Funderelele y más hallazgos de la lengua (selección), de Laura García Arroyo

Resultado de imagen para laura garcía arroyoAporcar. 
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Amontonar la tierra de una maceta alrededor de los troncos o tallos de una planta.
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Dedicar tiempo a la jardinería me relaja. No tengo jardín (ni siquiera balcón), pero tengo mi departamento lleno de plantas. Agarrar la regadera suele convertirse en unos de los momentos más gozosos de la semana y me descubro cantándoles a los helechos y hablándole a las palmeras como si fueran mis roomies.
Cuando era una niña pasaba los veranos en una casita de campo en Becerril de la Sierra, cerca de Madrid, donde las vacaciones se convertían en auténticas aventuras. La casa era chiquita, pero el jardín era un paraíso que convertíamos, según el juego, en una ciudad, una estación de bomberos, una gasolinera, una cancha de tenis, un circuito de Fórmula 1 o en la mejor fiesta de disfraces de la comarca. Mientras nuestros padres trabajaban en la capital de lunes a viernes, mis primos, mi hermano y yo quedábamos al cuidado de nuestros abuelos. Mi abuela batallaba por hacernos comer y nos contagiaba su amor por la lectura, mientras mi abuelo nos llevaba al pueblo en bici y nos enseñaba a jugar a todo tipo de cosas, algunas inventadas. 
Éramos los expertos del mus y del cróquet y devorábamos libros mientras ellos echaban la siesta. Mi abuelo tenía un rincón especial: una huerta en la que veíamos crecer jitomates, lechugas, zanahorias, papas y algún experimento que a veces terminaba en el plato. "Me niego a que mis nietos crean que las verduras crecen en los supermercados", decía mientras preparaba la herramienta y nos reunía en fila para darnos instrucciones.
Aún no sé cómo no terminamos descalabrados o con el rastrillo clavado en un ojo. Será que no me acuerdo de esos detalles como recuerdo las risas. En aquellos días coseché, además de fresas, cuidado, delicadeza, paciencia, constancia, responsabilidad y... vocabulario.
He olvidado muchos términos, pero hubo uno que llamo mi atención y no he escuchado mucho desde entonces. Surgió cuando llegó el día de aporcar. Todos quedamos fascinados ante la idea de lanzarnos tierra, dejar los pantalones listos para la basura y quedar cubiertos de jitomates maduros... Entonces mi abuelo nos mostró como amontonar la tierra alrededor de cada planta naciente y así sujetar su crecimiento a lo alto. El término aporcar no tenía nada que ver con puerco, sino con porca, que en latín se refería al montículo que se forma al acumular la tierra a los lados de un surco. Podemos aporcar los tallos en las macetas para facilitar el riego de los bordes y reforzar el crecimiento de la planta o redirigirlo a nuestro gusto.
Han pasado muchos años. Ya no hay huerta. Mi abuelo ya no está.Pero mi amor por las plantas crece cada día. Ahora aporco los geranios de casa, queriendo revivir aquellas recolectas de risas y aprendizaje. 

