Drácula y Ceausescu: el regreso del mito, entrevista de Ignacio Solares a Nicolae Ceausescu


Imagen relacionadaUna mañana me llevaron la iglesia conventual de Snagov, abajo de cuyo altar está enterrado el príncipe Vlad Tepes III Dracul, llamado el empalador, que luchó bárbaramente contra los turcos en el siglo XV, y en quien se basó el novelista Bram Stoker para elaborar el Drácula que conocemos (drac en rumano es demonio, y dracu, dragón).
—No les creas nada —me había dicho la noche anterior el poeta rumano Darie Novaceanu (traductor de Borges y de Paz), a quien conocí en el Ministerio de Cultura y con quien hice una amistad que aún perdura—. Ahí no está enterrado nadie. En 1931 abrieron la tumba y estaba vacía.
Tratándose de Drácula...
Y del turismo, sobre todo. Puro cuento...
Pero yo no era turista: en el otoño de 1974 llegué a Bucarest a entrevistar a Ceausescu y algunos de sus ministros para el Excélsior de Scherer, y el gobierno rumano —toda amabilidadme puso un interprete-guía. Ya tan amable cuando le dije que quería conocer el castillo de Drácula.
—A los periodistas serios no hay costumbre de llevarlos ahí —dijo, como para aniquilar mi deseo. Pero insistí tanto sobre mi falta de seriedad que, por fin, accedió. Primero fuimos a la iglesia conventual de Snagov y luego al castillo, en Transilvania, dentro del arco formado por los montes Cárpatos. Todo correspondía con tal exactitud de cliché de una película norteamericana sobre el tema, que parecía creada artificialmente: los bancos de neblina distendiéndose por la luz frágil de la mañana, deprimente, que se depositaba apenas en la tierra para iluminar la hilera de villas rústicas enjalbegadas, con tejas y cruces de metal en lo alto.
¿Por qué las cruces? —pregunté al intérprete.
—Gente supersticiosa —contestó, muy serio.
Como empotrado en una gran roca estaba el castillo, al que nimbaba la neblina. Cine y realidad se superponían. Y más aún en el interior. los vastos muebles de los salones, las armaduras expectantes, las cortinas desvaídas, la galería de cuadros de Vlad Tepes, con la luz de la más pura maldad en los ojos. El set ideal para Polansky. Sin embargo, aunque ésa hubiera sido la intención, había un detalle que no pudo habérsele ocurrido a nadie del gobierno rumano. La realidad —mejor dicho, la fantasía— los rebasaba de nuevo: en lo alto del castillo, entre las almenas, alguien (¿quién?) había colocado un gran tubo que con el aire producía constantemente un acorde del Tanhauser de Wagner.
—Por supuesto que no se le ocurrió a nadie del gobierno rumano —me dijo después Darie Novaceanu—. No son tan románticos. Es obvio que se trata de una casualidad, porque el tubo ha de estar ahí mucho antes de que Wagner compusiera el Tanhauser.
O Wagner visitó el castillo y de ahí se le ocurrió la ópera, además de plagiarle un acorde a Drácula.
Lo cierto es que así, ahí, en una mañana de otoño, y desde lo alto del castillo, con el acorde obsesivo como la mejor de las drogas, ante los bancos de neblina desenredándose en el bosque de pinos y las casitas blancas con sus cruces en lo alto, uno no podía menos que recordar aquel pasaje en que Drácula posee por fin a la frágil y pálida Mina, a la que condena a amarlo y a seguirlo siempre: "Acudirás a mi llamado. Bastará que con el pensamiento yo llame: ¡Ven!, para que cruces tierras y mares y corras a mi lado". Pero antes...Drácula se desabrochó la camisa "y con sus largas y afiladas uñas en el pecho se abrió una vena. Cuando empezó a brotar sangre cogió mis manos con una de las suyas para impedir que hiciera el menor movimiento y con la otra me asió por la nuca, obligándome a aplicar mi boca a su vena rota..."
Todo deseo verdadero lleva implícita una promesa de cumplimiento. Con su Drácula, Stoker conformó un símbolo de la posesión absoluta, la que sólo es concebible aquí, en esta tierra oscura, a través de la sangre y más allá del tiempo y de la muerte. Por eso a todo deseo de posesión le es tan atractivo lo demoniaco que conlleva: se recibe a lo diurno, a la transparencia, a la luz que es desintegración del yo, del tú, del nosotros dos, el otro fuego claro en donde el deseo se consume y se trasciende.
Sin embargo, para desgracia de él y de su pueblo, en el príncipe en el que se basó Stoker dominaba sobre todo la crueldad. En las legendes, recopiladas y analizadas por el historiador alemán Ralf.Peter Martin (junto con el inglés Raymond McNally y el rumano Radu Florescu, quienes mejor han estudiado a Tepes) se mencionan algunos de sus métodos de tortura predilectos: mutilar narices, orejas, dedos, órganos sexuales; cegar, quemar, hervir, despellejar, desmembrar, enterrar vivo, obligar a la víctima a presenciar la tortura de un ser querido, untarle los pies con miel y darlos a comer a animales hambrientos... Pero, por sobre todos los métodos de tortura, el príncipe prefería el empalamiento:

