La mosca, de Katherine Mansfield
Katherine Mansfield |
-Pues sí que
está usted cómodo aquí -dijo el viejo señor Woodifield con su voz de flauta.
Miraba desde el fondo del gran butacón de cuero verde, junto a la mesa de su
amigo el jefe, como lo haría un bebé desde su cochecito. Su conversación había
terminado; ya era hora de marchar. Pero no quería irse. Desde que se había
retirado, desde su... apoplejía, la mujer y las chicas lo tenían encerrado en
casa todos los días de la semana excepto los martes. El martes lo vestían y lo
cepillaban, y lo dejaban volver a la ciudad a pasar el día. Aunque, la verdad,
la mujer y las hijas no podían imaginarse qué hacía allí. Suponían que
incordiar a los amigos... Bueno, es posible. Sin embargo, nos aferramos a
nuestros últimos placeres como se aferra el árbol a sus últimas hojas. De
manera que ahí estaba el viejo Woodifield, fumándose un puro y observando casi
con avidez al jefe, que se arrellanaba en su sillón, corpulento, rosado, cinco
años mayor que él y todavía en plena forma, todavía llevando el timón. Daba
gusto verlo.
Con
melancolía, con admiración, la vieja voz añadió:
-Se está
cómodo aquí, ¡palabra que sí!
-Sí, es
bastante cómodo -asintió el jefe mientras pasaba las hojas del Financial
Times con un abrecartas. De hecho estaba orgulloso de su despacho; le
gustaba que se lo admiraran, sobre todo si el admirador era el viejo
Woodifield. Le infundía un sentimiento de satisfacción sólida y profunda estar
plantado ahí en medio, bien a la vista de aquella figura frágil, de aquel
anciano envuelto en una bufanda.
-Lo he
renovado hace poco -explicó, como lo había explicado durante las últimas,
¿cuántas?, semanas-. Alfombra nueva -y señaló la alfombra de un rojo vivo con
un dibujo de grandes aros blancos-. Muebles nuevos -y apuntaba con la cabeza
hacia la sólida estantería y la mesa con patas como de caramelo retorcido-.
¡Calefacción eléctrica! -con ademanes casi eufóricos indicó las cinco
salchichas transparentes y anacaradas que tan suavemente refulgían en la placa
inclinada de cobre.
Pero no
señaló al viejo Woodifield la fotografía que había sobre la mesa. Era el
retrato de un muchacho serio, vestido de uniforme, que estaba de pie en uno de
esos parques espectrales de estudio fotográfico, con un fondo de nubarrones
tormentosos. No era nueva. Estaba ahí desde hacía más de seis anos.
-Había
algo que quería decirle -dijo el viejo Woodifield, y los ojos se le nublaban al
recordar-. ¿Qué era? Lo tenía en la cabeza cuando salí de casa esta mañana.
-Las manos le empezaron a temblar y unas manchas rojizas aparecieron por encima
de su barba.
Pobre
hombre, está en las últimas, pensó el jefe. Y sintiéndose bondadoso, le guiñó
el ojo al viejo y dijo bromeando:
-Ya sé.
Tengo aquí unas gotas de algo que le sentará bien antes de salir otra vez al
frío. Es una maravilla. No le haría daño ni a un niño.
Extrajo
una llave de la cadena de su reloj, abrió un armario en la parte baja de su
escritorio y sacó una botella oscura y rechoncha.
-Ésta es
la medicina -exclamó-. Y el hombre de quien la adquirí me dijo en el más
estricto secreto que procedía directamente de las bodegas del castillo de
Windsor.
Al viejo
Woodifield se le abrió la boca cuando lo vio. Su cara no hubiese expresado
mayor asombro si el jefe hubiera sacado un conejo.
-¿Es
whisky, no? -dijo débilmente.
El jefe
giró la botella y cariñosamente le enseñó la etiqueta. En efecto, era whisky.
-Sabe
-dijo el viejo, mirando al jefe con admiración- en casa no me dejan ni
tocarlo-. Y parecía que iba a echarse a llorar.
-Ah, ahí
es donde nosotros sabemos un poco más que las señoras -dijo el jefe, doblándose
como un junco sobre la mesa para alcanzar dos vasos que estaban junto a la
botella del agua, y sirviendo un generoso dedo en cada uno-. Bébaselo, le
sentará bien. Y no le ponga agua. Sería un sacrilegio estropear algo así. ¡Ah!
-Se tomó el suyo de un trago; luego se sacó el pañuelo, se secó apresuradamente
los bigotes y le hizo un guiño al viejo Woodifield, que aún saboreaba el suyo.
El viejo
tragó, permaneció silencioso un momento, y luego dijo débilmente:
-¡Qué fuerte!
Pero lo
reconfortó; subió poco a poco hasta su entumecido cerebro... y recordó.