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Conticinio
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Hora de la noche en que todo está en silencio.
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Seguramente esta escena te resultará familiar: tras un día agotador fuera de casa, cruzas la puerta y llegas al hogar; te metes en la cama, lees un rato y apagas la luz dispuesto a despedir un día largo con un descanso. Cierras los ojos, te acomodas la almohada y la sábana, celebras haber logrado un poco de paz y... Coches. Bocinas. Música. Risas de fiestas cercanas. Sirenas. Aviones. La televisión del vecino. Una pelea en la calle. El señor de los tamales... ¿A qué hora duerme la ciudad? No, la hora no tiene nada que ver, el ruido sigue de madrugada, sólo cambia de actores y trama. Imposible pensar en una gran ciudad que permanezca en silencio en algún minuto del día o la noche. Salgamos de la urbe. 
¿Cómo se escucha la noche más allá del asfalto? ¿Da tregua la vegetación? Rodeados de árboles y estrellas los ruidos humanos dan paso a los sonidos de la naturaleza que, si bien son más agradables, impiden el silencio absoluto. Cuando cae el sol lejos de la urbe, la banda sonora nocturna está compuesta por grillos, ramas movidas por el viento, el agua del río, las voces de búhos, lechuzas, perros, el crepitar del fuego... ¿Existe el silencio en nuestro mundo? O mejor dicho, ¿cómo y dónde se encuentra el silencio hoy en día?
A mí me inquieta la noche, sus ruidos me sobresaltan, los crujidos de los muebles y pisos cuando cambia loa temperatura me angustian, y por eso decidí usar tapones para aislarme de todo y de todos. Quizá no escuche los peligros, alarmas o llamadas que debería escuchar, pero puedo admitir que a ratos he encontrado esa mudez nocturna que tanta falta nos hace. Por fin hallé esa manera de conocer el conticinio. 
El término es poco conocido porque el silencio de la noche es poco usual y ha caído en desuso (la palabra y la sensación). Quizá en tiempos de los antiguos romanos la ciudad quedaba quieta cuando  se acostaban y por eso  crearon una voz que describiera esa calma apaciguadora. Para ello, tomaron el verbo conticere (guardar completo silencio), compuesto por el prefijo con- (por completo) y el verbo tacere (estar callado, de donde heredamos el adjetivo tácito)  y formaron el sustantivo conticinium, que se empezó a usar en los cuarteles militares en contraposición a gallicinium, la primera hora del día, cuando el gallo anunciaba el amanecer. La naturaleza, las actividades humanas y el vocabulario se relacionaban, se complementaban, se enriquecían y convivían.
Suena el despertador. Una nueva jornada. La mañana presenta su melodía: el señor del gas, un claxon, unos alegres pájaros en la ventana, la excavadora de la construcción de enfrente, las pisadas del vecino de arriba, la campana del camión de la basura y, por supuesto, la grabación de los que compran colchones, tambores, refrigeradores... El run-rún del día obliga a abrir los ojos, ayuda a salir de la cama. Atrás queda la pausa, el reposo, el silencio, la oscuridad, el conticinio... ¡Buenos y sonoros días!

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Coprolalia
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Tendencia a decir obscenidades.
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Es como un acto reflejo. Bajo del avión y en cuanto piso Barajas mi vocabulario ibérico más grosero empieza a dispararse sin control. Es como si estuviera contenido aguardando ese momento para salir y explotar como fuegos artificiales. No lo puedo evitar, es una sensación de estar en casa, de recuperar algo que se extraña. Todas esas palabras que no pude usar en otro lugar porque no se entienden o emplean, de repente tienen cabida. Suena raro, pero es la señal: llegaste a tu tierra. 
En México me descubrí malhablada. No es que sea vulgar, es que decir las palabras malsonantes de aquí no me suena tan mal. No hubo un adulto regañándome por usarlas de niña e incluso me hace gracia porque no dimensiono la ofensa. No me justifico, sólo reflexiono sobre ello a menudo. O al menos eso pensé cuando leí la palabra coprolalia. Que tenga un  nombre ya es síntoma de que somos un gran número de deslenguados para los que habría que organizar una rehabilitación. ¿Por qué no fui filática, esa persona que usa palabras rebuscadas para demostrar erudición? Me sé bastantes... pero me divierto menos. 
Ese prefijo copro-, que uno identifica por los estudios médicos que te analizan las tripas, y el término griego lalein, que remite al verbo hablar, forma un vocablo que es más propio de los niños que repiten obscenidades que oyen de los adultos, pero sin ser muy conscientes de lo que están diciendo exactamente. 
En esta familia léxica hay otros miembros dignos de vitrina. La ecolalia es otra perturbación al hablar; en este caso se trata de repetir una palabra o frase que ya se ha dicho o recién escuchado. La palilalia es más un tic, al pronunciar de manera espontánea y casi involuntaria una palabra, una sílaba o una frase sin razón. Y para cerrar el círculo (vicioso, sin duda), aparece la ecopraxia, con la que se imita y repite movimientos y frases de otra persona presente. Sobra decir que todos son padecimientos no deseados, salvo la coprolalia, que quizá sea la más opcional y consciente.
Esto también nos hace recapacitar sobre la dimensión emocional de las palabras. ¿Qué resulta ofensivo? ¿Dónde pinta su raya la subjetividad? ¿Qué tanto hay de cultural en juzgar un término como injurioso? Ahí entra la responsabilidad del hablante. Hay que hacer un examen individual, silencioso y anticipado de quién va a escuchar tus palabras, en qué contexto y con qué tono. Hay que anticipar las consecuencias y hacerse cargo de ellas. El lenguaje no es culpable de los malentendidos.
En definitiva, uno elige cuándo ser malhablado, hay momentos en los que es útil y hasta sano, pero si no estás seguro del alcance de esas palabras irreverentes, mejor quédate callado, para no cagarla al hablar.

