"El sendero de los nidos de la araña", de Cesare Pavese

A sus veintitrés años Italo Calvino sabe ya que para narrar no es preciso "crear los personajes", sino transformar los hechos en palabras. Lo sabe de una manera casi alegre, irónicamente despreocupada y traviesa. Las palabras no le meten miedo, pero tampoco se bebe el viento por ellas: en tanto que tengan un sentido le sirven para algo, las dice, las suelta, las arroja quizá como se arrojan las ramas al fuego, pero la finalidad es la llama, el calor, la olla. Hoy por hoy, ya casi no quedan escritores que se propongan crear grandes personajes, como se estilaba en un tiempo. El mundo cambia. ¡Pobre de aquel que se ha quedado con los abuelos! ¡Pero pobre, desgraciado aquel que junto con los grandes personajes "que hacían la competencia al registro civil" ha prescindido también de los hechos, de las cosas de carne y hueso, y echa incienso de palabras en quién sabe qué capilla privada!
Calvino ha nacido a la narrativa en medio de la guerra civil. En ella están sus hechos, las cosas que convierte en palabras. Si decimos que este Sendero de los nidos de la araña (Einaudi, 1947) -cateado en el concurso de Mondadori y vencedor en el de Riccione- es el más bello relato sobre la experiencia partisana que se haya escrito hasta la fecha, nadie se conmoverá demasiado: no ha habido otros. Diremos entonces que la sagacidad de esta ardilla de la pluma que es Calvino ha consistido en trepar a los árboles, más por juego que por miedo, y observar la vida partisana como si fuera una fábula del bosque, agitada, variopinta y "diferente".
Un chico de la calle, descarado e inocente, andrajoso y maligno, hermano de una prostituta y rufiancillo para todos los concupiscentes de paso, es azuzado contra los alemanes y roba la pistola al marinero que está con su hermana en una habitación. Todo empieza aquí. Pin, que se mofa de los mayores, quiere quedarse con la pistola y la esconde entre los "nidos de la araña", un lugar que sólo él conoce. Los alemanes lo interrogan y lo encarcelan  en una gran casa en medio del parque- , pero él escapa con el partisano comunista Lupo Rosso; encuentra al partisano  Cugino y se dirigen al campamento del grupo entre los montes, donde Pin conoce a los tipos más extraños, todos retorcidos y chiflados -el destacamento ha sido organizado expresamente para ellos- , incluido el comandante Dritto, hombre desganado que busca quien lo libere o lo mate. Están el resuelto y avispado Babeuf, la mujer del cocinero trotskista, los cuatro calabreses. Dritto se entiende con la mujer del cocinero, ocurre una desgracia, incendia el tabuco y deben trasladarse. El comando de brigada abre una investigación: comandante Ferreira y comisario Kim. Hay un rastreo y todos acuden a combatir, menos Dritto, que debe concurrir desarmado al comando para rendir cuentas; Pin se larga, vuelve a la llanura, a sus nidos de la araña. Pelle, un partisano traidor, le ha robado entretanto la pistola marinera. Pero Pin la halla en poder de su hermana y le arma a ésta una terrible bronca; por la noche encuentra nuevamente a Cugino, el misógino, y se alejan marchando bajo el destellar de las luciérnagas.
Hay aquí un sabor ariostesco. Pero el Ariosto de nuestros tiempos se llama Stevenson, Dickens, Kipling, Nievo, y de buen grado se disfraza de muchacho. Aquel sencillo y goloso abandono a los apremios de los acontecimientos y las catástrofes, a los espectáculos y a los rostros consabidos que exhibirán la mueca o la sonrisa prevista, máscaras tan fieles a su naturaleza que asombrarán continuamente, aquella sincera y complicada ingenuidad de los poemas, en nuestros días sólo puede hallarse en un corazón de niño. No importa que el chico de Calvino diga "puta" y sepa lo que es, que berree canciones de burdel y sea acaso capaz de matar a alguien. No tiene leyes ni madre, se está en guerra, la gente se mata y Pin no tiene la culpa de todo ello. Calvio narra los hechos, y esos hechos tienen raíces, consistencia, son ovillos de carne y de sangre; cuando se los remueve, aun con el amor de las palabras, salta la sangre, aparece la llaga, se siente el hedor de un mundo gangrenoso. Alguno lo señalará, pero tampoco es lo que cuenta. A pesar de la calleja, a pesar del alboroto y la hez, la jornada de Pin posee una gran pureza; recelosa, obscena y maligna, es no obstante fresca, orgullosa de sus descubrimientos, de las gestas, del honor, justamente como las jornadas de un Astolfo o de un Jim Hawkins.
Y esto aclara lo que decíamos al principio. ¡Ay de Calvino si hubiera hecho personajes! Un instinto seguro lo ha llevado a reducir sus figuras, no diremos a caricaturas, que suena ofensivo, pero sí a máscaras, a "convenciones", a marionetas. Todos tienen un tic en Sendero. Todos tienen un rostro preciso, como otros tantos soldaditos de papel recortados en hojas distintas. Todos sus gestos son presentados con nitidez, con palabra robusta y al mismo tiempo minuciosa, precisamente como en el mundo de la caballería, donde el gesto lo es todo y al mismo tiempo se pierde en la multitud de los gestos. Leer Sendero es como mirar ciertas laderas de las colinas lejanas después de un día de viento, cuando se perciben bien definidos e innumerables los troncos, los arbolillos, los netos cubos de las casas. Hay en estas páginas un permanente ambiente de aire libre, de campos, de vista certera, de esos mundos de Dios. Hasta las brigadas negras, las terribles brigadas negras[1], son vistas así por la ardilla Pin: "Negros, huesudos, con caras azuladas y bigotes de ratón". ¿Quién lo ha dicho mejor?
También el capítulo IX, en el que Calvino introduce a los verdaderos "adultos", el comisario y el comandante, muestra la misma mordacidad. Se hace la crítica de las milicias, se interpreta la guerra civil, se habla de historia y de emancipación humana. Pero la voz que habla, la del joven Kim que lleva un sten, un "arma esbelta que parece una muleta rota", es siempre la voz de fábula de quien fantasea "como cuando era niño" y se mofa de sí repitiendo: "A, be, ce", "Estanco, comisario" y "Kim..., ¿quién es Kim?".
La conclusión, por tanto, es la acostumbrada. Transformar los hechos en palabras no significa ceder a la retórica de los hechos, ni cantar con virtuosismo. Significa poner en la palabra toda la vida que se respira en este mundo, comprimirla y hacerla resonar. La página no debe ser un duplicado de la vida, lo cual sería, cuando menos, inútil: debe equivaler a ella, eso sí. Debe ser un hecho entre los hechos, una criatura en medio de las tras criaturas. Pensamos que en este primer intento Calvino lo ha logrado sobradamente.

* Reseña de Il sentiero dei nidi di ragno, novela de Italo Calvino, Einaudi, Turín, 1947. Escrita el 16 de octubre de 1947; publicada en L'Unità de Roma, el 26 de octubre de 1947. Una nota sobre este mismo libro, firmada C.P., había aparecido en el Bollettino d'informazioni culturali de Einaudi, ciclostilado (n.° 9, 17 de octubre de 1947).
[1] Cuerpos de combate antiguerrillero formados por militantes del Partido Fascista. (N. del T.)

Traducción de Elcio Di Fiori
[Tomado de La literatura norteamericana y otros ensayos, Lumen, España, 2008]

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