, entonces, repararon y se encabritaron; yo hice lo que pude por detenerlos; le grité al hombre, que retrocedió momentáneamente. El conde asomó la cabeza por la ventana para averiguar cuál era el problema, y yo le dije que un borracho había atacado a nuestros caballos. Tu padre, en su ceguera, no contentándose con los estropicios que ya había causado, regresó de nuevo, corriendo; se acercó a los animales y de un modo desquiciado volvió a golpearles las patas con su bastón. Ante este nuevo ataque, los caballos, ya de plano enloquecidos, zafaron las riendas de mis manos y pasaron por encima de tu padre, que cayó bajos sus cascos. Las pesadas ruedas del carruaje también pasaron sobre él (yo sentí los dos tumbos que dio el carruaje), su cuerpo se atoró en un gancho de la caja y tu padre fue arrastrado unos veinte metros, sobre los guijarros. Con todas mis fuerzas, tan solo pude hacer el intento de controlar el mando, porque, desbocados, no había modo de someter a los caballos; y no había poder humano que los detuviera. Bajamos por la calle a toda velocidad..."

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Mi padre pone atención en la clase de buenos modales.
"Cuando un amigo pasa y lo saluda, ¿debe levantarse un hombre que está sentado sobre un banco?"
"Los hombres sentados en un banco, en tal situación, no deben levantarse", responde él, "aunque pueden semi-incorporarse y pedir disculpas por no levantarse del todo".

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"...Los caballos dieron vuelta en la calle que lleva a King's New Square, y sólo cuando llegamos ahí se detuvieron y me dejaron que los tranquilizara. Yo quería regresar y ver lo que le había pasado a ese loco, tu padre, que nos había atacado; pero mi amo, ya bastante irritado e importunado, me lo prohibió. Yo nunca lo había visto en un estado de tanto enojo como el de ese día; si tu padre sobrevive y mi amo llega a ponerle las manos encima, a tu padre le habría ido muy mal, tenlo por seguro. Y en fin, ahora que ya sabes cómo ocurrieron las cosas. Espero que estés satisfecho, y que te bebas con nosotros otra botella de este vino excelente que nos trajiste, para que te vayas". Antes de que me diera tiempo de fabricar una respuesta, la muchacha del pelo negro habló: "Bang es un pinche mentiroso", dijo.

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Etcétera.


Traducción y notas de Luis Miguel Aguilar
[Tomado de Cuentos y relatos norteamericanos. Una antología general, SEP/UNAM, México, 1982]

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