Para llevar a cabo este castigo se ponía al condenado boca abajo, se le ataban firmemente las manos a la espalda y las piernas se le mantenían bien separadas. Se le lubricaba el ano y por ahí metía el verdugo la estaca, lentamente, muy lentamente. Después con todo y víctima, enderezaba el palo y lo clavaba en la tierra. La víctima, por su propio peso, se deslizaba por el palo hacia abajo, hasta que éste, por fin, reaparecía por el hombro, por el pecho, por el estómago. Pero a veces la muerte de los infelices era lenta. Hubo casos de condenados que soportaron la tortura hasta tres días. La velocidad de la muerte variaba según los casos y dependía tanto de la constitución de la víctima como de la dirección del palo. Por cierto, en un increíble refinamiento de crueldad del príncipe Vlad Tepes, pedía que la punta del palo no fuera del todo puntiaguda. Con ello evitaba perforar ciertos órganos y, por lo tanto, fuertes hemorragias.

Ralf-Peter Martin agrega que el príncipe adquirió la costumbre de contemplar el espectáculo mientras comía y bebía opíparamente. Extraña relación entre comida y crueldad. Se dice que apenas investido con la Orden del Dragón y nombrado gobernante de la región, en 1436, organizó un gran banquete para celebrarlo, al final del cual mandó a empalar a ciento cincuenta de los invitados, unos boyardos que supuestamente iban a traicionarlo. Ejemplar espectáculo para detentar el poder. Porque además mantenía al pueblo en el terror: por las noches, soldados de su guardia personal (algo así como la securitate de Ceausescu, suponemos) bajaban del castillo a buscar a alguien —hombre, mujer o niño— que luego desaparecía misteriosamente del castillo. Nadie volvía jamás. (La ambivalencia de sentimientos que despertaría la posibilidad terrible de ser elegido o elegida por el poderoso príncipe. ¿Fue esa ambivalencia entre terror y deseo la que provocó, después de la muerte de Tepes, el mito del vampirismo?). Por supuesto esta situación cambiaba si había guerra, porque el príncipe salía a pelear y a los que aterraba era a los turcos, portando su estandarte con el símbolo del dragón, lo que hizo correr el rumor de que estaba asociado con el diablo. En una ocasión, una tropa de turcos invadió Transilvania y Tepes los detuvo con sus sistema predilecto de intimidación: mandó empalar veinte mil magyares, y al verlos, los presuntos conquistadores retrocedieron empavorecidos. Hasta el famoso y también cruel Mohammed II se sintió enfermo ante las hileras interminables de víctimas, que con un apagado gemido se pudrían al sol y eran presa de los cuervos. Nadie soporta ciertos aspectos de la realidad.
—A pesar de lo que declare el gobierno —me dijo Darie Novaceanu— el mito del vampirismo está de lo más vivo entre la gente del pueblo. En nuestros sanatorios psiquiátricos —y hay mucho más de los que imaginas— no falta el loquito que se cree vampiro o perseguido por un vampiro.
También en este sentido, la información que proporciona Ral-Peter Martin es reveladora:

El temor a los vampiros se extendió de tal modo que en 1801 el obispo Sige le pidió al príncipe de Valaquia, Alexander Moruzi, que impidiera que los campesinos continuaran desenterrando a sus muertos. Pero esto continuó y en varias ocasiones se habló y se sospecho de vampirismo. Todavía en 1919 se produjo un exhumación a gran escala en Bukowina. Y unos años después, en la aldea de Amarasti, al norte de Dolj, tras la muerte de una anciana, sus hijos y nietos empezaron a morir. Presas del miedo, quienes quedaban abrieron la tumba, y según contaron, el cuerpo estaba intacto. Tomaron el cadáver, lo llevaron al bosque y le extrajeron el corazón, del que manó sangre [...] También en las próximas de Cusmir se produjeron varios casos de muerte súbita en una familia. Las sospechas recayeron sobre el anciano, fallecido hacía poco tiempo. Cuando lo desenterraron, lo encontraron sentado en la posición de los turcos y completamente rojo, lo que hacía temer que el hubiera acabado con la familia, compuesta por gente joven, sana y fuerte [...]