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Funderelele
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Utensilio de cocina similar a una cuchara, que incluye un mecanismo con el que se da forma a una bola de helado.
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Me gustan las palabras que bailan. Esas cuyas sílabas transmiten ritmo, sonoridad y prácticamente provocan una sonrisa al pronunciarlas y al escucharlas. Es el caso de funderelele, que se convirtió en una de mis favoritas desde que la conocí. 
Hay sonidos que transmiten una imagen, un lugar o una situación. A mí funderelele me lleva directamente a un tablado de flamenco. Incluso escucho las palmas y sigo el compás.
No recuerdo la primera vez que la escuché ni quién la dijo. Ni siquiera si la oí o la leí, pero sí que me encandiló. Me sorprendió no conocer el nombre de algo tan común y me maravilló la forma tan simpática que había adoptado un instrumento que aportaba tanta felicidad. 
La siguiente vez que fui a una heladería le pregunté al dependiente por la palabra. No la conocía. Su cara se transformó en una mezcla de asombro y pena por no haberse planteado nunca cómo nombrar a tan fiel herramienta compañera. Ese día me regaló una bola de helado, quizá porque le regalé una palabra, quizá como solicitud de que no revelara casi un descuido laboral. ME fui contenta y convencida de que ese encuentro quizá provocaría una expansión del término. Sin duda, crearía un tema de conversación entre el heladero y futuros clientes y así, del boca a boca, funderelele crecería en su cadena lingüística. Cada uno de nosotros seríamos un eslabón para lograrlo. 
La dificultad, casi imposibilidad, de encontrar una etimología correcta y consensuada hace dudar del origen de la palabra, por lo que algunos la definen como bulo. No se sabe cuándo ni cómo se formó, no tiene registros antiguos o fuentes que avalen su currículum, pero si a alguien se le ocurrió que un objeto tan frecuente y útil merecía un nombre propio y la inventó sin más (no la he encontrado en ningún diccionario), yo me sumo a los fans de semejante término, por necesario, seductor y original. 

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Gulusmear
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Andar oliendo o probando lo que se está guisando.
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No sabía que había una palabra para definirlo. Y la aprendí en un libro de recetas, el que me regalaron mis padres cuando me independicé, temerosos de que mi nueva libertad me dejara en los huesos. Se trataba del imprescindible 1080 recetas de cocina, de Simone Ortega. Uno que ha sobrevivido a todas mis mudanzas. Y no es dato menor: "Felices recetas para una buena comilona", decía la dedicatoria. Y entre porciones, utensilios, delantales y desastres aprendí mucho vocabulario. En la página del pisto apareció gulusmear, que como incienso llenó la cocina de olor. 
Pero no se trata de oler de cualquier forma. Gulusmear es, como indica su etimología, una combinación de gula y husmeo. Soberbio. 
Porque cuando uno se acerca al guiso para gulusmear, sea cocinero o comensal, lo hace con aire de intriga, chiquillada y clandestinidad. Si uno prepara la cena, suena lógico probar durante el proceso para atinarles a las cantidades de sal, al tiempo de cocción o la inclusión de algún ingrediente nuevo que no venía en la receta. Hay que saber lo que se servirá y prever las reacciones en la mesa. Hasta ahí todo bien. Pero cuando lo hace uno que no estaba invitado en la cocina, viene la sorpresa. Si alguien gulusmea corre el riesgo de enchilarse, mancharse delatadoramente o ser alcanzado por la chancla de mamá, que te llegó de quién sabe dónde. Como todas las chanclas de todas las mamás. Si no te pescan no hay palabra. Y si no hay palabra no hay diversión. 
La gula es considerada un pecado capital: comer y beber en exceso no está bien visto, mucho menos en estos tiempos de obesidad. "¡Pero sólo lo estaba probando!". Toda la razón, en la cata no hay exceso, a no ser que metas la cuchara demasiadas veces. Ahora, al unir la gula con el verbo husmear, ya no queda escapatoria. Rastrear la comida con el olfato implica seguir los vestigios (como algo ya realizado, hecho pasado), las señales (como una marca o distintivo de algo que recordado posteriormente) , o indicios (como algo que predice lo que podría ocurrir después, en ese lapso entre el fuego y el estómago). Te encanta gulusmear y no puedes negarlo. 
Pero describirlo con este sabroso verbo te permitirá desviar la atención y podrás defenderte de tu travesura. Hasta te perdonarán. Prueba, puesto que de probar se trata. 

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[Tomado de Funderelele y más hallazgos de la lengua, Editorial Planeta Mexicana, México, 2018.]

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