-Eso era
-dijo, levantándose con esfuerzo de la butaca-. Supuse que le gustaría saberlo.
Las chicas estuvieron en Bélgica la semana pasada para ver la tumba del pobre Reggie,
y dio la casualidad que pasaron por delante de la de su chico. Por lo visto
quedan bastante cerca la una de la otra.
El viejo
Woodifield hizo una pausa, pero el jefe no contestó. Sólo un ligero temblor en
el párpado demostró que estaba escuchando.
-Las
chicas estaban encantadas de lo bien cuidado que está todo aquello -dijo la
vieja voz-. Lo tienen muy bonito. No estaría mejor si estuvieran en casa.
¿Usted no ha estado nunca, verdad?
-¡No, no!
-Por varias razones el jefe no había ido.
-Hay
kilómetros enteros de tumbas -dijo con voz trémula el viejo Woodifield- y todo
está tan bien cuidado que parece un jardín. Todas las tumbas tienen flores. Y
los caminos son muy anchos. -Por su voz se notaba cuánto le gustaban los
caminos anchos.
Hubo otro
silencio. Luego el anciano se animó sobremanera.
-¿Sabe
usted lo que les hicieron pagar a las chicas en el hotel por un bote de
confitura? -dijo-. ¡Diez francos! A eso yo le llamo un robo. Dice Gertrude que
era un bote pequeño, no más grande que una moneda de media corona. No había
tomado más que una cucharada y le cobraron diez francos. Gertrude se llevó el
bote para darles una lección. Hizo bien; eso es querer hacer negocio con
nuestros sentimientos. Piensan que porque hemos ido allí a echar una ojeada
estamos dispuestos a pagar cualquier precio por las cosas. Eso es. -Y se
volvió, dirigiéndose hacia la puerta.
-¡Tiene
razón, tiene razón! -dijo el jefe. aunque en realidad no tenía idea de sobre
qué tenía razón. Dio la vuelta a su escritorio y siguiendo los pasos lentos del
viejo lo acompañó hasta la puerta y se despidió de él. Woodifield se había
marchado.
Durante
un largo momento el jefe permaneció allí, con la mirada perdida, mientras el
ordenanza de pelo canoso, que lo estaba observando, entraba y salía de su garita
como un perro que espera que lo saquen a pasear.
De
pronto:
-No veré
a nadie durante media hora, Macey -dijo el jefe-. ¿Ha entendido? A nadie en
absoluto.
-Bien,
señor.
La puerta
se cerró, los pasos pesados y firmes volvieron a cruzar la alfombra chillona,
el fornido cuerpo se dejó caer en el sillón de muelles y echándose hacia
delante, el jefe se cubrió la cara con las manos. Quería, se había propuesto,
había dispuesto que iba a llorar...
Le había
causado una tremenda conmoción el comentario del viejo Woodifield sobre la
sepultura del muchacho. Fue exactamente como si la tierra se hubiera abierto y
lo hubiera visto allí tumbado, con las chicas de Woodifield mirándolo. Porque
era extraño. Aunque habían pasado más de seis años, el jefe nunca había pensado
en el muchacho excepto como un cuerpo que yacía sin cambio, sin mancha,
uniformado, dormido para siempre. «¡Mi hijo!», gimió el jefe. Pero las lágrimas
todavía no acudían. Antes, durante los primeros meses, incluso durante los
primeros años después de su muerte, bastaba con pronunciar esas palabras para
que lo invadiera una pena inmensa que sólo un violento episodio de llanto podía
aliviar. El paso del tiempo, había afirmado entonces, y así lo había asegurado
a todo el mundo, nunca cambiaría nada. Puede que otros hombres se recuperaran,
puede que otros lograran aceptar su pérdida, pero él no. ¿Cómo iba a ser
posible? Su muchacho era hijo único. Desde su nacimiento el jefe se había
dedicado a levantar este negocio para él; no tenía sentido alguno si no era
para el muchacho. La vida misma había llegado a no tener ningún otro sentido.
¿Cómo diablos hubiera podido trabajar como un esclavo, sacrificarse y seguir
adelante durante todos aquellos años sin tener siempre presente la promesa de
ver a su hijo ocupando su sillón y continuando donde él había abandonado?
Y esa
promesa había estado tan cerca de cumplirse. El chico había estado en la
oficina aprendiendo el oficio durante un año antes de la guerra. Cada mañana
habían salido de casa juntos; habían regresado en el mismo tren. ¡Y qué
felicitaciones había recibido por ser su padre! No era de extrañar; se
desenvolvía maravillosamente. En cuanto a su popularidad con el personal, todos
los empleados, hasta el viejo Macey, no se cansaban de alabarlo. Y no era en
absoluto un mimado. No, él siempre con su carácter despierto y natural, con la
palabra adecuada para cada persona, con aquel aire juvenil y su costumbre de
decir: «¡Sencillamente espléndido!».