¿Conocería Polansky este texto para crear en La danza de los vampiros al posadero que, en efecto, al desenterrarlo, está completamente rojo, congestionado por tanta sangre como ha bebido? Porque a los vampiros se los supone normalmente pálidos, consumidos por un deseo nunca satisfecho. Pero, como se ve, en la propia Rumania se dieron casos terribles que creíamos exclusivos de una película (humorística, además) realizada en Hollywood.
Los sueños de un pueblo, sin embargo, no se adivinan fácilmente durante el día. Al llegar a Bucarest me sobrecogió el aire triste de la ciudad, algo que era casi palpable y afectaba las expresiones de los rostros o se posaba, perentorio en las fachadas de los edificios. En mi crónica escribí: "Hay sitios que sólo son definibles por un color, por un tono, por un matiz. En Bucarest, ese color, ese tono, ese matiz se relaciona sin remedio con lo grisáceo de las miradas, del aire, de las interminables hileras de edificios herrumbrosos". Aun quienes bebían cerveza los fines de semana en algún restaurante de Bullevardul Magheru batallaban denodadamente con la tristeza, que no lograban alejar ni el vaivén de los tarros ni los cantos que entonaban.
A Darie Novaceanu le regalé el ejemplar de Archipiélago Gulag de Solyenitzin que llevé en mi portafolio (el cuál no me revisaron, aunque las maletas sí) y enseguida le sacó una cantidad inaudita de copias que repartió, según dijo, entre amigos que trabajaban en el propio gobierno, y a quienes era imposible acceder a un libro tan controvertido y tan valioso para ellos. Cenamos en el restaurante del Athenée Palace una fuente de sarmale con cartof pai (carne molida, col y papas fritas) y cuando le comenté de esa tristeza latente que adivinaba a mi alrededor, me dijo que que si abrieran las fronteras Rumania se quedaría vacía.
—Todos dicen que adoran a su presidente, que darían la vida por él, sobre todo a partir de su protesta por la invasión a Checoslovaquia en 68, pero a la vez todos se irían de aquí si pudieran.
¿Era ese deseo de fuga reprimido el que provocaba la tristeza? Porque lo que decía Darie era cierto: con quienes hablé (elegidos por mi intérprete-guía, por supuesto) elogiaron sin reservas a su presidente cuya foto aparecía todos los días en los periódicos, se balanceaba, jubilosa en los carteles que colgaban en los postes de las esquinas, sonreía en las portadas de los libros y revistas, saludaba en la televisión y en los noticieros del cine, era tan popular y tan amado que le dedicaban óperas vehementes (¡toda una ópera que ilustraba toda la vida de Ceausescu!) los mejores compositores, que que interpretaban los mejores cantantes durante las celebraciones oficiales, ante la complacencia del propio homenajeado.
¿Cuánto había de cierto en esta supuesta idolatría? Es difícil saberlo en un pueblo en el que, en su mayoría, carecía de libertad para elegir y por lo tanto de los alicientes comunes que alimentan la fantasía y la ilusión. nadie puede vivir —mejor dicho, sobrevivir— sin un punto de referencia, sin una presencia protectora y amorosa, cercana o lejana. Dentro de las carencias, la rutina y la opacidad del aire, para muchos no quedaba más que idolatrar a Ceausescu y odiar a los rusos, únicos culpables de cuanto padecían. pero toda idolatría es sin remedio ambivalente: en aquellos rostros tristes estaba ya latente lo que iba a suceder quince años después.
Por lo pronto, durante la entrevista (un cuestionario por escrito al que contesto también por escrito limitándose a leer las respuestas con gestos de firmeza y el guiño permanente en los ojos, que parecían sonreír siempre, pero que vistos de cerca reflejaban una cierta frialdad), Ceausescu reiteró su crítica a la intervención rusa en Checoslovaquia y habló de la decisión irreversible del pueblo rumano de marchar libremente, autónomo e independiente, hacia el verdadero socialismo, así como de apoyar a los pueblos hermanos que estuvieran en la misma lucha (palabras que, también, se le revirtieron quince años después). Habló de la revolución cultural que acabó con el analfabetismo. En 1944 más del cuarenta por ciento de la población era analfabeta, y en cambio, en 1974 los primeros diez años escolares eran obligatorios y gratuitos, así como era gratuita la medicina. Nadie carecía de los indispensable. Hizo también una minuciosa exposición del admirable desarrollo industrial y habló de que los próximos años serían de consolidación. Aceptó un par de preguntas fuera del cuestionario y le pregunté sobre Drácula. Sonrió ligeramente.
—Vlad Tepes es un héroe nacional del que se ha dicho que era cruel con su pueblo, lo que no es verdad. Peleó heroicamente contra los turcos en el siglo XV. Lo demás, lo que usted llama el mito de Drácula, lo inventaron en Occidente, pero Rumania no tiene nada que ver con ello. Rumania ha dejado atrás los mitos y las supersticiones gracias a la revolución cultural y marcha hacia la paz y el progreso, como usted verá. Las supersticiones y los mitos detienen el progreso de un pueblo. Y más la superstición de muertos que se alimentan de la sangre de los vivos. Es una tontería.
Hizo una pausa. Había sido directo y escueto sobre una pregunta que no le gustó nada y que nada tenía que ver, en efecto, con cuanto había contestado antes. Quizá le pareció poco diplomático terminar así, por eso volvió a sonreír y habló de que era hijo de un zapatero y de que muy joven también fue zapatero; logró su educación con grandes esfuerzos, conocía el valor de la educación, de la razón que vence los mitos y las supersticiones. También estuvo en un campo de concentración, el Tirgu Jiu, del que lo liberaron los rusos el 22 de agosto de 1944. La guerra era algo horrible que detenía la paz y el progreso, el desarrollo íntegro de un pueblo. Había que mirar siempre hacia adelante, hacia esa paz y hacia ese progreso en los que su país ya estaba inmerso.
Llamaba la atención que negara, de entrada, la crueldad de Vlad Tepes. ¿Era parte de la represión que lo rodeaba y que él mismo imponía? Nadie tan peligroso como el que niega la violencia y la crueldad implícitas en cualquier forma de vida.
Años después, en el libro de Ralf-Peter Martin encontré este párrafo que confirma lo que el presidente rumano me había dicho:

El jefe de Estado y partido, Nicolás Ceausescu, también ha simplificado las cosas. En la primavera de 1978, en el Club Nacional de prensa de Washington, ocultó esa faceta oscura de la crueldad de su héroe Vlad Tepes, describiéndolo como un aguerrido luchador por la libertad, bondadoso e indulgente (¡bondadoso e indulgente!) con su pueblo. No le quedaba otra salida: a principios del mismo año, y en el discurso pronunciado en ocasión de su sesenta cumpleaños, los funcionarios del partido lo compararon, elogiosamente, con "líderes tan populares como Vlad Tepes".

Lo de la popularidad es cierto, aunque muy diferente de como lo hubiera deseado Ceausescu. De nuevo, la represión. El poder ciega. Y como nada se atrae tanto como aquello que se niega obsesivamente, el mito iba a regresar sin remedio, más vivo que nunca (en el sentido draculesco, claro). Por eso resulta aun más estremecedor este otro párrafo del multicitado libro:

Dada la actual situación política rumana, las implicaciones de una figura como la del príncipe así descrita son evidentes. La actitud autoritaria de Vlad Tepes en el interior y su lucha contra los enemigos exteriores convierten —con los pretextos del amor a la patria y honorables ideales— el traslado del príncipe al panteón de las glorias nacionales en una sensata medida pedagógica. ¿A quién puede hallar ahí Vlad Tepes? En todo caso a Nicolás Ceausescu.

En efecto, desde hacía una década el gobierno de Ceausescu tenía un proyecto de trasladar a Drácula (cuyos restos, además, no existen) al panteón de las glorias nacionales, en donde suponía el entonces presidente rumano reposaría también él. ¿Qué pensará e pueblo de ese proyecto hoy? Quería que lo enterraran al lado de Drácula, con quien le enorgullecía que lo compararan —a Ceausescu lo llamaban "el genio de los Cárpatos"—, y a los dos su pueblo ha tenido terror de enterrarlos en su propia tierra. Extraño destino mutuo, marcado por la represión, la crueldad, ¿y la posesión? ¿No ha clamado el pueblo por que echen fuera de Rumania el cadáver de Ceausescu porque iba a maldecir la tierra? ¿No le han dicho también a él, una vez que hubo caído, "demonio de los Cárpatos"? Por una razón parecida enterraron a Drácula bajo un altar. ¿Y por qué ese pueblo cantaba villancicos y rezaba en voz alta después de muerto Ceausescu? ¿Y por qué las cruces de metal en lo alto de las casas en la región en donde está el castillo de Drácula? Al margen del mito y la superstición, ¿cuáles son las implicaciones políticas de todo esto para el país?
Según el Time del 8 de enero pasado, cuando un tribunal invisible interrogó a Ceausescu y a su esposa Elene el día de navidad (tenía que ser el día de Navidad), poco antes de que fuera fusilados, a él se le hizo esta pregunta: "¿Quién lo poseyó para reducir a la gente al estado en que se encontraba, para actuar con tal crueldad?"
¿Por qué extraña alquimia del autoengaño logramos no ver lo evidente, lo que palpita en el tedio, en la tristeza latente y como agazapada? ¿De veras Ceausescu creía en "la bondad e indulgencia", según dijo, de Vlad Tepes? ¿Y creía que su pueblo lo amaba como querían hacerle creer que lo amaba? Quizá precisamente por la represión sistemática, al manifestarse el inconsciente nos parece luminoso, nos deslumbra, nos arranca del tedio y de la tristeza, de lo que parecía apagado, mecánico, sin sentido. Este texto es también del Time del pasado 8 de enero:

En la tarde de Navidad en Timisoara, la ciudad fronteriza donde surgió el levantamiento contra Nicolás Ceausescu, una joven mujer está de pie en el campo, mece su cuerpo, como sonámbula, llora suavemente: "Sangriento, oh, tú, qué sangriento", y se lamenta sobre el cadáver de un viejo cuyas manos están mutiladas y su cuerpo horriblemente desfigurado por el agua hirviente y el ácido. Era su padre.

Agua hirviente y ácido. ¿No podría trasladarse esta escena terrible a las legendes que nos narran las crueldades de Drácula? Son innumerables, y hasta elegir unas cuantas, del mismo número de Time, parece morboso:

En el mismo terreno lodoso, envueltos en sábanas blancas, había dos docenas de cuerpos desnudos, más víctimas de las masacres del 16 y 17 de diciembre que llevó a cabo la seguritate, la policía secreta de Ceausescu. Estos cuerpos también habían sido sometidos a horribles torturas hasta dejarlos irreconocibles. Algunos con los tobillos enredados con púas, o con el estómago abierto en canal. Sobre el cadáver de una mujer se encontraba el feto de siete meses que se le acababa de extraer del vientre.

¿Por qué? ¿Se enteró de todo esto Ceausescu? Sin remedio, tenemos que deducir que sí, y que era el culpable directo. Quizá de muchas otras atrocidades de su securitate pocos se enteraron, pero es seguro que él sí se enteró. ¿Qué argumento, qué pretexto "político" podría eximirlo de la culpa? Y claro, según cuenta ahora el Newsweek,

en toda Rumania la gente dejó escapar un suspiro colectivo de descanso con la prueba visible de la caída y muerte de Ceausescu, que se transmitió por televisión un martes , un día después de su ejecución llevada a cabo la noche de Navidad. ¡El anticristo ha muerto!, clamaba un hombre en Bucarest antes un televisor público. ¡Se murió demasiado fácilmente!, se quejó un soldado en la ciudad de Timisoara, en donde comenzó el levantamiento contra la odiada dictadura de Ceausescu. ¡Yo lo habría puesto en una jaula en una plaza pública!, dijo el administrador de un afamado hotel de Bucarest, para que la gente le escupiera y lo despellejara a patadas.

La misma crueldad , siempre la misma. Por eso, ahora según el mencionado Time, "una y otra vez, como para exorcizar la maldad de reinado de puño de hierro que durante veinticuatro años ejerció Nicolás Ceausescu, la televisión nacional pasó y pasó sus horas finales". Y el Newsweek:

La videocámara se acerca a una de las figuras y ahí está Nicolás Ceausescu, yaciendo boca arriba, cerca de un muro de ladrillos. Sus ojos están desorbitados y un charco de sangre rodea su cabeza. La cámara se demora sobre el cadáver hasta por un minuto.

¿Quería el pueblo rumano comprobar que Ceausescu estaba muerto, bien muerto? ¿Por eso se demoró tanto la cámara sobre su cadáver? Pero ¿cuánto podemos saber del mito, de los secretos sueños de todo un pueblo? ¿Y qué va a vivir ese pueblo —tan reprimido y duramente castigado— en los próximos años? ¿Salió ya de la pesadilla y se abrirá camino hacia la paz? ¿Cuántos mitos nos faltan a todos por exorcizar? Quizá de veras hay un montón de cosas que son imposibles de pensarse, de llevarse a la conciencia plenamente. Quizá de veras estamos condenados a arrastrarlas con nosotros en el incosciente como una sombra, como nuestra verdadera sombra.

18 de febrero de 1990.

[Tomado de "Palabras reencontradas", UNAM, 2010]

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