Pero todo
eso había terminado, como si nunca hubiera existido. Había llegado el día en
que Macey le había entregado el telegrama con el que todo su mundo se había
venido abajo. «Sentimos profundamente informarle que...» Y había abandonado la oficina
destrozado, con su vida en ruinas.
Hacía
seis años, seis años... ¡Qué rápido pasaba el tiempo! Parecía que había sido
ayer. El jefe retiró las manos de la cara; se sentía confuso. Algo parecía que
no funcionaba. No estaba sintiéndose como quería sentirse. Decidió levantarse y
mirar la foto del chico. Pero no era una de sus fotografías favoritas; la
expresión no era natural. Era fría, casi severa. El chico nunca había sido así.
En aquel
momento el jefe se dio cuenta de que una mosca se había caído en el gran
tintero y estaba intentando infructuosamente, pero con desesperación, salir de
él. ¡Socorro, socorro!, decían aquellas patas mientras forcejeaban. Pero los
lados del tintero estaban mojados y resbaladizos; volvió a caerse y empezó a
nadar. El jefe tomó una pluma, extrajo la mosca de la tinta y la depositó con
una sacudida en un pedazo de papel secante. Durante una fracción de segundo se
quedó quieta sobre la mancha oscura que rezumaba a su alrededor. Después las
patas delanteras se agitaron, se afianzaron y, levantando su cuerpecillo
empapado, empezó la inmensa tarea de limpiarse la tinta de las alas. Por encima
y por debajo, por encima y por debajo pasaba la pata por el ala, como lo hace
la piedra de afilar por la guadaña. Luego hubo una pausa mientras la mosca,
aparentemente de puntillas, intentaba abrir primero un ala y luego la otra. Por
fin lo consiguió, se sentó y empezó, como un diminuto gato, a limpiarse la
cara. Ahora uno podía imaginarse que las patitas delanteras se restregaban con
facilidad, alegremente. El horrible peligro había pasado; había escapado;
estaba preparada de nuevo para la vida.
Pero
justo entonces el jefe tuvo una idea. Hundió otra vez la pluma en el tintero,
apoyó su gruesa muñeca en el secante y mientras la mosca probaba sus alas, una
enorme gota cayó sobre ella. ¿Cómo reaccionaría? ¡Buena pregunta! La pobre
criatura parecía estar absolutamente acobardada, paralizada, temiendo moverse
por lo que pudiera acontecer después. Pero entonces, como dolorida, se arrastró
hacia delante. Las patas delanteras se agitaron, se afianzaron y, esta vez más
lentamente, reanudó la tarea desde el principio.
Es un
diablillo valiente -pensó el jefe- y sintió verdadera admiración por el coraje
de la mosca. Así era como se debían de acometer los asuntos; ésa era la
actitud. Nunca te dejes vencer; sólo era cuestión de... Pero una vez más la
mosca había terminado su laboriosa tarea y al jefe casi le faltó tiempo para
recargar la pluma, y descargar otra vez la gota oscura de lleno sobre el recién
aseado cuerpo. ¿Qué pasaría esta vez? Siguió un doloroso instante de
incertidumbre. Pero ¡atención!, las patitas delanteras volvían a moverse; el
jefe sintió una oleada de alivio. Se inclinó sobre la mosca y le dijo con
ternura: «Ah, astuta cabroncita». Incluso se le ocurrió la brillante idea de
soplar sobre ella para ayudarla en el proceso de secado. Pero a pesar de todo,
ahora había algo de tímido y débil en sus esfuerzos, y el jefe decidió que ésta
tendría que ser la última vez, mientras hundía la pluma hasta lo más profundo
del tintero.
Lo fue.
La última gota cayó en el empapado secante y la extenuada mosca quedó tendida
en ella y no se movió. Las patas traseras estaban pegadas al cuerpo; las
delanteras no se veían.
-Vamos
-dijo el jefe-. ¡Espabila! -Y la removió con la pluma, pero en vano. No pasó
nada, ni pasaría. La mosca estaba muerta.
El jefe
levantó el cadáver con la punta del abrecartas y lo arrojó a la papelera. Pero
lo invadió un sentimiento de desdicha tan agobiante que verdaderamente se
asustó. Se inclinó hacia delante y tocó el timbre para llamar a Macey.
-Tráigame
un secante limpio -dijo con severidad- y dese prisa. -Y mientras el viejo perro
se alejaba con un paso silencioso, empezó a preguntarse en qué había estado
pensando antes. ¿Qué era? Era... Sacó el pañuelo y se lo pasó por delante del
cuello de la camisa. Aunque le fuera la vida en ello no se podía acordar.
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